Paul Rivet en
Colombia, El Hombre-Jaguar
y los orígenes del Hombre Americano
Mgs. Sc. Camilo Morón camilomoron@yahoo.es Universidad
Nacional Experimental Francisco de Miranda. Maestría
en Museología.
En
un simpático libro, escrito para jóvenes lectores, contado a través de objetos
personales antropomorfizados (un libro, un reloj, una estilográfica, un
cuaderno, un llavero), leemos este
pasaje asociado a las investigaciones colombianas de Paul Rivet en
San Agustín, Huila, en 1938: “Cuentan que hace miles de años, en el principio
de los principios, un jaguar violó a una muchacha indígena y del vientre de
esta nació un hombre-jaguar. Aquel niño creció, y cuando fue mayor, se fue a
vivir a los páramos, cerca de una laguna. Allí habita desde entonces, guardando
celosamente la sabiduría de los jaguares y de los hombres. Y hasta allí acuden
los brujos para entregar sus secretos a los más jóvenes. Cuando truena, es como
si rugiera el jaguar, el mensajeros de las divinidades, y el brujo descifra las
buenas o malas noticias que comunican, mediante el trueno, los dioses.” (Rodríguez, 1998: 38)
Varios
elementos pueden ser identificados y estudiados en la estructura del mito,
unidades dramáticas que pueden ser abordadas a partir de los aportes interpretativos
de Lévi-Strauss (1976), Propp (1987) y Clarac (1997): El hombre-jaguar nace de
la unión de un ser humano (violación de la muchacha indígena) con un ente
natural, el jaguar (Panthera
onca), poseedor de atributos admirados y temidos por los
indígenas. La unión de dioses y humanos en la concepción de los héroes
culturales es un rasgo común a muchas mitologías. Este félido es un ser preternatural
en el imaginario de diversas tradiciones mitológicas americanas, como
mostraremos más adelante. El hombre-jaguar mora en los páramos, en la vecindad
de las lagunas, espacios sagrados en los cuales se escenifica la comunicación
entre los hombres y los dioses. El hombre-jaguar es custodio de un saber
hermético que ha de transmitirse de forma iniciática, de ancianos a jóvenes, a
través de las sucesivas generaciones. El trueno es la voz del jaguar; el chamán
es el intérprete de esa voz, virtud a la sabiduría dada por el hombre-jaguar
primero. Este mito ilustra los orígenes y los atributos del shamán.
Los
jaguares son símbolos omnipresentes en los mitos, los petroglifos, la cerámica y la cestería
de los pueblos americanos originarios. Podemos –y debemos– seguir aquí la recomendación de
Lévi-Strauss formulada en uno de los ensayos que conforman Antropología Estructural, y conjuntar Etnología y Arqueología para
develar el significado profundo de los mitos y sus representaciones plásticas
en objetos arqueológicos. Para Lévi-Strauss (1987: 246), resulta evidente que
en América del Sur, donde las culturas han mantenido contactos regulares o
intermitentes, durante un prolongado período, el etnólogo y el arqueólogo
pueden colaborar a fin de
dilucidar problemas comunes como el significado de algunos símbolos culturales.
Para Propp (1987: 21-23), el relato maravilloso –y por extensión el
mito– es un producto surgido
a partir de determinada base económica. Muchos motivos del relato maravilloso
se explican por el hecho de que reflejan instituciones realmente existidas; sin
embargo, no todo se puede explicar
con la presencia de esta o aquella institución. El relato maravilloso presenta
un nexo con el ámbito de los cultos, con la religión. Para Engels, “toda religión
no es otra cosa que el modo que tienen de reflejarse fantásticamente en la
mente de los hombres las fuerzas exteriores que reinan por encima de ellos, en
su vida cotidiana; es un reflejo en el que las fuerzas terrenas asumen la forma
de fuerzas sobrenaturales.” (Engels, citado por Propp, 1987: 23). Pero pronto,
junto a las fuerzas de la naturaleza, aparecen también las fuerzas sociales,
fuerzas que se contraponen al individuo y reinan por encima de él,
convirtiéndose en incomprensibles, extrañas y dotadas de una invisible
necesidad natural, igual que las fuerzas de la naturaleza (ibídem).
