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El territorio Como objeto arqueológico, el arte rupestre tiene la particularidad de encontrarse exactamente en el mismo lugar donde fue realizado, se encuentra intimamente ligado a su entorno. Puede considerarse como una expresión sintética del pensamiento del hombre y la sociedad que lo ejecutó. Estos sitios son hitos del intelecto enclavados en el paisaje. Para el caso del arte rupestre de la Sabana de Bogotá y zonas circunvencinas, la dimensión espacial, su distribución en el territorio, parece estar condicionada por la diferenciación entre modalidades de ejecución (pinturas / grabados). Desde las primeras décadas del s. xx se ha advertido que parece existir una tajante diferenciación entre las manifestaciones rupestres de la sabana de Bogotá y las de las vertientes hacia las tierras bajas que la circundan. Diversos investigadores (Triana 1922; 1924; Silva 1961; Arango 1974) han propuesto que esto es evidencia de la ocupación diferenciada del territorio por los grupos panches y muiscas que habitaban la región en el momento de la invasión española. De esta manera se ha considerado que los panches (caribes) realizaron grabados, mientras que los muiscas (chibchas) elaboraban pinturas sobre los soportes pétreos.
Miguel Triana (1924) advirtió que las mayores concentraciones de rocas con pintura rupestre se hallaban en los extremos del territorio que ocupaban los muiscas en el s. XVI, como marcando los límites con otros grupos (panches, sutagaos, muzos, etc.). Esto se hace evidente especialmente al occidente de la sabana, donde se encuentran grupos de rocas pintadas en los municipios de Sibaté, Soacha, Mosquera, Bojacá, Zipacón y Facatativá, en contraste con conjuntos de rocas grabadas en la zona panche de las tierras bajas (San antonio de Tequendama, El Colegio, Tena, Bojacá, Cachipay, Zipacón, Anolaima, Albán, Sasaima, San Francisco). Sin embargo, esta hipótesis resulta problemática toda vez que es evidente que las pinturas rupestres se hallan plasmadas sobre bloques erráticos de rocas areniscas, las cuales afloran principalmente en las faldas de los cerros que circundan la sabana, la cual era, por lo menos en su vertiente occidental, el limite natural entre los muiscas y panches en el s. XVI. La existencia de pinturas en los cerros de Cota y Tenjo o el Abra en Zipaquirá, y de grabados en Guasca, todas en medio del territorio muisca, matizan la versión de que los sitios rupestres representarían límites interétnicos en el pasado. Investigaciones recientes (Arguello, 2009) parecen relacionar la elaboración de petroglifos de la vertiente occidental de Cundinamarca con el perido Herrera, una época muy anterior a las ocupaciones panche o muisca. Si bien, aún no ha sido posible obtener ninguna fecha ni evidencias contundentes para atribuir la elaboración del arte rupestre a los muiscas, panches o grupos Herrera; sigue primando en la observación de su distribución en el territorio, la diferenciación de la técnica mediada por la diferenciación en los entornos geográficos y medioambientales en los que se inscriben (altiplanicie - pinturas / zonas bajas - grabados). Siendo el arte rupestre una evidencia material del asentamiento o paso de los habitantes precolombinos por el territorio, su permanencia en el mismo espacio donde fue ejecutado –a diferencia de otros vestigios arqueológicos–, convierte a estas manifestaciones en importantes hitos para intentar reconstruir las posibles relaciones entre los grupos humanos del pasado y el territorio que habitaron, percibir vínculos o diferencias, rastrear sus desplazamientos y dimensionar la importancia mítica o ritual de estos lugares en el paisaje. Hoy día, las rocas con pinturas o grabados precolombinos se encuentran casi mimetizadas en el entorno rural, muchas aún perviven ante el crecimiento de los frentes urbanos y la frontera agrícola. Si bien, se desconoce el verdadero significado de su lenguaje gráfico y su posible connotación ritual original, estos sitios, en los que es posible reconocer la antigua presencia indígena en el territorio, aún generan diversas lecturas, resignificaciones (mitos, leyendas) y percepciones. Por tal razón se pueden considerar como verdaderos sitios patrimoniales con una alta carga de significación cultural que siguen articulando, a través de la memoria, la percepción del territorio de las comunidades que los albergan.
