Gira crítica por el patrimonio arqueológico suramericano. Un panorama desde San Agustín, Colombia
Colombia se encuentra en una posición, más bien una contra-posición de retaguardia, en cuanto a los temas de patrimonio y de arqueología y en cuanto a su protección y repatriación. Acabamos de dar una vuelta por los países sureños, incluyendo
una conferencia en La Paz, Bolivia, una gira crítica por el patrimonio arqueológico suramericano, de la cual salieron varias anécdotas con gran significado y referencia, tanto para juzgar la posición de la arqueología americana en general, como para poder
entender la situación aquí en Colombia, y específicamente la de las esculturas del Pueblo
Escultor de San Agustín y el Macizo Colombiano.
Nuestra
gira crítica comenzó en los primeros días del 2015; después de viajar en bus desde San Agustín a Bogotá, tomamos un vuelo —el único tramo aéreo del viaje— directo a La Paz que nos dejó en la urbe boliviana en la madrugada del 3 de enero. Teníamos a Bolivia como referente en nuestra búsqueda:
se difunde que el gobierno boliviano está tomando el liderazgo continental en
cuanto a la reivindicación de la cultura, y de la protección, revalorización y repatriación del patrimonio
cultural, histórico y arqueológico americano.
De
ser así, Bolivia sería no solo un referente sino un respiro de
esperanza para un país como Colombia,
cuya perspectiva y cuyo empeño en estos asuntos está lejos de mostrar liderazgo y visión para el futuro. De hecho, Colombia está más de medio siglo atrasado de
los países vanguardistas en América,
países con reverencia para sus tesoros
antiguos, con visión y con planes coherentes para el uso y mantenimiento de
tales reliquias. Aquí no hay una
política que se
comprometa con el pueblo
y con la comunidad vecina en esta planificación y mantenimiento. La situación arqueológica/política de San Agustín y del Macizo Colombiano ha dispuesto que en los últimos dos años hayamos visto de cerca, los habitantes de estas tierras, las
consecuencias de esa atrasada política de arqueología nacional. (ver http://rupestreweb.info/resistenciasanagustin.html )
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Improvisación en el uso de materiales para la protección de la estatuaria advertida
durante las labores del traslado a la fallida exposición en Bogotá. Foto de Diego
Fernando Muñoz, tomada en 2013. |
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Manifestantes durante una de las varias marchas que tuvieron lugar en
San Agustín durante el año 2013 en exigencia por la repatriación de
las estatuas en Berlín y el no traslado de otras tantas a Bogotá. Foto de Diego Fernando Muñoz, tomada en 2013.
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El tiempo empezó a
transcurrir el 10 de enero del 2013,
cuando el ICANH y el Ministerio de Cultura
recibieron el derecho de petición del pueblo de San Agustín (respaldado por 2000 firmas) instando a las autoridades
competentes tomar acción en el asunto de la repatriación a
sus sitios originales en Colombia de las esculturas del Pueblo
Escultor de San Agustín y el Macizo Colombiano,
estatuas que se encuentran en las bodegas del museo etnológico de Berlín, Alemania desde hace más de un siglo. No ha habido ningún paso concreto y serio por parte de nuestro país, hogar original de las estatuas, mientras
que los alemanes siguen insistiendo que “los colombianos nunca las han pedido,” y tienen razón. Colombia no las ha pedido. Tampoco, como se había comprometido a hacer, los arqueólogos en Bogotá informan al pueblo de San Agustín seguidamente —ni nunca, de hecho— sobre el procedimiento del caso, porque no procede. Mientras tanto, miles de
personas han firmado otras peticiones, se han declarado por internet y
en otras formas, pidiendo la repatriación de las ahora famosas estatuas del Pueblo
Escultor.
El
pueblo de San Agustín, y ahora una gran audiencia mundial, sigue esperando una respuesta. Las autoridades capitalinas
guardan silencio; no hablan del tema. Esta es la actitud, en Colombia, cojea medio siglo detrás de otros países: la postura oficial de no reponer, de
ignorar, y por consiguiente menospreciar, de intentar impedir que las comunidades en donde se encuentran el patrimonio histórico participen en su destino, en su
manejo; de no dar ese poder a la comunidad interesada y comprometida con su patrimonio.
El 8
de noviembre del 2013 el pueblo de San Agustín tuvo su encontrón con el ‘establecimiento cultural’ al ver que mandaron camiones para llevar 20 importantes estatuas
de la zona, escoltados por soldados con armas en las
manos —el uso insólito de la fuerza letal para un asunto disque de cultura— y solo el amontonamiento de la gente alrededor del parque
arqueológico, y el
encuentro de frente con esos soldados y esas armas —afortunadamente no hubo violencia,
prevaleció el diálogo— evitó la llevada (no consultada y no deseada) de
estos tesoros del valle de San Agustín a museos en otras partes (ver: http://rupestreweb.info/pesadas.html).
