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A cincuenta años
del descubrimiento de los petroglifos de itagüí, Antioquia
(Colombia)
David
Mejía Peláez diporys@epm.net.co
A cincuenta años de haber
sido descubiertos los petroglifos de Itagüí al Instituto
de Etnología de Antioquia, a su director, el arqueólogo
Graciliano Arcila Vélez, y a la prensa local de ese entonces
¿Qué podemos rescatar?, ¿Cuánto ha contribuido
a la antropología de Antioquia o nacional? ¿Cómo
ha aportado al estudio y al conocimiento de la historia y la prehistoria?
Al respecto se podría decir, de una vez por todas, que casi
nada que sepamos. A cincuenta años del hallazgo de estas
piedras sagradas de la prehistoria de Colombia y del Valle de Aburrá
en particular, como así mismo a sesenta y tres años
de la publicación en Madrid del libro Arte Rupestre en
Colombia (1941) del español, José Pérez
de Barradas, tenemos, que los estudios de Arte Rupestre no han alcanzado
el importante mérito para que se hayan vuelto materia de
estudio en nuestras universidades y siquiera objeto de una detallada
investigación en la compleja y problemática geografía
Andina. Incluso, para que sean del conocimiento general de nuestra
Nación y considerados parte importante del patrimonio cultural
del país; es que ni siquiera el círculo de petroglifos
de Antioquia aparece en los registros de aquella obra y jamás
hasta hoy se ha publicado su existencia. De modo que tenemos que
para los investigadores del mundo, nuestros nichos de rupestrería,
que pueden ser eslabones para explicar los fenómenos de emigración
y traslación de etnias a lo ancho y largo de las Américas,
en pretéritos estadios de la evolución de la especie
humana en nuestro continente, o para investigar los procesos de
conciencia y evolución del humano en nuestra geografía
con los elementos de nuestro paisaje. Es que no ha habido, parece
ser, siquiera una llamada de atención para que se estime
la compleja variedad de las muestras y así la abundante iconografía
que muestra nuestro departamento en el concierto del arte rupestre
Colombiano o lo peor, que haya distinguido nuestras muestras nacionales
en el atlas mundial del arte rupestre.
Ha sido sorprendente que para la
historia de la escritura y en la investigación de las cosmogonías
aborígenes, ni siquiera estén mencionadas nuestros
pictogramas y petroglifos en los capítulos de los sucesos
paleontológicos que debieran despertar un interés
científico. No ha habido nadie (esto parece hasta dónde
va nuestra investigación) que polemice contra Pérez
de B., quién olímpicamente decretó que nuestros
aborígenes se encontraban muy abajo en la escala de la evolución
y por tanto, que sus ricas simbologías fueran el borrador
de una escritura de un lenguaje ya suficientemente articulado a
procesos civilizatorios que se gestaban en nuestra tierra, cientos
o miles de años antes de la llegada de las bandas españolas
que arroyaron y masacraron a nuestros indígenas. Siguiendo
a Vicente Restrepo, Pérez estaba de acuerdo en que son "garabatos
que traza un niño travieso". Hecho incongruente que se cae
de peso con solo echar un vistazo a la muestra pictográfica
cundiboyancense todavía ignorada y olvidada, más aún
que una tradición como estas (la de la pictografía
o la de la petrografía) extendida desde el sur al norte y
del occidente al oriente, integrándose a otras manifestaciones
similares de otros países, no ha sido emparentada a procesos
culturales quizá de una civilización perdida, y de
la que poco se sabe hasta hoy en día. Al ver justo toda esta
caracterización no es para menos pensar en la evolución
del desarrollo de una lengua, un aprehenderla y el ir eslabonando
a ella un proceso complejo de exteriorización del pensamiento
y de la conciencia al ir estableciendo pautas de relación
y comunicación, senderos de relación económica
y trato político. Es que el estudio de cualquier vestigio
prehistórico en Europa o Africa se torna objeto de las más
enconadas disputas en la comunidad científica, mientras que
en Colombia, resulta que no se dan las condiciones para que haya
cultivadores y dolientes como así mismo escuelas y se pueda
ver tendencias en los estudios. Se es tan pobre ante tanta opulencia
que es escandolosa la despreocupación nuestra con estos vestigios.
No había transcurrido cuatro
décadas del Nuevo Mundo cuando Pedro Mártir de Anglerías,
sorprendido, preocupado y muy interesado, notariaba a la corte de
España y probablemente, al vaticano, ya que sus vínculos
esenciales eran con el clero de Roma, que aquellos signos y símbolos
tallados o pintados en piedras debían merecer suma atención
ya que comparados con los existentes en los obeliscos de Roma, en
el siglo XV, los signos y letras "Caldeas tienen esa misma manera".