El arte rupestre, como presencia milenaria de lo indígena en un territorio que ha sufrido intensas transformaciones en sus más de 10.000 años de ocupación, conserva aún hoy cierta memoria, cierta carga simbólica, que si bien no corresponde con su sentido original, representa una suerte de vínculo directo con el pasado. En estos lugares se reconoce la presencia del otro (el indígena) que incluso, a pesar de los siglos de mestizaje, muchas veces puede ser entendida como el mi mismo a la manera de vínculo ancestral de las comunidades actuales. A pesar de entenderse como una expresión cultural de grupos humanos que habitaron la región, no ha sido posible rastrear su significado, sentido y función originales. Desde que se tienen noticias consignadas de la existencia de arte rupestre en el paisaje de la sabana, ha resultado esquivo determinar quién lo realizó y en qué etapa del poblamiento de la región. Sin embargo estas manifestaciones han sido interpetadas, y de alguna manera apropiadas, de diversas formas por las distintas comunidades que las han identificado en sus territorios a través del tiempo.
Los primeros cronistas europeos de los s. XVI y XVII dan cuenta de la presencia de pinturas y grabados en los territorios recien invadidos. Al indagar entre los “naturales” sobre aquellas marcas en el paisaje, estos negaban ser sus autores y atribuían su elaboración a sus antepasados o a seres míticos como Bochica, dios civilizador de los muiscas: “Otros le llamaban a este hombre [Bochica] Nemterequeteba, otros le decian Xué. Este les enseño a hilar algodón y tejer mantas, por que antes de esto sólo se cubrían los indios con unas planchas que hacían de algodón en rama, atadas con unas cordezuelas de fique unas con otras, todo mal aliñado y aún como a gente ruda. Cuando salía de un pueblo les dejaba los telares pintados en alguna piedra liza y bruñida, como hoy se ven en algunas partes, por si se les olvidaba lo que les enseñaba [...].” (Simón, [1625] Tomo III: 374-376 en Correa, 2004). Otras crónicas dan cuenta de la profundidad cronológica de estas manifestaciones, cuya autoría no era reconocida por los muiscas sino mas bien atribuida a sus antepasados: “…como a dos leguas o menos de la ciudad de Veléz está un río, y en él está una peña …y en ella, esculpida y labrada, una cruz, y yo la he visto; y queriendo el dicho general (Jiménez de Quesada) saber este secreto de ella, maravillándose mucho de hallarla, le fue hecha relación por indios muy viejos, que de ello más que otros tenía noticias de sus padres y antepasados, que de mano en mano debía venir de más de mil quinientos años, conforme a la cuenta que daban por lunas, como si dijésemos meses…” . (Vargas Machuca, citado en Los muiscas antes de la conquista. Pérez de Barradas, T.II, p.326) Se podría inferir a partir de estas crónicas que los indígenas del s. XVI no practicaban la pintura ni el grabado rupestre y que su ocurrencia en el paisaje era un evento que explicaban mediante el mito. Como no daban razón de su significado, atribuian su factura a sus ancestros o a seres míticos. Un caso similar se puede advertir en la investigación de Fernando Urbina respecto al arte rupestre del Caquetá, el cual, a pesar de no haber sido realizado por los indígenas actuales, estos lo interpretan con sus particulares significados míticos y rituales (Urbina,2000). Las primeras interpetaciones que dieron los españoles, especialmente los representantes del clero, estaba asociada a la supuesta presencia de apóstoles que en algún tiempo perdido impartieron enseñanzas a los indígenas y las dejaron consignadas en las rocas. Otras hacen referencia a la aparición de huellas de pie plasmadas sobre las rocas que en varias oportunidades atribuyeron al apóstol Santiago o a Santo Tomás (Bahn, 1998).
Aunque durante la colonia se dió una intensa persecusión contra las prácticas indígenas, en especial a sus expresiones simbólicas y rituales –concebidas bajo el membrete de extirpación de idolatrías (Llanos, 2007)–, muchos sitios rupestres sobrevivieron impasibles hasta nuestros días, lo que perece indicar que estos no representaron necesariamente una “amenaza” a la estrategia de reducción y adoctrinamiento de los pueblos indígenas. Sin embargo, durante la configuración del proceso de mestizaje, para los sitios rupestres se empiezan a advertir connotaciones sincréticas, en que se combinaron concepciones indígenas y católicas relacionadas con lo sagrado y lo profano y mas específicamente con la presencia del demonio en estos lugares. Por ejemplo, sobre una roca con pintura rupestre en Sutatausa se cuenta: “Guerreaban los de allende con los de aquende el mencionado boquerón, y para ofrecer obstáculo infranqueable a la corriente invasora resolvieron éstos hacer al dios de las tinieblas un voto suplicatorio de alianza. Dormía el dios Fu durante el día en la contigua laguna de Fúquene y durante la noche andaba por los peñascos bramando por los desfiladeros. La melancólica divinidad escuchó la plegaria y resolvió trasladar a cuestas una piedra enorme para tapar con ella el boquerón de Tausa, pero el fulgor de la aurora lo sorprendió en la poderosa labor y tuvo que soltar su carga antes de llegar al sitio a la orilla del camino, temeroso de que el sol lo iluminara con sus rayos, y emprendió la fuga. El monolito está allí todavía para comprobar la ayuda milagrosa del diablo con las costillas pintadas en tinta roja en una de sus caras” (Triana, 1922).