Ese uso de `armas culturales´ para amedrentar
y lograr dominar fue común también en México hace medio siglo: en 1964 el gobierno
mexicano logró con camionadas de
soldados, y en contra de la voluntad del
pueblo local, arrancar el gran tesoro del pueblo de Coalinchán —la inmensa escultura en piedra llamada la Gran
Chalchiuhtlicué (o Tlaloc)— para
llevarlo al museo
nacional en México D.F., en
donde todavía se encuentra
como su pieza central. Pero hoy en día en México ni se sueña con un trato así hacia la comunidad, hacia una parte integral del pueblo, de la nación. Ese
trato es del siglo pasado. Hoy en México el gobierno y la Universidad se comprometen con variados proyectos con grupos regionales, etnias, comunidades, pueblos, apoyando sus gestos locales. Es de los países más avanzados en compartir el poder sobre el
patrimonio con los entes componentes de la sociedad.
El
otro punto esencial en cuanto al Pueblo Escultor ya tendría cabida dentro de la política arqueológica de algunos otros países, pero todavía no tiene eco en el diálogo en Colombia: el hecho inevitable de
que tendremos que reconocer que la estatuaria estaba toda enterrada en tumbas diseñadas por sus creadores, que solo está sobre tierra hoy por acciones de huaqueros
y después de arqueólogos, y por consiguiente que tenemos que construir sitios
visitables subterráneos, semejantes a sus sitios originales, para allí devolver las estatuas a la
pachamama. Es que, arriba en la superficie, las estatuas se están dañando, y rápidamente; por debajo de la tierra se
preservaron muy bien a través de muchos siglos, de milenios. La conclusión es obvia: por
su propia protección, y para que nuestros nietos y
bisnietos también las puedan compartir y disfrutar y pasar a las generaciones venideras —tenemos el deber de dar reverso al daño hecho y devolver las esculturas a sus
sitios auténticos, que son
subterráneos.
Pero
en la capital nadie está escuchando estos discursos apremiantes y críticos. Bogotá está embelesada con el sonido metálico de las entradas a ‘sus’ sitios arqueológicos; ha perdido su visión. El parque arqueológico del Pueblo Escultor es un imperio, una prisión de alambre de púas, con el pueblo excluido, sin pensamiento
ni forma de enganchar al
público, hacer
sentir la pertenencia de
su patrimonio. No hay museo, no hay laboratorio, no hay un centro cultural que funcione en unión inclusiva con la gente del pueblo anfitrión, algo que involucre a los que conviven con
las estatuas y tumbas, que los incluya en su manejo, en su ‘administración.’ En Colombia, no se han desarrollado estas
corrientes.
Con
ese trasfondo, nos hacemos
la pregunta: ¿Cuales serían las diferencias en otros países? ¿Qué se puede aprender observando los procesos vigentes de los demás rincones de Suramérica? Meditando estas
incógnitas, partimos para Bolivia, para ver qué aprenderíamos de las historias por encontrar en el
camino.
Como
ya comentamos, teníamos a Bolivia de referente por su
liderazgo en tiempos recientes y actuales sobre la revalorización de la cultura, por consiguiente de lo
nuestro, de nuestro propio proceso cultural americano, con una visión propia de la historia americana. Oímos en el
camino que el gobierno y oficiales culturales bolivianos ya han hablado con sus
pares en otros países americanos sobre la necesidad de formar y sostener un frente
solidario con respeto a
la repatriación de los tesoros americanos en museos y
colecciones en el extranjero. Hasta nos dijeron —veremos con que certeza— que su presidente pronto iba a proclamar
como política americana la exigencia por la devolución de todas las obras antiguas de Bolivia y
de todos los demás países americanos, ahora extraviadas en museos y
colecciones extranjeras. Ignoro si tal
proclamación se ha declarado.
Y de
hecho, pronto los eventos en Bolivia nos mostraron que, en ese país por lo menos, estos no son asuntos
privados de unos pocos, sino que mueven masas: el patrimonio es del pueblo.