Que a quinientos años siquiera no hayan despertado respeto
y un sentimiento, es sorprendente; nos hace decir: la cultura de
los aborígenes americanos aunque da mucho qué pensar
no ha sido pensada suficiente aún. Creía Pedro Mártir,
que tales manifestaciones alcanzadas, probaban que estos pobladores
del Nuevo Mundo pertenecían a civilizaciones que debían
tratarse de manera diferente a como se llevaba a cabo la conquista.
Cuando Celestino Mutis hizo entrega de valiosas muestras a von Humboldt,
hallazgos entre nativos Chibchas sobrevivientes, no acertaba en
ver que estaba entregando la "piedra roseta" del arte rupestre Colombiano
a un forastero que poco interés le despertaría los
aspectos culturales que implicaban estas piedras. Ya que su interés
estaba orientado hacia aspectos de mineralogía, hidrografía
y clima. De una moribunda civilización Muisca a la que tuvo
ocasión de observar Von Humboldt, creemos que no le interesaron
sino sus sistemas prehistóricos de siembra y recolección.
De aquella piedra roseta jamás se volvió a tener noticias,
acaso que haya sido exhibida en la feria de curiosidades que se
celebrara en París al conmemorar los primeros cien años
de la revolución Francesa y la promulgación de los
Derechos del Hombre, y cuando la comitiva colombiana viera con vergüenza
que en el encuentro de las naciones del mundo, algunos objetos Quimbayas,
Muiscas, Zenues y Amazónicos estaban al lado de objetos preciosos
de otras civilizaciones. O la que despertara en Nueva York a la
comisión nacional la presentación de unos auténticos
poporos o tunjos de oro en que se destaca sobremanera la rica e
incomparable orfebrería de nuestros antepasados. O ante aquellas
efemérides de los cuatrocientos años del "descubrimiento"
del nuevo mundo en Madrid, a finales del siglo XIX, cuando nada
menos el presidente colombiano Carlos Holguín Mallarino,
en un acto de sumisión y cobarde entrega de la soberanía,
obsequia a la reina de España, como si se tratase de desagraviar
a la madre patria por la lucha de liberación nacional de
principios de siglo XIX, y con la cual Colombia estuvo setenta y
seis años sin relaciones diplomáticas, al obsequiarle
el tesoro de los Quimbayas, que recién habían desenterrado
los "profesionales" guaqueros de finales del siglo XIX. Vale decir,
tesoro que sólo unos cuantos colombianos pudieron tener a
la vista y que nuestro Holguín Mallarino, corrió a
ofrecerlo como otra indemnización que debía hacer
este país a la "madre patria".
Lo mismo que han hecho unos por
desvirtuar, borrar, extirpar y cercenar, así otros van obsequiando
nuestras riquezas arqueológicas, los borradores de nuestra
identidad cultural. Por ello, es que estamos en riesgo de perder
absolutamente la identidad de nuestra nación frente al escenario
del concurso de los demás pueblos de la humanidad. Esa depredación
de los guaqueros, de los funcionarios, de las gentes indolentes
que ante las huellas de los antepasados parece que no hace nada,
nos queda por señalarles, que al contrario que al recordar
su existencia nos permite llevar a cabo el propósito de rescatar
cualquier vestigio del antiguo pasado de Colombia, de América
y del mundo aunque sea a unos pocos conciudadanos; y el propósito
de este escrito, es que usted lector llegue a convertirse en uno
de ellos. El estudio de los petroglifos a cincuenta años
del hallazgo de los de Itagüí, nos despierta el interés
para hablar de los petroglifos de Antioquia; materia sobre la que
no se ha llamado la atención en general por nadie, y quizás,
corresponda hacerlo ahora, cuando asistimos al despunte de tantas
disciplinas interesadas en el tema ambiental y en el tema de las
especialidades de laboratorios, o a la legislación que busca
crear condiciones para que se den disposiciones institucionales
que puedan revelar mapas, cuadros y complejos nexos de la existencia
entre organismos vivos o muertos. Porque algo de cierto hay en esas
piedras de Itagüí como en las de Chiribiquete (Caquetá)
o Chachaguí (Nariño). Hoy en día las piedras
de Amalfi, las de Támesis, las de Nariño o de Mutatá,
que todavía sobreviven, que nos traen desde milenios noticias
arcaicas, asuntos que no pueden ser olvidados y menos ignorados,
porque la palabra de aquellos "los sin palabra", que aún
se pronuncia en innumerables piedras talladas que como personajes
mudos dictan al paisaje un secreto bien guardado.
