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“Ahora estan muy pesadas”.
Crónica de resistencia comunitaria por el derecho a la permanencia in situ del patrimonio arqueológico de San Agustín, Colombia

David Dellenback. davidd_sa@hotmail.com
Miembro Fundador de la Academia de Historia de San Agustín
www.sanagustinstatues.org


Y todo esto será materia de literatura”, dicen que algún día afirmó un hombre sabio, mientras que intentaba no ahogarse en medio de la avalancha de eventos de la vida, y aunque es claro que incluso el diablo sabe citar las santas escrituras, en este caso, -cuando las antiguas estatuas en piedra del Pueblo Escultor que se opusieron a dejarse abducir y ser trasladadas de su casa- es indudablemente la verdad.

Y también será materia para la historia y para la investigación. Si a alguien le interesa esas metodologías tan mundanas -con tan solo la más mínima venia a la magia y al misterio- espero que esa persona vea mi artículo titulado ‘Noviembre 8,’ el cual es una versión, narrada por un testigo ocular, de los eventos que ocurrieron en San Agustín, Huila, y que condujeron esa noche a la confrontación y resolución.

Pero si la magia y el Otro Mundo que tan poco intuimos van a enmarcar nuestra visión, entonces lo mejor es empezar nuestro viaje con una reflexión sobre el tema de nuestra famosa vanidad humana: ilimitada, irremediable, ignorando por su propia cegüera las brechas y heridas que deja en su camino, unas cicatrices que de otra manera continuarían carcomiéndonos, y que tal vez algún día hasta nos despertarían con un golpe en la cabeza.

En el presente caso, el de la ‘heróica’ resistencia que el pueblo de San Agustín puso ante la tentativa del gobierno central de trasladar unas estatuas antiguas locales a una exposición en un museo en Bogotá, en el primer plano nos encontramos a nosotros mismos, los protectores de las estatuas, nosotros los seres tan comprometidos y valientes por haber estado allí, en las primeras filas, exponiendonos al peligro, en el camino de los soldados, quienes con sus armas listas avanzaban. Nosotros, los que logramos pararlos y detener su marcha, los que transformamos la amenaza de sus armas en diálogo, en comunicación, pacificación, reconciliación y mutuo entendimiento. En resumen, NOSOTROS, los grandes héroes: eso sería el corazón del cuento. Además, estaríamos muy orgullosos de nosotros mismos.

Pero como lo podremos ver, la historia ‘real’ fue muy diferente.

Un resumen de ‘nuestro’ lado de la historia -la parte humana, la vista desde encima de la superficie de la tierra- quizás se iniciaría un año antes, cuando las autoridades arqueológicas nacionales organizaron lo que sería la celebración, supuestamente centrada en San Agustín y su arqueología, de un aparente ‘siglo de luz’ que fue encendido por el etnólogo alemán Konrad Preuss durante su breve visita a nuestro valle en 1913-1914. Todo lo concerniente a ese asunto tomó un mal camino desde el principio, ese ‘prinicipio’ siendo la decisión de celebrar, de hecho adular, a una persona que poco influyó en la historia de este pueblo, y quien, a pesar de haber sido un científico erudito y el autor de importantes estudios en la etnología, se conoce mucho más en estas tierras porque, practicando una insólita forma de arqueología sin haber sido un arqueólogo, se llevó consigo 35 esculturas del Macizo Colombiano (21 de ellas del valle de San Agustín e Isnos, 14 más del departamento de Nariño) así como abundante material arqueológico adicional, a su nuevo museo en Berlín. Seguramente a San Agustín le hubiera gustado más celebrar el trabajo y las publicaciones de Carlos Cuervo Márquez, quien no se llevó ninguna estatua: él fue el primer colombiano (20 años antes del viajero alemán) en estudiar y registrar estas estatuas, y el primero en usar el nombre de Pueblo Escultor. Pero no Preuss...