Poco antes de nuestra llegada, y con el apoyo desde los más altos niveles del gobierno, Bolivia
alcanzó a repatriar desde
un museo en Berne, Suiza, una escultura en piedra que había pasado 156 años expatriada fuera
del país. Faltaba todavía la presentación al público de la pieza —llamada la ‘Illa’— en La Paz, la que presenciamos el 23 de
enero. La Illa, una piedra esculpida originaria de Tiwanaku, hizo
un recorrido desde El Alto encima de la ciudad hasta abajo en la Plaza Murillo y la sede de gobierno, para su triunfante
regreso oficial y su entrega al público, en una procesión que llenó y colapsó el centro de la ciudad de La Paz —y que, desde mi perspectiva colombiana, me hizo dar envidia. Ojalá que veamos en Colombia una acogida así el día cuando se repatríen las 35 estatuas del Pueblo
Escultor extraviadas en Berlín. La devolución de la Illa desencadenó toda una celebración y un gran orgullo en Bolivia, un sentido de que algunas cosas sí se están cambiando, rectificándose, en el mundo.
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Tiwanaku, sitio original de la ´Illa`, Bolivia, 2015. Foto: Martha Gil
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Es
curioso que el mismo suizo que se esfumó a Suiza con la Illa de Bolivia -Johann von Tschudi- también influyó en el descubrimiento
del mundo del Pueblo Escultor. Su colega peruano, Mariano de
Rivero, estuvo en San Agustín en 1825, tres décadas antes de Codazzi y casi un siglo
previo a Preuss. No sabemos qué de San Agustín habrá llevado consigo de Rivero, pero sí que hizo o mandó a hacer dibujos de las estatuas que -con la aparición en 1851 de su libro con von Tschudi, Antiquedades Peruanas- ilustraron la primera publicación de las esculturas del Macizo
Colombiano en Europa y fuera de Colombia en general, el amanecer de esta cultura antigua frente al mundo.
Resumiendo
cuentas, fue esperanzador ver que un gran público puede, como en Bolivia, aprender a apreciar el
valor de su patrimonio histórico, y la justicia de que sea devuelto si está en manos ajenas. Por el otro lado, Bolivia
ha sabido como arreglar la devolución de una piedra llevada por un suizo; Colombia hasta
ahora ni ha sabido pedir sus 35 esculturas apropiadas por un alemán.
De
Bolivia y del mundo del altiplano bajamos en un solo paso a Arica, Chile, al lado del
mar, rodeada por desiertos más áridos y agrestes que tiene este nuestro planeta. Mucho oxígeno delicioso, comparado con las alturas
bolivianas; muy poco verde, comparado con casi cualquier lugar. Y resultó que íbamos al terreno --hablando filosóficamente además de físicamente- de las momias.
El
mundo de la arqueología americana todavía no sale de su asombro al haber advertido los descubrimientos de décadas recientes en Arica, en los desiertos sumamente agrestes del valle que rodea este
puerto, cerca a la frontera con Perú. De accidente, coláteral a unas obras de infraestructura, se toparon
con los vestigios de una cultura que, con sumo ritual y
estructura espiritual, enterraron a sus momias preparadas para la eternidad, hace 8 y 10 mil años antes del presente. Chavín de Huántar en el Perú, considerado como el nacimiento de la alta
cultura andina, data de quizás 4000 a.p., fecha que Sechín en la costa peruana predata por otros pocos siglos. También hoy en día se estudia el desarrollo, en el milenio previo a Sechín, de varios hilos del gran tapiz de esa ‘alta cultura’ en sectores no-peruanos y amazónicos.
Pero
las momias de lo que hoy denominamos la ‘cultura Chinchorro’ vivían en la zona de Arica unos 4000 años antes de Chavín y toda la aventura de ese amanecer
original. Nadie esperaba fechas tan extremadamente antiguas. Nadie entiende, en
la luz de Chinchorro, que pasó durante esos cuatro milenios antes de Chavín, Moche, Nazca, Tiwanaku, etc. Por eso es que se ha calificado como el ‘Descubrimiento del Siglo’ en América. Se exhiben en un museo construido
para ellas, con tecnología moderna, la mente alucina al visitar su mundo y meditar sobre los milenios que nos separa y
que a la vez nos une.
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Momias de Chinchorro. Arica, Chile. 2015. Foto David Dellenback
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Ahora
sale la noticia que algo anda mal, muy mal, en el mundo de las momias. Por
alguna razón se están dañando, están derritiéndose, se están perdiendo y los arqueólogos no saben por qué. Enterradas por
su gente en el seno de la pachamama, durmieron los miles de años en su estado inalterado; ahora en
nuestras manos -y nosotros creyendo que las albergamos cuidadosamente- en unos pocos años estamos a punto de arruinarlas. Es increíble, es tormentoso, pero cierto. Los chilenos han mandado a traer un equipo
especializado norteamericano para contrarrestar el proceso de deterioro. Para que
las puedan seguir exhibiendo.