La
relación simbólica entre el jaguar
y el shamán es uno de los temas que tratamos en nuestra Memoria de Grado
(Morón: 2007) para optar al título de Magister Scientiae en Etnología, bajo la
dirección de la Dra. Jacqueline Clarac, al comienzo de aquel ensayo, citamos: “En
nuestra Cordillera de Mérida no se habla del ‘jaguar’ sino del ‘tigre’
o del ‘gato’ (aparentemente se trata del gatomontés) y las
referencias actuales se dirigen especialmente a su asociación con el arco iris
(Arco y Arca tienen en efecto ‘ojos gatos’, lo mismo que las lagunas). Las
principales representaciones del jaguar en Colombia se encuentran en las
estatuas de piedras de San Agustín, donde es uno de los animales dominantes, y
en nuestra propia arqueología [la venezolana] está presente muy especialmente
en los petroglifos, sea en forma entera, sea sólo a través de sus patas.” (Clarac,
1997)
Jaguar (Panthera onca) transportando a su cría.
Herbert Read (1973) destaca que la imagen, en su
indestructibilidad, puede perfectamente ser mucho más terrorífica que las cosas
de carne y hueso, e ilustra con un pasaje etnológico: «¿Cómo es eso?
–dijo el jesuita del siglo XVII, padre Dobrizhoffer, a los abipones de
Sudamérica–. Cada día cazáis tigres en la planicie sin miedo, ¿por qué
teméis una vez a la semana que un falso tigre imaginario penetre en el
poblado?» «Vosotros los curas no entendéis estas cosas –replicaron
sonriendo–. Nosotros no tememos a los tigres en la planicie; y los
matamos, porque podemos verlos. Los otros tigres nos dan miedo, porque ni los
podemos ver no los podemos matar» (Read, 1973: 34, 35).
En el ciclo
mitológico Yaruro, el jaguar es
uno de los tres acompañantes iniciales de Kuma,
diosa de la creación. Cuando no existían la tierra, ni las aguas, ni el aire, ni la luz, ni el viento,
ya vivía la diosa Kuma en un lugar de
anchas sabanas, bordeadas de plantas gigantescas, por donde galopaban animales
fabulosos. De este lugar, habitado por seres resplandecientes, que está en la
lejanía, más allá de donde el Sol se oculta y mucho más allá de donde la tierra
se confunde con el cielo, llegó Kuma con las manos extendidas, vestida como un piache, aunque sus galas eran con
mucho más hermosas. Con ella vinieron también Puaná, la gran culebra, Itciaci,
el jaguar, y Kiberch, quien es el
dueño del fuego y vive en una caverna donde nunca llega la luz. “Kuma vino para crearlo todo, porque ella
es el origen de los hombres, de las plantas y de las demás cosas vivas, las
cuales fueron inventadas por la diosa antes de que existieran... Pero fue Puaná, la gran culebra, quien hizo lo
que Kuma pensaba.” (Cora, 1993:
181)
María Lionza o María
la Onza, la representación en el imaginario mitológico de la sociedad criolla
venezolana de una ancestral diosa madre, tiene entre sus animales consagrados
al jaguar: “En las reminiscencias aborígenes actuales de Yaracuy, Lara y Falcón
que informan el complejo legendario de María la Onza, Dueña de la Selva
comparables a la Caacy o Curupira-hembra de Brasil, ella monta
una danta (Tapirus terrestre) con
ancas ‘herradas’ o marcadas con signos indígenas, símbolos de oculto contenido
[petroglifos]. Y María de la Onza arrea delante de sí una turbamulta de
animales silvestres, pumas, yaguares, tapires y venados, cuyas heridas cura y
por cuya integridad se desvela.” (Antolínez,
1946: 202)
En Les Temps Modernes (n° 253, junio 1967) –la revista dirigida por Jean-Paul
Sartre– se publicó un ensayo significativamente titulado: ¿De qué se
ríen los indios? Su autor, Pierre Clastres, advierte que el análisis
estructural, –que resueltamente toma en serio los relatos de los
“salvajes”–, nos señala que
dichos relatos son precisamente muy serios y que en ellos se articula un sistema
de interrogantes que llevan el pensamiento mítico al plano del pensamiento
estricto. Las Mitológicas de Claude Lévi-Strauss nos dicen que los mitos no hablan para no decir nada.