Entonces la ‘celebración’ espuria fue por mal camino desde el principio. Además, todos los otros aspectos de la celebración también fueron remarcablemente mal planeados. Muy poco esfuerzo ni pensamiento se dedicó a la tarea de comunicar y de dar lugar a la comunidad, y finalmente de compartir las utilidades que se generarían del ‘centenario’ con la gente de esta región; nadie fue consultado (excepto el alcalde y algunas pocas y predecibles personas ‘influyentes’), a nadie se le pidió sugerencias o consejos, ni mucho menos nadie aquí tuvo un papel que incidiera en sus decisiones. Las autoridades simplemente continuaron con su plan. De hecho, se jactaron de los miles de millones de pesos que supuestamente serían gastados en beneficio de San Agustín, pero los hechos muestran que todos los provechos fueron para aquellos en Bogotá, mientras que casi nada quedó para nuestra tierra y nuestra gente. Analicemos: una vasta remodelación de la infraestructura y edificios del parque arqueológico, lo cual obviamente es en su propio beneficio, no en el del pueblo; una serie de conferencias, cuyo dinero se gastó en traer conferencistas europeos quienes hablaban de temas que no tenían nada que ver con nuestra arqueología ni siquiera con el llamado ‘centenario’; un concierto de música clásica, que sería presentado en el corazón de una frágil zona arqueológica, cuya asistencia era limitada a un círculo de íntimos especiales, básicamente una fiesta privada con invitados de Bogotá que sería celebrada en un lugar que para muchos aquí es terreno sagrado; la re-publicación del desactualizado libro de Preuss, se supone para el interés de unos pocos especialistas; y una gran cantidad de publicidad de los ‘eventos’ del año. Increíblemente, para San Agustín, el homenajeado del ‘centenario,’ un pueblo con un sinnúmero de diversas y apremiantes (y costosas) verdaderas necesidades, no había virtualmente nada.

Y luego lo más contundente: la noticia comenzó a filtrarse en el pueblo de que los arqueólogos tenían planeando desmontar y llevarse veinte de las más importantes e icónicas esculturas de la región para una exhibición de museo en Bogotá. La gente de San Agustín se sintió golpeada engañosamente: nadie pidió nuestra opinión ni nos consultaron; las estatuas fueron hechas aquí y siempre han permanecido aquí, todos deberían venir a esta tierra para verlas; seguramente las dañarían al estar moviéndolas de un lado a otro; para mucha gente ellas son importantes centinelas espirituales y símbolos sagrados, y son profanadas al ser tratadas como ‘piezas de museos’; nuestra economía local se afectaría en forma negativa si la gente gasta su dinero en Bogotá y no en nuestro pueblito: todas estas razones pasaban por las cabezas de la gente. Daños, de hecho, ocurrieron en varios casos, y eso -la necesidad de que se analize con cuidado y con peritaje estos daños- es lo que ahora tiene el proceso enmarañado y las estatuas todavía enguacaladas en un vergonzoso limbo de plástico. Muy poca gente aquí aprobaba el proyecto de trasladar las estatuas.

Así fue como el pueblo se unió y conformó una exitosa resistencia en contra del plan de Bogotá, lo que se ha convertido en una aumentada (y creciente) conciencia de nuestro papel, de todos nuestros papeles, en la defensa de un patrimonio común. Nadie quiere, o soporta, ver el patrimonio de la humanidad tratado sin cuidado o inadecuadamente. En el pueblo, el ‘Comité Pro-Defensa del Patrimonio’ congregó representantes de muchos gremios y asociaciones, así como individuos independientes sin afiliaciones particulares. Profesores, cafeteros, guías turísticos y baquianos, profesionales, universitarios, estudiantes de colegio, amas de casa, líderes de asociaciones comunales, intelectuales, campesinos: agustinianos de todo tipo se unieron en oposición a la aventura irresponsable de mover las estatuas.

Cerca al parque arqueológico, en la vecindad inmediata de las estatuas, otro grupo en contra, un bloque de oposición hasta más poderoso, se constituía en el cabildo de los Yanakunas, la comunidad indígena de San Agustín. Su decisiva posición fue y es unánime e inquebrantable, su negativa a cualquier traslado de las estatuas igualmente férrea, y su vigilancia permanente sobre sus ‘símbolos sagrados’ fue absolutamente efectiva.

Los Yanakunas y el Comité de San Agustín se unieron en una serie de marchas públicas realizadas en septiembre y octubre del 2013, y en pago a sus esfuerzos fueron ridiculizados y entonces ignorados, tanto por las autoridades como por la prensa. Al llegar noviembre, el escenario estaba completamente montado, con una gran y creciente oposición en el pueblo y en el Huila, y con la cegüera determinada por parte de las autoridades en Bogotá, quienes simplemente anunciaron que pronto llegarían a recoger sus estatuas, y eso era todo. Sin embargo, para esta época los Yanakunas y muchas otras personas estaban permanentemente congregadas frente a la entrada principal del parque arqueológico, vigilando.