Lo
que no se quiere pensar -ni en este caso, ni en muchos otros- es que: 1) las cosas antiguas enterradas, las momias entre ellas, se
preservan mucho mejor dejándolas en la tierra, a pesar de todo lo que creemos de nuestra
tecnología y de nuestros métodos modernos. El camino a seguir sería el de buscar la forma de ir adonde ellas están, no arrancarlas para traerlas donde
a nosotros nos conviene que estén; y 2) en América por lo menos las cosas antiguas fueron dejadas en la tierra, en el cuerpo
de la pachamama, por razones serias, profundas, meditadas, y válidas, unas razones que nosotros ignoramos, pero que debemos respetar, por que fueron nuestros
antepasados, y no nosotros, quienes las dispusieron así. Las razones tienen que ver con mantener el
equilibrio y la armonía del mundo y de la naturaleza. ¿Por qué no las podemos respetar? Cualquier persona
sensata hoy en día entiende que ese equilibrio cósmico es precisamente lo que está en juego en el planeta, lo que tiene nuestras
vidas en peligro.
El
punto va directo a la relación con nuestra encrucijada con las estatuas del Pueblo Escultor, todas
las cuales se han desenterrado de los sitios en que los antiguos, con enriquecidas razones, las
dispusieron, y este expolio ha ocurrido en el último siglo y medio. Debajo de la tierra se
preservan perfectamente bien, a la par con las momias de Chinchorro, pero en
nuestras manos se van dañando ineludiblemente, decayendo, arruinando. Es evidente que tenemos
el deber sagrado de volver la estatuaria del Macizo a sitios subterráneos, recreando sus sitios originales, en donde las podemos
visitar a la misma vez que las protegemos para el futuro. Ojalá que pronto llegue el momento de planificar este futuro coherente y sano para
nuestros tesoros del pasado.
La
experiencia con las momias en Chile nos ha llevado a cuestionar todo lo que
tiene que ver con la exhibición de seres humanos en museos. ¿No merecen ellos, no merecemos todos, algo mejor que ser tratados así, como una ‘cosa’ antropológica e histórica en una vitrina? Nadie trata a los ‘suyos’ así, solo a los ‘otros.’ No se llenan museos con cadáveres de ‘occidentales,’ de ‘blancos,’ de cristianos, de
católicos, solo de ‘indios.’ Exhibir indígenas es en sí una declaración clara de que ellos pertenecen al pasado,
no a nuestra época, a nuestra
nación, a nuestro continente, a nuestro mundo de hoy
en día. A nosotros, y yo sé que somos muchos que pensamos de esta
forma, no nos interesa ver momias en museos; deberían devolverse todas ellas a sus sitios en donde su gente las enterró. Hace un siglo, aunque parezca mentira,
esas exhibiciones en museos incluyeron a indígenas vivos cautivos. Tenemos que
evolucionar; esa es la ruta indicada.
El
próximo paso en esta investigación crítica nos sobrevino en Bariloche, en el sur
de Argentina, gracias a nuestros anfitriones y amigos en ese pueblo, quienes
son activistas indígenas y
protagonistas en una historia reciente de restitución más que fantástica. El cuento es el de Inacayal, el ‘longko’ (o cacique) Tehuelche-Mapuche de las décadas finales del siglo XIX, vencido y
sobreviviente de lo que la historia argentina enseña como la ‘Conquista del Desierto’ (1879-85) o sea, el genocidio, sometimiento y
desplazamiento de los pueblos originarios de la Patagonia. Inacayal y su
pueblo, después de la resistencia, fueron tomados
prisioneros y llevados a Buenos Aires; el cacique fue internado en el museo
antropológico de La Plata,
bajo el control de su ‘amigo,’ el director del
museo Perito Moreno, en donde vivió el resto de su vida como una ‘muestra viviente.’ Es, como quedó dicho, una forma de demostrar
dominio, conquista, y la ‘desaparición’ de este sujeto del mundo actual.
Bueno, pues el cuento se torna insólito cuando, después de la muerte de Inacayal, su ‘amigo’ Moreno responde
con pelar su cuerpo, y después lo hierve (para limpiar los huesos)
y expone su esqueleto en el museo, al lado de otras docenas
de iguales, ‘muestras antropológicas’ de otros ‘amigos’ de los antropólogos. Parece mentira, pero es, de hecho, la historia.
Así fue el trato, y
tal trato pasó por ser ‘normal’: son muchos otros ejemplos iguales de la época. De todas las épocas. De Inacayal a las momias actualmente
exhibidas en los museos de América no es sino un paso corto. Son, después de todo, seres humanos. Son nuestros
hermanos.