“Sin embargo –advierte Clastres– quizás el interés muy frecuente que suscitan los mitos pueda
llevarnos a tomarlos esta vez demasiado en ‘serio’, si se puede decir, y a
evaluar mal su dimensión en tanto que pensamiento. En suma, al dejar en la
obscuridad sus aspectos menos tensos, veríamos difundirse una especie de
mitomanía olvidadiza de un rasgo común a numerosos mitos, y que no excluye su
gravedad: a saber, su humor.” (Clastres, 1978: 116).
Los mitos amerindios
que sirven a Clastres para ilustrar esta condición del mito –la posibilidad de causar la risa–
fueron recogidos entre los indígenas Chulupí que viven en el sur del Chaco
paraguayo. Estas narraciones ora burlescas, ora irreverentes, ora francamente
libertinas, pero siempre dotadas
de un fino y elevado sentido
poético, son harto conocidas por todos los miembros de la tribu, jóvenes y
viejos. Cuando realmente tienen deseos de reír, le piden a algún anciano o
anciana versados en el saber tradicional que se las vuelva a contar una vez
más. El efecto nunca se desmiente: las sonrisas del comienzo se convierten en
risas a duras penas contenidas, las risas estallan francamente en carcajadas,
y, al final, en gritos jocundos de alegría.
Dada la extensión de
ambos mitos –“El hombre a quien
nada se le podía decir” y “Las
Aventuras del Jaguar” –como los titula Clastres–, ofrecemos de
ellos una síntesis: El personaje central del primer mito es un anciano shamán.
Se le ve primero tomar todo al pie de la letra, confundir la letra con el
espíritu (de tal manera que no se le puede decir nada) y por
consiguiente cubrirse de ridículo ante los ojos de la tribu. Lo seguimos en las
aventuras a que lo expone su condición de médico. La expedición extravagante
que emprende con otros shamanes a la búsqueda del alma de su bisnieto está
llena de episodios que revelan la incompetencia total de los médicos y una
capacidad prodigiosa para olvidar el objetivo de su misión: cazan, comen,
copulan, buscan el menor pretexto para olvidar que son médicos. El segundo mito
nos habla del jaguar. Su viaje, a pesar de ser un simple paseo, no está exento
de imprevistos. Este gran bobo, que decididamente encuentra mucha gente en el
camino, cae sistemáticamente, en las trampas de aquellos animales que son más
débiles que él. El jaguar es
grande, fuerte y tonto, no comprende nunca nada de lo que sucede y, sin la
intervención repetida de un insignificante pajarito –el Ts’a-Ts’i–, ya habría desaparecido de la faz de la tierra (Clastres, 1978).
Escribe Clastres que
una primera conjunción nos muestran al shamán y el jaguar unidos por la risa
que provocan sus desdichas. Pero, al interrogarnos sobre el estatuto real de
estos dos tipos de seres y sobre la relación que los indígenas mantienen con
ellos, descubrimos que colindan en una segunda analogía: lejos de ser
personajes cómicos, son por el contrario, tanto el uno como el otro, el shamán
y el jaguar, seres peligrosos, capaces de inspirar temor, respeto, odio, pero,
sin duda, nunca ganas de reír (Clastres, 1978).