Ya tarde, cerca a la medianoche del 8 de noviembre, las celebridades culturales y antropológicas de la lejana ciudad capital -respaldados por el alcalde del pueblo, el presidente del concejo municipal y la mayoría de los concejales, el personero del pueblo, el gobernador del departamento y su secretario de cultura, y esencialmente la totalidad de la prensa local y departamental- vieron apropiado el enviar tropas armadas para escoltar la sacada de las estatuas del parque. El pueblo de San Agustín se interpuso en su camino, detuvo su marcha con un disentimiento pacífico, cambió el enfrentamiento armado en comunicación, evitó la violencia y eventualmente convenció a los trasportadores de las estatuas y su tropa armada de dar la vuelta e irse. Fue un triunfo del diálogo pacifico frente a la amenaza de las armas, y para los del pueblo y los del grupo étnico, de su derecho de compartir autoridad en la protección y la administración de sus propios tesoros locales. Pero ante todo, las preciosas esculturas antiguas fueron las verdaderas ganadoras: evitaron ser llevadas indignamente de su sitio original, de su hogar.

El evento en el museo en Bogotá terminó aplastado y con muy poco que mostrar. Afortunadamente, el anhelado “derecho de todos los colombianos [y de los ciudadanos del mundo] de conocer la arqueología del Pueblo Escultor” continúa siendo absolutamente válido: solamente hay que venir a San Agustín e Isnos y al Macizo Colombiano para poder ejercer ese derecho fundamental.

Por ahora, dejemos de lado las arandelas que adornan nuestra incontrolable vanidad humana, y más bien miremos esa ‘verdadera’ historia a la que hemos dado tan poca atención. Después de todo, nosotros los humanos somos los recién llegados, y por consiguiente estamos llenos de soberbia y arrogancia; en cambio las estatuas han estado aquí por largo, largo tiempo, sobre muchos siglos, y al parecer, por la mayor parte, han logrado persistir y perdurar.

La historia comienza, o por lo menos sale a la vista, en el año 1968. Y aunque el huaqueo nunca había cesado, y a pesar de que esculturas continuaban siendo compradas, trocadas y robadas, reinaba una clase de tranquilidad. La comunidad de estatuas permanecía lo más estable posible, y en su mayoría, la calma prevalecía. Ese año, repentinamente le cayó una medicina muy amarga que tomó a la congregación lítica desprevenida: llegaron los esclavistas, con su plan de abducir y trasladar de su casa a uno de los símbolos -acción en sí lo suficientemente atroz- y como si fuera poco, se trataba de una de las esculturas que ha sido, desde los tiempos inmemoriales, uno de los personajes principales del Pueblo Escultor, una figura cuyo valor es incalculable. Desde la Epoca de la Iniciación, desde el amanecer de la alta cultura en los Andes en Chavín de Huántar en las montañas de lo que ahora es el norte del Perú, milenios antes de nuestros tiempos, esta extraordinaria figura ha personificado a Viracocha, el fundador, el que da los nombres, el iniciador. Agarrando entre sus manos un par de bastones altos, uno en cada una, su imagen todavía se repite de nuevo mil años después, reflejada en el ápice central de la Puerta del Sol en Tiwanaku en Bolivia, el siemprerenacido, el regidor, el que surge con el sol. Nuestra versión de la figura de los ‘Dos Bastones” aquí en San Agustín no es cualquier figura, ni meramente una ‘pieza representativa’ del megalítico Pueblo Escultor. Es una figura de transfigurada grandeza histórica, un vínculo de indescriptible importancia en la historia antigua de Colombia y de Sur América, un tesoro del cual nunca debió haberse permitido su salida de este valle en donde fue creado, ni de la ‘Mesita C’ (como hoy llamamos el sitio) donde siempre debería reposar como un gran centinela.

Ninguno de estos aspectos tenían peso alguno para las autoridades arqueológicas del año 1968, quienes embalaron sin piedad este símbolo de los dos bastones y lo llevaron a una serie de eventos públicos en Japón, por allá lo más lejos posible que se puede viajar desde tierra colombiana. La comunidad de estatuas aún estaba muy desorganizada en esa época, no tenía suficiente dirección y no pudo ejercer mayor resistencia; antes de poder hacer cualquier cosa, la gran figura de la Mesita C fue arrancada de su sitio original y llevada a lo que resultó ser un penoso y triste camino.

Fue una experiencia terrible, tanto que condujo al nacimiento del movimiento de resistencia que hoy ha cobrado gran poder. La diferencia fue muy poca a la de un cruel encarcelamiento, pero todavía peor porque además de soportar una monstruosidad de celda por indeterminado tiempo, otra vez se llevarían al símbolo, transportado de nuevo, y eventualmente reencarcelado en otra celda, similar o peor. La temperatura, la humedad, la calidad del aire, los microorganismos, la luz y el ciclo de luces artificiales, la latitud y la longitud, todo era erróneo. Las continúas miradas de asombro, con el cotorreo sin sentido, eran también enloquecedores. Solo un símbolo tan poderoso podría haber soportado esta cautividad y tortura. Más que tolerarla, esta escultura regresó aún más fuerte.