Existe un circuito de petroglifos
en Antioquia. El que no se hayan dado a conocer antes y hayan pasado
inadvertidos para los mismos antropólogos e historiadores
de nuestra región es apenas creíble. Sorprende que
a las pistas dadas por don Graciliano Arcila Vélez, por ejemplo,
en los de Itagüí, en los de Támesis, aunque los
identificó hace cincuenta años, no se les haya dado
a conocer suficientemente y que a partir de allí no se haya
visualizado el circulo de petroglifos de Antioquia es admirable
de nuestra vocación al amor nacionalista. En un artículo
de la Revista de la Facultad de Antropología de la Universidad
de Antioquia en 1971, dieciseis años después, se dio
a conocer la reseña de los de Itagüí. Allí
se hizo una referencia y pareciera que quedara integrado al patrimonio
de la misma Universidad en dónde se han realizado dos o tres
tesis de grado sobre la misma materia por parte de estudiantes de
dicha facultad. Más sin embargo hay que decir que no existe
un curso sobre arte rupestre allí y como dicen algunos académicos
de esta Institución con quienes hemos hablado- que
sostienen que este campo está totalmente inexplorado porque
no produce mayor interés para los que patrocinan investigaciones
en este país.
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Petroglifo en Támesis,
Antioquia. Graciliano Arcila Vélez, 1959. Cortesía
y color de Alejandro Tobón Tamayo (2004).
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De norte a sur, desde un extremo
a otro, podemos identificar la ruta de petroglifos en sitios donde
se encuentra vivas manifestaciones de la profundidad de la presencia
de aborígenes prehistóricos en nuestro Departamento;
similar situación se evidencia en otros departamentos. No
es raro que existan círculos científicos a los que
la idea de que declararlos, se vuelva un inconveniente porque sin
dudas lo menos que puede pasar es que a los días de darlos
a conocer, una oleada de caminantes acudan a estos mismos sitios
por novelería y los destruyan. No es nada raro que así
sea y tendremos siempre este latente inminente peligro contra las
huellas del pasado remoto de nuestra nación, pero ¿Qué
hacer entonces?
A cincuenta años del hallazgo
de las piedras talladas de Itagüí nos queda que algunas
se conservan, y que están esperando con absoluta seguridad
que se les adopte y que por nada del mundo se les abandone ante
el inminente enemigo olvido o el criminal destrozo de inescrupulosas
manos devastadoras. Ver estas huellas y permitirnos atisbar otros
vestigios del pasado nos permite soñar en que amamos más
nuestra tierra y hacemos algo porque sea revalorada y en esa campaña
estén aprovechados los elementos temáticos que pueden
llevarnos a precisar mejor nuestra pertenencia a un rico pasado.
La indolencia y el desconocimiento no se pueden seguir enseñoreando
de Antioquia y Colombia arqueológica. Por las condiciones
en que se encuentran y porque no existen procedimientos de salvaguarda
o cuidado y rescate, como así de promoción de su estudio.
Quedando así nuestra prehistoria virgen y requiriendo porque
posiblemente unos voluntarios los lleven a la arqueología.
Y para que haya una auténtica ciencia de los primitivos de
nuestro país. En el remoto pasado participaron nuestros pobladores
con sus asientos, sus obras, su prole y su cultura, más han
pasado miles de años, y apenas distinguimos sus palabras
o sus signos en los petroglifos que nos legaron. Aquellos hombres
y mujeres de las comunidades dispersas entre bosques y montañas,
nos dejaron sus posibles primeros caracteres culturales para dar
cuenta del tipo de sociedades a la que habían llegado en
el lento proceso de ascenso en la escala de la evolución.
Sus pautas de convivencia y comunicación, de organización
y distribución, ahí están talladas sin dudas.
La variedad de lugares y las distancias entre uno y otros, son todavía
un aspecto de explicación. El ámbito de sus comprensiones
y sus elaboraciones tienen en el círculo antioqueño
una identidad común con otras manifestaciones del país
y del continente, ¿Por qué no ha sido estudiado aún
este aspecto? Esperemos que no pasen otros cincuenta años
para que el interés en estas representaciones cosmogónicas
o manifestaciones de los antiguos pobladores de este departamento
que nos comprende y nos interesa mucho sean parte también
de nuestra cultura.
¿Preguntas,
comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com
Cómo
citar este artículo:
Mejía
Peláez, David. A
cincuenta años del descubrimiento de los petroglifos de itagüí,
Antioquia (Colombia).
En
Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/itagui.html
2005
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