Lo que ambos mitos
ocultan y sugieren en su narración es una parodia burlesca del Viaje al Sol,
parodia que toma como argumento un tema familiar: el de la cura shamánica, para
burlarse doblemente de shamanes y jaguares. Ambos mitos utilizan el tema del Gran Viaje
que conduce a los shamanes hacia el Sol para caracterizar de manera risible a
los shamanes y a los jaguares, mostrándoles incapaces de realizado. El
pensamiento indígena no escoge en vano la actividad más estrechamente ligada a
la tarea de los shamanes, el dramático encuentro con el Sol: lo que busca es
introducir un espacio de desmesura entre el shamán y el jaguar del mito y su
objetivo, espacio que viene a ser llenado por lo cómico. (Clastres, 1978).
Las diversas tribus del Chaco tienen la
convicción de que los buenos shamanes son capaces de llegar a la morada del
Sol, lo cual les permite demostrar su talento y enriquecer su saber interrogando al astro omnisciente.“Pero –escribe– existe para estos indígenas otro criterio de poder (y de
maldad) de los mejores hechiceros: es que éstos pueden transformarse en
jaguares. La relación entre nuestros dos mitos cesa entonces de ser arbitraria y a los lazos, hasta entonces
exteriores entre jaguares y shamanes, sustituye una identidad, ya que, desde
cierto punto de vista, los shamanes son jaguares. Nuestra demostración
sería completa si se lograse establecer una demostración recíproca a ésta. ¿Son
los jaguares shamanes?” Clastres
refiere en este último sentido otro mito chupulí, in illo
tempore, cuando los jaguares eran shamanes. Eran, por otra parte, malos shamanes: en vez
de fumar tabaco, fumaban sus excrementos, y en vez de sanar a sus pacientes,
buscaban devorarlos. Esta última
información nos permite confirmar la precedente: los jaguares son shamanes.
Al mismo tiempo se aclara un aspecto obscuro del segundo mito: si hace al
jaguar el héroe de aventuras habitualmente reservadas a los hechiceros, es que
no se trata del jaguar en tanto que jaguar, sino del jaguar en tanto que
shamán.
Cuando los indios chupulies escuchan estas
historias, no piensan más que en reír. Pero, como apunta Clastres, lo cómico de
los mitos no los priva de su seriedad. En la risa provocada se abre paso la
memoria; al advertir a quienes los escuchan, los mitos preservan el saber de la
tribu. “Ellos constituyen así el gay saber de los indígenas.” (Clastres, 1978)
Las observaciones de Clastres entre los
indios Chulupí, del Chaco paraguayo, confirman las nuestras sobre los
petroglifos de Carmen de Uria, Estado Vargas, Venezuela: a saber, la identidad
entre jaguares y shamanes. Una vez más, la conjunción de Etnología y
Arqueología se muestra como una posible ruta en la interpretación de problemas
comunes. En los petroglifos de Carmen de Uria, al imponer sobre las imágenes de
jaguares y shamanes el mismo esquema iconográfico de puntos y celdas, el
imaginario cultural expresa una identidad fundamental. Sin embargo, la
identidad no es inmediata sino gradual, como parece colegirse de la secuencia
gráfica: a) en una de las figuras el jaguar posee sólo puntos, b) otra sólo
celdas y, finalmente, c) una tercera imagen de jaguar conjuga en su cuerpo el sistema
de celdas y puntos que adornan el cuerpo de los shamanes.
Petroglifo de Carmen de Uria.
Fuente: Rojas y Pérez (2003).
La pintura corporal entre los indígenas alude a ciertos animales
–totémicos o míticos– y el programa de puntos sobre el cuerpo
alude, a nuestro juicio, claramente al shamán. Las celdas cuadrangulares que
enmarcan los puntos pueden interpretarse como elementos de la cultura, esto es,
como específicamente humanos.
Estación de Petroglifos:
Carmen de Uria. Fuente: Rojas y Pérez (2003).