En caso de que el lector mesurado esté pensando que hay algo ‘equivocado’ en toda esta descripción, permítame añadir algo que despejará esa ilusión. La serie de exhibiciones en Japón no fue ejecutada por su Ministerio de Cultura o Instituto de Arqueología de la época, sino que fue ‘organizada’ por un periódico japonés (llamado ‘Asahi’) cuyos directivos debieron haber vendido su idea exitosamente durante alguna visita a Colombia. Y si usted pensaba que estos preciosos artefactos colombianos, entre ellos nuestro gran símbolo de la Mesita C, fueron exhibidos en museos en Japón, tendrá ahora que reevaluar sus presunciones: la exhibición tomó lugar en cuatro diferentes ciudades japonesas (Tokyo, Osaka, Nagoya y Hiroshima), y en cada caso las piezas se exhibieron en ‘supertiendas,’ como los japoneses llamaban los primeros centros comerciales, antes de los ‘malls.’ Por favor tenga en cuenta estos hechos cuando se analiza el posible trato futuro que se podría dar a nuestro patrimonio. Nuestro valioso ‘símbolo sagrado,’ en su viaje a Japón, se exhibió en supermercados.

Fue justamente debido a esta experiencia que la estatua de la Mesita C ayudó a conformar la resistencia que produjo sus verdaderos frutos once años después, en 1979, año en el cual, nos recordarán los historiadores de San Agustín, los administradores arqueológicos de la nación mandaron aquí a nuestro pueblo volquetas y bolsas de yeso, pensando que simplemente se llevarían todas las estatuas originales a Bogotá, a un lugar ‘más seguro’ -léase: ‘entregarlas a los poderosos’- y a cambio iban a dejar aquí copias de las estatuas en yeso, en caso de que a alguien todavía se le ocurriera visitar a San Agustín. Por favor no se imagine que el presente autor -un fantasista confirmado e incorregible- inventó toda esta historia: los documentos pertinentes, fechados el 10 de noviembre del 1979, reposan en los archivos del concejo municipal de San donde se pueden acceder y referenciar por cualquier investigador perseverante. Solo la fuerte y asidua resistencia del pueblo en esa ocasión, básicamente un alzamiento y ocupación masiva del parque arqueológico, permitió desmantelar ese nefasto (y ridículo) plan, y logró preservar la integridad y el futuro del patrimonio arqueológico de la región. Esa resistencia aún recordada contribuyó directamente a la poderosa oposición que surgió en San Agustín en el 2013.

Durante los años intermedios, habían otras abducciones, otros eventos en museos. No nos sorprende saber que en cada caso, se condujo a un nuevo pique en la oposición por parte de la comunidad de estatuas, y a una creciente adquisición de consciencia en cuanto a la necesidad de estar aliadas, de unir fuerzas. Otro momento de crisis fue fundamental: en 1992 dos estatuas más fueron trasladadas de nuevo lejos de su valle, lejos de tierras colombianas, a Bélgica en la lejana Europa, de nuevo para otro encarcelamiento público y exhibición. Otra vez los dos escogidos figuraban entre los principales ‘símbolos sagrados,’ ambos elementos esenciales e íconos del Pueblo Escultor desde muchos siglos atrás, e igualmente reverenciados hoy; además, los dos ya eran lideres de la resistencia. Por increíble que parezca, los transportadores de estatuas de nuevo habían escogido como uno de los condenados al mismo gran símbolo de los ‘Dos-Bastones,’ el venerado heredero de Chavín y Tiwanaku. Estaría acompañado en su martirio por otro titán de la Mesita C, este sin duda uno de los más voluminosos bloques de piedra, portando el diseño de un arcoiris a lo ancho de sus hombros y su cabeza.