Ya
en 1994 prevaleció entre muchos este
nuevo pensamiento, al menos, en este caso, en la Argentina. El pueblo de Inacayal, por supuesto después de toda una campaña y gran esfuerzo, logró la restitución de los restos
del cacique, los cuales fueron devueltos por el museo en La Plata, y llevados a su
hogar en Tecka, en Chubut, y enterrados por su gente. Cuentan que fue una gran celebración, triunfante pero a la vez melancólica y triste. En el museo quedan muchos otros esqueletos, sin familia que los reclame. Pero Inacayal sí volvió a su tierra.
La
mayoría de él, en todo caso. Resultó que el museo no había entregado todo el cuerpo de Inacayal; se quedaron
con su cabello, una oreja y su cerebro. Casi nada. Pero ahora los indígenas cuentan con toda una nueva
conciencia, una nueva generación, nuevos medios de comunicación, de unión. En el 2014, después de otra lucha prolongada, el museo entregó los demás restos de Inacayal; de nuevo tomó lugar un encuentro grande en Tecka para su reubicación
dentro de la tierra. Ahora los que sentimos
nuestra sangre americana somos muchos.
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Afiche de Inacayal. Bariloche, Argentina, 2015. Foto David Dellenback
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Todos
somos seres humanos. ‘Americanos’, entonces, somos
todos. Los Tehuelches son mis hermanos. Inacayal fue mi hermano. Restos de
familia, momias embalsamadas, estatuas de tumbas antiguas, preciosas posesiones enterradas con los
muertos, todos merecen nuestro respeto y una cierta reverencia. No se trata de
simples ‘cosas.’ Se trata de lo nuestro, de lo que somos.
Vi
la otra pieza que nos falta en Colombia, en las costas desérticas del norte del Perú, en las tierras y ruinas que eran de los
Moche; en la Huaca del Brujo, y en la Huaca de la Dama de Cao. Todo el mundo
maravilloso dentro de las ‘Huacas’ que hoy en día se visita y se comparte se ha revelado en los últimos 15 años, y todo ha sido resultado de trabajo
descentralizado, de la
institución arqueológica nacional que ha sabido trabajar con gente,
dinero y fundaciones externas,
apoyar proyectos, fomentar enlaces con los pueblos en donde se encuentran los vestigios. A la
vez, en el sitio del Brujo, apoyando el trabajo de investigación en las huacas, hay un museo y un
laboratorio completo, expertos incluidos, cual sería la envidia de cualquier otro sitio arqueológico.
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Huaca de Cao, Perú, 2015. Foto: David Dellenback
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Museo de la Dama de Cao, Perú, 2015. Foto: David Dellenback
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La
fundación detrás del trabajo en el Brujo y la creación del museo/laboratorio y los enlaces con el cercano pueblito de
Magdalena de Cao, ha podido desarrollarse debido a un arreglo económico con el instituto nacional de
arqueología, con quien se firmó un pacto de apoyo: de los ingresos al
sitio, el 80% pertenece
a la fundación, y por consiguiente a la investigación, el
otro 20% es para el gobierno, quien de
su parte también paga los sueldos de mantenimiento, vigilancia, etc. Eso sí es verdadero apoyo, un gobierno que sí quiere ver crecer a su pueblo y a su arqueología. En San Agustín, 70 años después de establecerse su parque arqueológico (hoy visitado por más de 70,000 visitantes al año), no hay ningún laboratorio y el museo no merece mención al lado de lo que hay en el Brujo. Aún más importante, no hay esfuerzo alguno de
enlace con el pueblo, de inclusión de los que tienen el interés en los tesoros, que sienten su pertenencia, a quienes les interesa su mantenimiento y el plan para su
futuro y el del pueblo que depende de ellos. Todas estas corrientes, que sí existen en los paises vanguardistas en asuntos de
arqueología en América, aún no se han despertado en Colombia.
En
San Agustín, 100% del dinero
de los ingresos al parque arqueológico son para el ICANH,
dejando 0% para el pueblo anfitrión de todo el turismo, y un 0% aún más ínfimo para la gente del sitio, para un enlace arqueológico entre los de la zona y los de Bogotá. Eso no fomenta nada. Muchas cosas tienen
que cambiar para que Colombia llegue a tener una posición actualizada, y ojalá algún día de vanguardia
e influencia, en el mundo de la arqueología del continente americano.
—¿Preguntas,
comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com—
Cómo citar este artículo:
Dellenback, David. Gira crítica por el patrimonio arqueológico suramericano.
Un panorama desde San Agustín, Colombia.
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/giracritica.html
2015
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