Alrededor de las figuras de los shamanes y
los jaguares pueden verse una serie de motivos de difícil descripción, ora
vagamente geométricos, ora absolutamente caprichosos. Sugerimos que estos
signos pueden estar vinculados a las imágenes que pueden verse durante el
éxtasis shamánico, durante el Viaje al Sol, producido por agentes
psicotrópicos. Los petroglifos pueden ser considerados como representaciones de
las visiones que el shamán tiene durante su viaje al Mundo de los Espíritus, durante
ceremonias (ritos) que propician en viaje shamánico. El mito recogido por
Clastres, nuestras investigaciones en estaciones de Arte Rupestre en Venezuela,
la investigación de campo entre comunidades indígenas contemporáneas permite la
articulación interpretativa de elementos arqueológicos y etnológicos en el
ciclo continuo del Símbolo-Mito-Rito que permite la reconstrucción del mundo
simbólico de las poblaciones aborígenes autoras de los mitos y los petroglifos.
Los petroglifos de Carmen de Uria parecen representar un rito que une al shamán
y al jaguar durante el éxtasis o, cuando menos, evoca su identidad.
Petroglifo Carmen de Uria 3. Fuente: Rojas y Pérez (2003).
El programa iconológico que representa la asociación del hombre y
el jaguar se encuentra en varias estaciones del Estado Vargas: estación de Los Yánez,
estación de Camaticaral, estación Fila de Indios –cuya primera
descripción data de 1905, debida al Dr. Luis Muñoz-Tébar–, estación Los
Rastrojos, y, desde luego, estación Carmen de Uria (Rojas y Thanyi, 1992: 73-106).
Algunos petroglifos aislados corresponden al mismo sistema: Petroglifo de la
Peñita. Este último inicialmente formaba parte de una estación integrada por
tres rocas que se encontraba en la Fila de las Llanadas, concretamente en el
Cambural de Los Yánez, en la Peñita, parroquia Carayaca; actualmente se
encuentra en el Hall de la Biblioteca Central de la Universidad Central de
Venezuela; rescatado por el Grupo “Gaspar Marcano” de su segura destrucción (ibídem).
En el Museo de la Colonia Tovar puede verse
un petroglifo proveniente del sector Fila de Indios; una fotografía de Rafael
Muñoz-Tébar, nieto de quien describiera la estación en 1905, lo muestra en 1970
en el mismo sitio donde su abuelo, integrante “de la Segunda Comisión
Topográfica del Plano Militar de Venezuela que realizaba el levantamiento de la
Cordillera de la Costa Central, y como testimonio gráfico de esa misión hizo
una serie de dibujos y acuarelas...” Muñoz-Tébar realizó dos acuarelas donde registra unos petroglifos que
denominó de Los Helechales. Un esbozo del esquema hombre-jaguar lo encontramos
en la estación Plan de La Anserma, particularmente en la roca conocida como
roca de Los Reyes, cuyo esquema iconológico –rostro cuadrangular, puntos
acoplados, círculos radiados– recuerdan las estaciones falconianas de San
José y Viento Suave, Municipio Petit, Estado Falcón (Morón: 2007).
Rojas, quien documentó la estación en 1992,
nos informó, en agosto de 2005, que los petroglifos de Carmen de Uria sobrevivieron
a la catástrofe natural que se abatió sobre el Estado Vargas a finales de 1999.
La noticia nos llenó de júbilo; durante años habíamos inquirido en los medios
noticiosos, en los entes gubernamentales, entre los colegas investigadores, sin
tener noticias sobre el destino de esta notable estación de Arte Rupestre. Ya la habíamos dado por
pérdida, temíamos que el último testimonio que quedara fuesen algunas
fotografías y descripciones (no siempre fieles, ni científicamente correctas). Es oportuna hacer un llamado a la
conservación: No nos dejemos engañar porque los petroglifos tengan carne de
piedra: los petroglifos son vulnerables, ya sea por causas naturales
(catástrofes o el lento desgaste de la erosión) o antrópicas (vandalismo,
impericia e incompetencia en la
gestión del Patrimonio Cultural, etc., etc., etc.).