Este se convirtió en otro episodio terrorífico que se sumó a la experiencia colectiva de los antiguos símbolos, no muy diferente, en términos espirituales, del previo encarcelamiento japonés: se trataba de una exposición pública en cajas cuadradas y frías, un ambiente profundamente ajeno, largo tiempo enjaulados, con poco trato que develara respeto. Como siempre, la gente de la superficie solo pensaba en ellos mismos, festejandose entre ellos hasta la saciedad por la abducción de estas estatuas. Eventualmente este capítulo oscuro también llegó a su fin, y los dos martirizados símbolos fueron trasportados de regreso a San Agustín. Las autoridades de la época quizás no deberían haberlos retornado, sino al contrario los debieron haber dejado exiliados, permanentemente, tal vez a alguna isla desértica: porque de Bélgica regresaron dos guerreros, inquebrantables líderes de la oposición, baluartes de la resistencia futura.

En los años que seguían las terribles experiencias de cautividad y prisión vividas por varios de los símbolos líderes, una poderosa solidaridad se enraizó y extendió entre los miembros de la comunidad de estatuas. Todavía, el huaqueo no cesaba. Día y noche -normalmente en la oscuridad- la gente de arriba, los de la superficie, bamboleaban ciegamente por allí escarbando la tierra con sus media-cañas, intentando encontrar cualquier símbolo aún escondido en su matriz original. Cuando encontraban alguno, la suerte de esa estatua estaba echada, seguramente sería arrebatada de la tierra, trasportada lejos a una realidad sin sentido, y encarcelada, no por el periodo de tiempo de su exhibición en museo, sino permanentemente. Muchas historias de horror de este tipo circulaban constantemente entre la comunidad, y no eran invenciones de algún escritor de ficción, sino que significaban la fría, cruda y malvada realidad. La gran diáspora de símbolos robados y esclavizados representaba una vasta y continua tragedia.

Sin embargo, la unidad se acrecentaba aún más por que sus bases se fundamentaron en el despertar de conciencias, en una trasparente comprensión por parte de la comunidad de estatuas de su situación y de la agrupación de fuerzas en su oposición. Ahora existía una red de resistencia efectiva, tejida dentro de la postura de la comunidad. Nadie quería que ningún miembro del grupo tuviera que enfrentar de nuevo ni jamás la tragedia del encarcelamiento en la superficie que muchos de ellos ya habían tenido que soportar, y que aún continuaban padeciendo. Tenían que mantenerse listas para una decidida defensa.

Por ello, el horror de los planes del 2013 llegó con la fuerza de una bomba, algo tétrico para los símbolos. Nunca antes, la comunidad había enfrentado semejante amenaza. Había pasado un siglo desde que una hecatombe de semejante magnitud se había presentado, en la forma del aventurero alemán Preuss, quien llevó 21 esculturas del valle de San Agustín e Isnos y las guardó en las cajas de cemento que son los sótanos del Museo Etnológico de Berlín, en donde aún languidecen. Preuss en 1913 no tenía la forma de transportar las estatuas más grandes, por lo cual se conformó con el traslado de estatuas medianas o fragmentadas. De cualquier forma, eso era inaceptable. Pero peor aún, ahora las autoridades de Bogotá, la misma gente que se posa como los ‘guardianes’ de la comunidad de símbolos, planeaban llevarse otros veinte monolitos de un solo golpe, y habían escogido, como era fácil de pronosticar, muchos de los de gran tamaño, entre ellos varios de los lideres principales del grupo.

Era la clase de acción destructiva que podría llegar hasta deshacer una comunidad, deshilacharla, dejarla fatalmente herida. La historia ya nos había señalado este episodio incontables veces, en infinitos episodios. Así como los barcos que trasportaban esclavos de la África, parecía claro que una vez se impusiera este ultraje, otras ‘autoridades’ llegarían a llevar otros lotes de símbolos. Las compuertas estarían completamente abiertas. Nadie iba a poder detener esta avalancha.

La comunidad de estatuas entiende bien en donde vive, de donde es, y adonde pertenece. El constante flagelo del huaqueo, con la reiterada desaparición de símbolos, era una maldición más que suficiente, y la gente de la superficie siempre había estado empeñada en ello, lo que ofrecía muy poca protección a los monolitos. Pero ahora el mismo gobierno, los ‘protectores’ oficiales, se habían convertido en los raptores. ¿Quiénes eran estas personas?

Le llegó a San Agustín una pista clara al escuchar el lenguaje enunciado a su paso en repetidas ocasiones por el director de asuntos arqueológicos, quien disfrutaba referirse a nuestros ‘símbolos sagrados’ como ‘monigotes.’ Parecía un término completamente inapropiado cuando emanaba de los labios de un antropólogo, y sobre todo del hombre sentado en la silla principal, en un país tan rico en asuntos indígenas, tanto de los tiempos antiguos como de la modernidad. ¿Qué quería decir?

