Es
notorio que la obra intelectual de Reichel-Dolmatoff se inicia, desarrolla,
multiplica y culmina en Colombia, si bien su alcance es nuestro continente americano.
Los
hechos documentados, a la mano de cualquier investigador (por novato que
sea y sean cuales sean sus intenciones) son los siguientes: “Antes de estallar
la Segunda Guerra Mundial, [Reichel-Dolmatoff] fue invitado a venir a Colombia
por recomendación del historiador de ciencias políticas profesor André
Siegfried, del College de France, al presidente de la República, doctor Eduardo
Santos. En 1942 le fue concedida la nacionalidad colombiana, considerando sus
méritos excepcionales, demostrados desde las primeras investigaciones
antropológicas que efectuó en el país. En 1943 se casó con la antropóloga
Alicia Dussan Maldonado. Durante la guerra, siempre al lado del ilustre
profesor Paul Rivet, quien también había sido invitado a Colombia por el
presidente Santos, Reichel-Dolmatoff fue miembro activo de la organización de
los Franceses Libres en Colombia, por lo cual el general Charles de Gaulle,
como presidente de Francia, le otorgó luego la condecoración del Orden Nacional
del Mérito. Bajo la dirección de Rivet, Reichel formó parte del grupo de
investigación que éste organizó.” (Gran Enciclopedia de Colombia del Círculo de
Lectores).
Este claro legado de compromiso ideológico y político y la
extensa obra (1943-1990) de Reichel-Dolmatoff entre los indígenas y por
la comprensión del legado arqueológico han de ser los referentes para evaluar
de manera justa, madura y argumentada las contribuciones de un pionero de la
Antropología y la Arqueología modernas, de los derechos de los Pueblos
Indígenas y la y conservación del legado arqueológico en América.
“Patética”
es la única palabra apta para adjetivar la escena descrita por Camilo Jiménez
Santofimio en su pasquín “La Historia Oculta”: “Antes de que la voz se le
quebrara, hizo una pausa y empezó a respirar con dificultad. Luego dijo: “A mí
me duele leer esto”. Dirigió la mirada al
fondo del auditorio y permaneció uno, dos, quizá tres segundos en silencio.
Finalmente, giró la cabeza hacia un lado y batió las hojas de papel que
sujetaba en la mano. Disculpen, me duele porque yo conocí a Gerardo Reichel. En
ese momento comenzó a llorar. Y
sin ningún sentido de la proporción o de la Historia de la Ciencia, añade: “El
pasado 18 de julio, a las ocho de la mañana, Augusto Oyuela-Caycedo pronunció
un discurso que cambiará para siempre la historia de la antropología en
Colombia.” Las acusaciones de nazismo o fascismo (variables nacionales de
una ideología política con seguidores en España, Francia, Inglaterra, Italia
con millones de seguidores) han pretendido enlodar la memoria de hombres y
mujeres que han contribuido al desarrollo de las Ciencias y las Artes en el
mundo entero.
La miopía histórica, el amarillismo de la prensa (sea cual sea su
formato), así como el afán de notoriedad (aunque sean aquellos prometidos 15
minutos) fomentan discusiones de duran apenas unos pocos días para luego ser
justamente olvidadas; mientras que las obras bien hechas y las vidas ejemplares
sobreviven para servir de referentes al curso de las generaciones. La vida y la
obra de Reichel-Dolmatoff deben ser juzgadas en su profundidad histórica. En
palabras de Reichel-Dolmatoff: “Espero que mis conceptualizaciones y trabajos
hayan tenido cierta influencia más allá del círculo antropológico. Tal vez soy
demasiado optimista, pero me parece que los antropólogos de viejas y nuevas
generaciones, según su época y el cambiante papel de la Ciencias Sociales,
hemos contribuido a ir develando nuevas dimensiones del Hombre Colombiano y de
la nacionalidad. También confío que nuestra labor antropológica constituye un
aporte a las propias comunidades indígenas, en su persistente esfuerzo de
lograr el respeto, en el más amplio sentido de la palabra, que les corresponde
dentro de la sociedad colombiana. Yo creo que el país debe realzar la herencia
indígena y garantizar plenamente la sobrevivencia de los actuales grupos
étnicos. Creo que el país debe estar orgulloso de ser mestizo. No pienso que se
pueda avanzar hacia el futuro sin afirmarse en el conocimiento de la propia
historia milenaria, ni pasando por alto qué sucedió con el indio y con el negro
no solo en la Conquista y la Colonia, sino también en la República y hasta el
presente. Son estas, en fin, algunas de las ideas que me han guiado a través de
casi medio siglo. Ellas han dado sentido a mi vida.”
No soy un especialista en
la vida y la obra de Reichel-Dolmatoff, tampoco de la historia de la
Arqueología y la Antropología colombiana, si soy -parafraseando a Borges- un
“agradecido lector”. Como historiador (egresado de la Universidad de Los
Andes, Mérida-Venezuela) entiendo la Historia como la obra de los pueblos y no
como la obra de los hombres aislados o de los líderes. “Soy hombre; nada humano
me es ajeno”, dice el poeta latino. La Segunda Guerra Mundial fue una
sangría y un éxodo, de esa sangría y ese éxodo vinieron a dar con sus errores,
promesas y esperanzas miles de vidas a tierras de América, y aquí echaron
raíces, criaron sus familias, fructificaron en las obras del espíritu y luego
fueron sembrados en estos suelos que escogieron como patrias (o
“matrias”, como decía Unamuno). Como con precisión dice Lucien Febvre en
“Combates por la Historia”: “El historiador no es un juez. Ni siquiera un juez
de instrucción. La historia no es juzgar, es comprender “y hacer comprender”.
Es el precio que cuestan los progresos de nuestra ciencia.