La figura del jaguar en los petroglifos del
Estado Falcón está representada en uno de los petroglifos del Cerro de Santa
Ana; la estación fue descrita por primera vez por el naturalista Richard Ludwig
–muerto en La Guaira de disentería en 1895– el 28 de mayo de 1887,
escribe: “Más arriba, a 435 metros, en la falda noroeste del cerro, junto a una
fuente de agua muy clara, se encuentra un gran bloque de roca blanco verdosa
con dibujos indígenas singulares trazados en ella; la superficie del bloque con
dibujos mira hacia el sur/oeste, siendo el único grabado indígena en roca
conocido en Paraguaná.” (vide Morón:
2007) Adrián Hernández Baño visitó la estación, conocida por los lugareños como Piedra del Almanaque, en 1977, su guía fue Ramón Arcadio, nieto de
Manuel García, quien guiase a Ludwig en su expedición de 1887. Hernández Baño
realizó una detallada descripción de la topografía de la región, así como una
cuidadosa relación de los informantes y las sendas para llegar a la estación. (ibídem).
Francisco Tamayo visitó la Piedra del
Almanaque en 1939, recogiendo el toponímico de Piedra de la Teresa. El petrograbado representa un rostro
cuadrangular antropomorfo, dividido en tres secciones rectangulares, en la más
alta se encuentran los ojos, enmarcadas por dos líneas orientadas hacia los
ángulos superiores del cuadrado. La línea que limita la segunda sección está
interrumpida por dos líneas perpendiculares correspondientes a la boca,
evocando colmillos que la enmarcan y delimitan. La tercera sección presenta
tres líneas perpendiculares desde la base del cuadro, que se prolongan hasta la
mitad de esa sección. Toda la figura está surcada por 14 hileras de puntos, más
o menos paralelas entre sí, La figura está coronada por un remate o penacho
constituido por líneas y puntos. El programa iconográfico que venimos
describiendo sugerir que estamos en presencia de la conjunción mítica del
hombre- jaguar –¿acaso una máscara ritual?–. Los puntos que encontramos en las
estaciones del Estado Vargas y en la pintura corporal de los
pueblos amazónicos confirman esta propuesta de interpretación simbólica.
Fuente: Archivo personal de Hernández Baño
En aquel viaje a Colombia en
1938, viaje no sólo en la geografía de la tierra colombiana, sino más bien en
su pasado y en su diversidad cultural actual, Rivet dictó varias conferencias
en la Biblioteca Nacional que llamaron a atención de un amplio público,
veámosla a través de sus anteojos: “Rivet sedujo al auditorio con su dominio
del español, su exposición fluida y convincente y sus ideas. Todos escuchaban
embelesados la palabra sabia y sencilla de aquel hombre de 62 años [Rivet nació
en Wassigny, Francia, en 1874], calvo y de baja estatura, que miraba los
asistentes a través de nosotros, sus anteojos de gruesos cristales. Él
transmitía con pasión el resultado de sus estudios de muchos años.
“Rivet consideraba que no todos los pobladores del Nuevo Mundo habían
llegado de Asia, atravesando el estrecho de Bering. En su opinión, otros grupos
étnicos distintos de los asiáticos vinieron, en época tardía, para asentarse en
el continente y que la variedad de
las poblaciones, las civilizaciones y las lenguas americanas eran el resultado
del mestizaje de estos primeros pobladores.
“Rivet planteaba que era posible que, además de los asiáticos, hombres
provenientes de pueblos australianos hubieran arribado a América del Sur,
bordeando el Antártico. Igualmente era probable que navegantes melanésicos
hubieran llegado a las costas
pacificas americanas y a las costas de California, asentándose en estos
territorios” (Rodríguez, 1998: 39 et passim).
Mapa de las rutas poblacionales de América, según Paul
Rivet
Las teorías de Paul Rivet fueron ampliamente difundidas por el periódico El Tiempo. En una de sus conferencias,
dictada en la Academia Colombiana de Historia, el 30 de agosto, titulada
“Impresiones sobre los Monumentos Históricos de San Agustín”, comentó que los
rasgos negroides –a su juicio– que se apreciaban en la estatuaria monumental
de la región eran indicio de elementos de la cultura melanesia en Colombia.