Esta palabra, según el diccionario de la Real Academia, es una expresión, en si despectiva, que refiere en forma denigrante a un ‘monago’, o sea un acólito de la iglesia católica. Sin embargo, la palabra ‘monigote’ no se usa principalmente para faltar al respeto a los niños que ayudan en el altar de la iglesia, sino que se utiliza en un marco mucho más amplio para mostrar irrespeto y burla:

significado #1: persona ignorante y ruda, de ninguna representación ni valer; #2: persona sin carácter, que se deja manejar por otros; #3: muñeco o figura ridícula, hecha de trapo o cosa semejante; #4: pintura o estatua mal hecha.

Todos los miembros de la comunidad de símbolos entendían las implicaciones, o más bien la grave ofensa, cuando constantemente se usaba ese término. Si las autoridades antropológicas más altas pensaban en los símbolos de esta forma, no sería sorpresa alguna el atentando de encamionarlas y llevarlas a un desfile y exhibición. Cualquier antropólogo estudiado sabe que esto fue exactamente lo que hicieron los Incas, llevando las wakas de piedra capturadas de los pueblos vencidos hasta Cuzco para ‘cuidarlas’; así lo hicieron también los Romanos, con sus triunfantes desfiles victoriosos por las calles de Roma, exhibiendo sus conquistas, los ídolos y banderas y jefes de las tribus de sus enemigos. Si no cree, por favor lea las historias de Garcilaso y Livy.

Así fue la situación al llegar a los últimos meses del año 2013. Por un lado, la persistencia en un terrible y mal fundamentado plan, la fecha inminente del evento en Bogotá y el anunciado momento de la encarcelación de los veinte símbolos: la llegada de los barcos esclaveros. Y por el otro lado, la resistencia, bien fundamentada y curtida, nacida de las amargas experiencias del pasado. La gente de la superficie rara vez se detiene a pensar en que, mientras ellos han estado aquí por algunos años, máximo algunas décadas, los ‘símbolos sagrados’ han visto pasar los siglos, han estado aquí todo ese tiempo, aprendiendo como utilizar sus recursos, como organizar las cosas a su favor, así como todos lo hacemos. Pero ellos lo han estado haciendo desde hace mucho más que nosotros, por periodos de tiempo que tal vez poco comprendemos.

Los primeros días de noviembre. Algunos lectores tal vez tomarán la siguiente historia y la ajustarán hasta hacerla encajar dentro del plano de la ‘ficción.’ Supongo que cada uno tendrá su propia forma de enfocarla. Pero tal como los ”primeros días de noviembre” de hecho llegaron a existir, como siempre pasa, y se materializaron en su propia forma, también hay evidencias fotográficas de lo ocurrido en Quebradillas, además de muchos testigos aquí en nuestro valle quienes darían testimonio de lo que vieron ese día. Cualquier investigador interesado fácilmente lo podría corroborar.

Casi todas las esculturas escogidas para ser trasladadas a la exhibición en el museo en Bogotá, aunque en su mayor parte grandes y de esencial importancia dentro del conjunto escultórico de la región, constituían presa fácil para los arqueólogos, porque a ellas las tenían ahí mismo en el parque arqueológico, ya sea en el Bosque de las Estatuas o guardadas en el museo, dentro del edificio de la administración del parque. Entonces no hubo problema en romper sus pedestales y arrancarlas (en el caso de las que estaban en el Bosque de las Estatuas), halarlas, juntarlas en un rincón del parque y enguacalarlas, todo con relativa facilidad. Por supuesto, todo esto pasó dentro de la privacidad obtenida por excluir al público, inclusive al pueblo que por siglos ha velado por el destino de estos ‘símbolos sagrados.’ Quizás no nos sorprende saber que el monolito de los ‘Dos-Bastones’ de la Mesita C, castigado reiteradamente, ya cicatrizado por su tiempo en prisión en Japón y Bélgica, también es uno de los símbolos empacados en su caja de viaje, ahogado en una pesadilla de plástico. Por más que la comunidad de estatuas estaba lista y preparada, fueron forzadas a acceptar este humillante paso, llevado a cabo detrás del alambre de púas, sin ninguna mirada independiente presente, en donde poca o nada de resistencia fue posible.