Esta leyenda conserva elementos comunes con otras en torno a sitios con arte rupestre en el altiplano. De las piedras de Facactativá, se dice que fueron traídas desde Tunja por un ejército de diablos que las dejaron abandonadas al romperse el pacto que un cura franciscano había hecho con el diablo para llevar material para la construcción de una iglesia en Quito. De las piedras de El helechal en Pandi igualmente se cuenta que fueron pateadas por el diablo por obstaculizar su paso en camino a Coyaima (SINIC). En la actualidad muchas rocas reciben nombres asociados a estas interpretaciones; piedras del diablo, del mohán, de la iglesia, del beato, etc., parecen encerrar una dualidad entre el misticismo indígena remanente en la mentalidad campesina y una superposición católica que aboga por su resignificación como sitios donde “asustan” o que se deben evitar por estar relacionados con la adoración “pagana” y los ancestros indígenas. Con el auge de la guaquería desde mediados del s. XIX, los sitios rupestres se empezaron a ver como posible fuente de riqueza, ya que se asociaban con la presencia de tesoros. Hoy día es posible advertir que el suelo (o incluso la superfície misma) de la mayoría de rocas signadas ha sido removido en pos de esta infructuosa búsqueda que aún continúa.
Otra lectura que empezaron a generar estas manifestaciones con el arribo de la ilustración desde el siglo XVIII fue el interés científico y en especial la posibilidad de descifrar su lenguaje como si se tratara de una sistema de escritura como los jeroglíficos egipcios o las estelas mayas. Al respecto, una temprana advertencia del padre Duquesne sentencia: “...los caracteres [...] que tenemos de los indios no pueden explicarse [...] sirviendo ya más estos monumentos para atormentar los ingenios que para adelantar la erudicción.” (José Domingo Duquesne en “Disertación sobre el calendario de los Muyscas, Indios naturales de este Nuevo Reino de Granada” 1795). El intento inútil de encontrar algún tipo de correspondencia entre el arte rupestre del altiplano y antiguos alfabetos griegos, fenicios o chinos, derivó en la desesperanza y a la postre en la subestimación del pensamiento indígena plasmado en las rocas: “Nada pueden revelar a la ciencia histórica estos ensayos de dibujos de ornamento, estas figuras informes de animales y esos garabatos semejantes a los que traza un niño travieso e inexperto. Jamás se observa en ellos el orden ni el encadenamiento que son indicio cierto de una escritura cualquiera” (Restrepo: 1979, p. 212).
En la actualidad conviven de manera cruzada múltiples interpretaciones y aproximaciones al arte rupestre, es decir, diversas memorias superpuestas en torno al mismo fenómeno; estas van desde los remanentes de la tradición campesina que relaciona estos sitios con “historias de miedo”, de mohanes, de guacas y apariciones, pasando por grupos indígenas y sus correlatos nueva-era (neo-muiscas) que asisten a estos lugares para realizar ritos de conexión con sus antepasados y con la madre tierra, hasta el abordaje científico desde las arqueología; o su percepción desde su condición estética (artes pláticas) o su potencial semiótico (lingüistica), etc. Una veta reciente la constituye su reconocimiento como patrimonio cultural, que esta abriendo un campo nuevo de aproximación que busca mediar entre las diversas comunidades y memorias (maneras de ver) que se relacionan con estos sitios para promocionar su valoración, gestionar su manejo y, por ende, garantizar su preservación para futuras generaciones.
Durante una época indeterminada los indígenas de la sabana de Bogotá y zonas circunvencinas signaron las rocas de su territorio vital con pinturas rojas, blancas o negras o las grabaron mediante la técnica de percusión; con el transcurrir del tiempo esta tradición se fue olvidando, sus artífices desaparecieron y el significado de su mensaje se diluyó en la niebla de la memoria... pero su obra perduró en el tiempo. Hoy día aún perviven miles de estos trazos esparcidos por todo el territorio como testigos mudos de quinientos o más años de poblamiento, invasión, exterminio, reducción y mestizaje. Este complejo proceso derivó en la sociedad que hoy día habita la región que empezó a poblarse hace 10.000 años, y que a pesar de la ecléctica configuración de su identidad, producto de múltiples procesos, son herederas del mismo territorio de aquellas primeras bandas de cazadores-recolectores.