Aquí el hombre-jaguar, del inicio de este ensayo, que llega hasta nosotros a
través del testimonio de la tradición oral y el documento arqueológico, tiende
la mano a los primeros pobladores del continente o, más precisamente, a su
problema, pues es uno de los grandes debates de la Antropología americana,
desde sus comienzos más remotos.
Recientemente se pensó que la
aplicación de los estudios genéticos a poblaciones enteras, lo que se ha dado a
llamar Antropología Genética zanjaría de forma conclusiva el debate; pese a los
mejores deseos, estamos lejos de una respuesta conclusiva (un rasgo de carácter
propio de la Ciencia). Una sucinta relación cronológica de investigaciones
aplicadas a la genética de poblaciones indígenas puede arrojar alguna luz sobre
el estado actual del problema de los orígenes del hombre americano:
-
En 1981,
se estableció el mapa del ADN mitocondrial y, en 1990, Douglas C. Wallace determinó que el 96,9% de los indígenas de América estaban agrupados en
cuatro haplogrupos mitocondriales (A, B, C, y D), lo que significa una notable homogeneidad
genética.[
-
En 1994, James Neel y Wallace
establecieron un método para calcular la velocidad de cambio del ADN
mitocondrial. Ese método permitió fechar el origen del Homo
sapiens, la famosa Eva mitocondrial, entre 100.000 y
200.000 años adP[,
y la salida de África entre 75.000 y 85.000 adP.
Aplicando este método, Neel y Wallace estimaron, en 1994, que el primer
grupo humano en ingresar a América lo hizo entre 22.414 y 29.545 adP.
-
En 1997,
los brasileños Sandro L. Bonatto y Francisco M. Bolzano aplicaron el método sobre el haplogrupo A, casi completamente
ausente de Siberia,
y obtuvieron resultados que van de 33.000 a 43.000 años adP. Estos científicos
sostienen que durante miles de años se estableció una gran población en el
Puente de Beringia, donde se diferenciaron genéticamente, y que es de esa
población de la que provienen los primeros migrantes hacia América.
-
El genetista argentino Néstor Oscar Bianchi analizó la herencia paterna en comunidades indígenas sudamericanas y
concluyó que hasta el 90% de los amerindios actuales derivan de un único
linaje paterno fundador que denominó DYS199T, que colonizó América desde
Asia a través de Beringia hace unos 22.000 años.
-
El genetista
estadounidense Andrew Merriwether,
de la Binghamton University, sostuvo que la evidencia genética sugiere que
América fue poblada mediante una sola población proveniente de Mongolia,
como sostenía Aleš Hrdlička. La razón de
esto es que en Siberia los haplogrupo A y B casi no se encuentran
presentes, mientras que en Mongolia se encuentran los cuatro principales
haplogrupos indoamericanos (A, B, C y D). Merriwether destaca que los 4
haplogrupos se encuentran presentes en toda América, pero que dentro de
ellos pueden localizarse mutaciones genéticas diferentes, según se trate
de indígenas de Sudamérica o Norteamérica.
Esto sugeriría que, una vez ingresados a América, algunos grupos migraron
rápidamente hacia Sudamérica, mientras que otros poblaron Norteamérica y Centroamérica. A su vez, las mutaciones
genéticas muestran migraciones entre Sudamérica y el sur de Centroamérica
(Panamá y Costa Rica), pero no más allá.
-
En 2006, el equipo de
Merriwether estudiaba si las poblaciones modernas de amerindios eran
descendientes de los pueblos antiguos que vivían en esos mismos lugares o se
trataba de nuevas migraciones que reemplazaron culturas más antiguas.