Todo eso cambió cuando las autoridades de Bogotá enviaron sus trabajadores al sitio arqueológico de Quebradillas, a unos 3 o 4 km arriba del parque arqueológico, para desmontar e incautar la gran estatua que se encuentra en el sitio. Constituye una de las piezas más grandiosas de toda la ‘biblioteca en piedra’ del Macizo Colombiano, un monolito del Pueblo Escultor de máximo valor icónico, usado innumerables veces en mapas y gráficas, en letreros, avisos, logos, sellos oficiales: un emblema consensual de los tesoros arqueológicos locales, una escultura que nunca ha salido del sitio en donde fue creada y en donde reposa hasta hoy. Para casi nadie en todas las tierras de San Agustín e Isnos sería aceptable remover esta pieza maestra de su lugar original. Era obvio que los arqueólogos no habían consultado esto con nadie en esta región.

Con los primeros golpes y puntazos dados por los trabajadores que despoltronarían esta maravillosa estatua de su base, aparecieron los primeros indígenas Yanakunas, cuyo cabildo es vecino al parque arqueológico. Se consideran ellos mismos como los principales guardianes de estos preciosos ‘símbolos sagrados’ tanto dentro del parque como en otros sitios arqueológicos, y que el sitio de Quebradillas se encuentra dentro de la zona de su vigilancia. Nadie va a desraizar y llevarse estos símbolos, pronto les explicaron a los trabajadores del parque, mientras más y más miembros de la comunidad, advertidos del evento crítico, continuaban congregándose en la escena. El trabajo del desmonte de la estatua quedó parado; muchos Yanakunas ahora estaban presentes.

A medida que la discusión continuaba, los vientos arreciaban, y ahora su rugido acallaba las voces de los Yanakunas y de los trabajadores del parque. En minutos, los arbustos y la naturaleza se sacudían ferozmente, y los pequeños árboles se doblaban con la fuerza de los vientos y se quebraban, o se desgajaban de la tierra, raices al aire. Ya no había discusión, y mientras la gente de la superficie sentía con maravilla el poder del repentino vendaval, el techo de zinc sobre sus cabezas que cubría las estatuas se sacudía; una parte cayó, arrancado por la violencia del viento. Los hombres se escondían al otro lado de la choza, y veían como el viento destechaba la casa más cercana al sitio, tirando su techo al suelo. Luego, con un estruendoso crujido, un árbol muy grande al lado del camino se inclinó y, retorciéndose por la fuerza de la naturaleza, desgarró sus raices de la tierra y cayó, atrevesando el camino, bloqueando el paso. Ahora ninguna estatua, ni vehículo, pasaría.

Las labores de desmonte y traslado del monolito de Quebradillas por parte del ICANH, tuvieron que ser interrumpidas por la ocurrencia, en ese preciso momento, de un fuerte vendaval sin antecedentes en la región.
Fotografías de Henry Itas. Octubre de 2013.
Árboles caídos y casas destechadas fueron las consecuencias del vendaval.
Fotografías de Henry Itas. Octubre de 2013.


El asombroso veredicto del vendaval era inapelable. Los trabajadores del parque juntaron sus herramientas y regresaron hacia el pueblo. Los Yanakunas, por su parte, inmediatamente establecieron vigilancia permanente tanto en Quebradillas, como frente a la entrada del parque arqueológico. El gran ‘símbolo sagrado’ de Quebradillas nunca se movió de su sitio; no creo que tenga la intención de hacerlo jamás. Por acá, tenemos la intuición de que sabemos quién es él que manda.

Esa no fue sino la primera escaramuza, pero sus efectos resultaron definitivos. La historia de las confrontaciones principales, una semana más tarde, ya se había esbozado en este primer enfrentamiento. Ninguna estatua iría a ninguna parte. Ahora, pués, podemos proceder a una narración más fiel a los eventos de los primeros días de noviembre, cuando las estatuas -que definitivamente no son ‘monigotes’- reunidas cerca a la entrada del parque arqueológico de San Agustín al fin no se puedieron mover, dejando como resultado la desarticulación del evento en el museo en Bogotá y la desaparición de su raison d’être. En este recuento -el de la comunidad de estatuas- podemos dejar de lado nuestra vanidad humana, así como nuestra ‘inteligencia,’ ‘heroísmo’ y todo lo demás, y aquellos que lo deseen también pueden abandonar allí la parte de ‘la magia y el misterio’.

La comunidad de estatuas entendía perfectamente bien como quedaban las cosas, sabía cómo estaban organizados los verdaderos poderes del asunto, entendía que los depredadores pronto volverían, tenía calculado hasta la fecha cuando ocurriría. La unidad de conciencia en la comunidad hizo que la red de comunicación funcionara a la perfección. Incluso los desafortunados símbolos envueltos en un voluminoso mar de plástico de la gente de la superficie, y ubicadas en ‘pequeñas cajas’ idénticas en la sede de la administración, estaban al tanto de todas las estrategias de defensa y sus maniobras de protección. De hecho formaban un factor esencial dentro de todo el plan.