Considerando las piedras pintadas y grabadas como excepcionales sobrevientes materiales de este largo proceso de transformación, conllevan en si mismas múltiples memorias que, superpuestas, representan una rica herencia cultural que se ha mantenido y debe ser preservada en el tiempo. Siguen erigidas en medio del paisaje, en las montañas, en valles, en paredes escarpadas, en medio de cultivos, de potreros de ganadería o muy cerca a los frentes de expansión de las ciudades y pueblos de la región. Debido al inminente avance de las fronteras urbanas y agrícolas y la depredación sistemática de los ecosistemas originales de la región, los sitios rupestres se encuentran expuestos a sucumbir ante el avance y dinámicas cambiantes de la relación de las comunidades actuales con el paisaje. Es en medio de este lugar de confrontación donde se hace necesaria la intervención, el arbitraje entre el sitio rupestre y la sociedad, para que en el encuentro no salga perdiendo la memoria. Reconocer en las manifestaciones materiales del periodo precolombino (como el arte rupestre) su dimensión patrimonial, va más allá de identificar su valor como documento arqueológico o “monumento” histórico. Estas condiciones por si mismas no son suficientes para generar sentido de pertenecia entre las comunidades. La identificación de sus dimensiones espaciales (territorio) y temporales (memoria) es indispensable para lograr su valoración y por ende su preservación. Localizar los sitios, documentarlos, intuir sus relaciones con el paisaje (pasado y presente), identificar su interconección con otros eventos de la cultura, rastrear mitos relacionados a estos sitios, comparar con evidencia etnográfica contemporánea, registrar las actuales concepciones, sensaciones e interpretaciones que las comunidades tienen sobre estas manifestaciones, diseñar estrategias pedagógicas y de divulgación, entre otros, son diversos frentes de acción que hay que dinamizar para lograr la real inclusión del arte rupestre de la Sabana de Bogotá al acervo patrimonial y cultural, no solo de los bogotanos y cundinamarqueses, sino de todos los colombianos.
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memoria y comunidad. Aproximación al reconocimiento patrimonial del
arte rupestre precolombino de la sabana de Bogotá 2010 Referencias citadas ARGUELLO, Pedro. Archaeology of rock art: a preliminary report of archaeological excavations at rock art sites in Colombia. Rock art research, Volume 26, Number 2. Australian Rock art research, November 2009. ARANGO, J. Contribución al estudio de la historia de los Panche. Excavaciones arqueológicas en la zona del Quinini. Tesis de grado, sin publicar. Universidad de los Andes, 1974. BAHN, Paul. Stumbling in the footsteps of St Thomas. British archaeology. Issue no 31, February 1998 CORREA R., Francois. El sol del poder. Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas. Bogotá, 2004. FONSECA, Lorenzo; CABALLERO, Jorge; NALUS, Marta. Bitácora de formación a favor del patrimonio cultural: territorio, memoria, comunidad. Ministerio de cultura, Bogotá, Imprenta Nacional, 2005. LLANOS V., Héctor. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Adoctrinamiento de indígenas y religiosidades populares en el Nuevo Reino de Granada (Siglos XVI-XVIII). Bogotá, 2007. PEREZ DE BARRADAS, J. El arte rupestre en Colombia. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Bernardino de Sahagun: Madrid, 1941. SILVA CELIS, Eliecer. Pinturas rupestres precolombinas de Sáchica, Valle de Leiva. Revista Colombiana de Antropología. 10: 11-36. Bogotá, 1961. ROZO, Dario. Mitologia y escritura de los Chibchas. Ediciones del Consejo, Bogotá, 1938. TRIANA, Miguel. El jeroglífico Chibcha. Carvajal & Compañía: Cali. 1972 [1924] TRIANA, M. La civilización Chibcha. Biblioteca Banco Popular Tomo 4. Banco Popular Bogotá, 1984 [1922] URBINA R., Fernando. Mito, rito y petroglifo. A propósito del arte rupestre en el río Caquetá -Amazonía colombiana-. En Revista Rupestre, No. 3. Editorial Cultura de los pueblos pintores. Bogotá, agosto de 2000. [Rupestreweb Inicio] [Introducción] [Artículos] [Noticias] [Mapa] [Investigadores] [Publique] |