Y lo más importante, el gran jefe tenía en sus manos el timón, y ahora estaba en el centro del encuentro, controlando el proceso. Con una visión de la envergadura de muchos años, imbuido con la agudeza y con el poder inmanente a su creación, observante de los patrones encrustados en el paso de los años, conociendo con claridad cristalina a los personajes, a los arquetipos e incluso a las caricaturas.

Entonces el jefe organizó sus recursos. Nosotros, entre ellos. Ciertamente, la gente de la superficie siempre se está alborotando por algo, son seres muy activos. Además, ellos son muchísimos. La estrategia decretó que era necesario reunir una multitud de ellos, que ellos se congregaran frente a la entrada del parque arqueológico. Estando allí, tendrían que bloquear la entrada de los camiones venidos a llevar los símbolos enguacalados, no permitir que esos vehículos se acercaran al parque. Tendrían que frenar la marcha de los soldados escoltas a los camiones, atravesarse en su camino, conducirlos a un alto, obstruir la maquinaria.

Pero son muchos los ‘superficiales;’ es factible hacerlo. De hecho, muchos de ellos ya habían sido usados efectivamente durante los meses anteriores en las marchas ‘prodefensa-del-patrimonio’ que se realizaron en San Agustín, incluyendo la que se hizo bajo una lluvia implacable, y que al parecer no impidió en nada su realización. Eventualmente sería necesario organizarlos en comités y en grupos de vigilancia. Todo esto a buena hora. En el momento, la tarea principal era congregarlos, hacerlos impedir el paso de los camiones y de los soldados y su intento de remover los ‘símbolos sagrados’ de su lugar natural.

Así fue como todo llegó a ocurrir. La gente de la superficie se reunió, y no se permitió que ningún símbolo saliera del valle, aunque todavía los veinte símbolos escogidos se encuentran amarrados (pero no amordazados) en sus capullos de plástico, allá en el parque arqueológico. El evento de la exhibición en Bogotá, el cual nunca debió ser planeado o presumido, si no fue cancelado, fue destripado. La comunidad de símbolos tuvo la última palabra. Y ellos nos enciman una magnífica coda: un pequeño ‘chip,’ digamos, implantado en las inocentes mentes de los sencillos habitantes de la superficie, para que cuando todo ya se ha acabado y ellos han sido guiados efectivamente a cumplir las tareas necesarias, salieran del evento felicitándose entre ellos mismos por su gran logro, comentando los unos con los otros sobre su coraje y su valor mutuo, y la gran importancia de sus acciones. ¡Que grandes héroes somos nosotros!. Desde el punto de vista de la comunidad de estatuas, es mucho mejor así.

Ahora les presento mi propia coda: La semana antes de la confrontación decisiva frente a la entrada del parque arqueológico, una marcha de agustinianos (planeado y conducido por los mismos ‘símbolos sagrados,’ alguien sin dudas va a sugerir,) llegó a esa misma entrada, presionando a las autoridades en el sitio para que permitieran su acceso al lugar en donde se encontraban las estatuas, ahora reunidas y parcialmente envueltas en plástico, escondidas en una chozita también de plástico. A regañadientes se permitió el acceso, y los representantes del pueblo, aparte de lamentar la dolorosa visión de ver las estatuas tratadas así, empezaron a tomar fotos, las cuales ahora forman las bases de los procesos entablados denunciando los daños hechos a los monolitos, daños que se ven nítidamente en las fotografías y que fueron atestiguados por todos los presentes.

Pero el contingente de los Yanakunas inmediatamente se ocupó de otra tarea diferente: iniciaron los rezos y rituales indígenas sobre las estatuas, y sobre cada símbolo, con la música de la flauta y el sacudido de la wayra, el humo del incienso, las hojas de coca. Lo continuaron por un buen rato. Asumí que eran unos rituales de limpieza; indudablemente las estatuas no se veían bien.

Cuando salieron, un viejo indígena Yanakuna pasó al lado de donde mi esposa estaba esperando; ella se le acercó, y le preguntó, ”¿Que estaban haciendo con los símbolos?”

El la miró y le dijo, “Ahora están muy pesadas. No se van a ninguna parte. Las hicimos tan pesadas que ahora nadie las va a poder mover.”


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Cómo citar este artículo:

Dellenback, David. “Ahora estan muy pesadas”. Crónica de resistencia comunitaria por el derecho a la permanencia in situ del patrimonio arqueológico de San Agustín, Colombia.
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