-
En 2007, un grupo de
genetistas estimó que la salida de Beringia debió producirse siguiendo la
ruta costera del Pacífico, en un periodo que inicia hace ~19–18 mil
años y termina hace ~16–15 mil años (hacia el final del último
máximo glacial, en la transición Pleistoceno-Holoceno).
-
En 2009, otro equipo de
investigadores le dio al poblamiento de América una antigüedad de 15.000
años, basados en cálculos según la tasa de mutación del reloj mitocondrial.
Mapa de la
distribución de los Haplogrupos, según J. D. Mc. Donald
Para ilustrar de manera
meridiana que la genética molecular no puso fin al debate sobre los orígenes
del hombre americano consideremos,
verbigracia, que algunos genetistas incluso mencionan un haplogrupo X, supuestamente
proveniente de Europa, en una fase tardía del poblamiento americano:
Según Rivet, el hombre-jaguar encontrado en los objetos arqueológicos y en
los mitos de San Agustín, tenía un origen melanesio. La moderna ciencia de la
genética de poblaciones no descarta tal origen, según la entiendan equipos
diferentes de científicos. La Antropología es una ciencia de síntesis. Su
objetivo es develar aquello que está implícito en los símbolos, las palabras y
los testimonios materiales de la cultura. El problema de los orígenes del
hombre americano requiere del concurso de la etnología, la arqueología, la genética,
la física. Ninguna disciplina por separado responderá el enigma.
Como corolario a este paseo por la historia de la ciencia, la arqueología,
la mitología y la genética, tornemos al personaje del comienzo de estas líneas:
Paul Rivet volvió a Colombia durante una breve visita en 1948. Lejos estaban
los días del mágico viaje a San Agustín del que Rivet escribió en una carta dirigida
a Gregorio Hernández de Alba: “San Agustín quedará como el mejor de mis
recuerdos colombianos”. Lejos estaba también el sombrío 1941, cuando tuvo que
huir de una Francia ocupada por los nazis, en aquella fuga el tren se detuvo en
una pequeña estación y varios militares subieron a hacer la requisa y pedir
documentos. “Hernández de Alba mostró su pasaporte colombiano y señalando a
Rivet, que fingía dormir, explicó: Es mi abuelo” (Rodríguez,
1998: 44). De la Francia ocupada, llegaron a la España fascista del general
Franco y de allí al puerto de Bilbao, donde “abundaban las lágrimas y los sobornos de quienes querían, a
cualquier precio, partir” (ibídem). Lejos
estaba la creación del Instituto Etnológico Nacional, adscrito a la Escuela
Normal Superior de Bogotá, un 4 de julio de 1941, y la formación de la primera
cohorte de Etnólogos graduados en Colombia. En 1942, el presidente Eduardo
Santos, amigo personal de Rivet, entregó personalmente los diplomas a aquella
primera de etnólogos. En el pasado, sembradas como semillas, estaban las
investigaciones arqueológicas, etnográficas, lingüísticas y arqueológicas en
Tierradentro, Caldas, el valle del Cauca. Durante su exilio colombiano, Rivet redactó la que sería su
más famosa obra: Los Orígenes del Hombre
Americano, publicada en francés y castellano en 1943. En 1943, Rivet tuvo la
satisfacción de graduar la segunda promoción de etnólogos colombianos formada
por él (ibídem). En su exilio
colombiano, Rivet redactó artículos contra el fascismo y fue presidente de
honor del Comité de la Francia Combatiente. En 1943, Rivet parte a México,
designado por el general De Gaulle, Consejero para América Latina y Agregado
Cultural de la Francia Libre. Rivet volvió a Francia al concluir la Segunda
Guerra Mundial, reasumió las funciones de Director del Museo del Hombre y
organizó el Congreso de Americanistas de 1947. Durante su breve estadía colombiana
en 1948, Rivet encontró un país convulso por los acontecimientos políticos, se
reencontró con amigos y discípulos. “Después de una penosa enfermedad, este
pionero de los estudios americanistas, formador de los primeros antropólogos
colombianos, falleció en París, el 21 de marzo de 1951, a los 81 años de edad…
Poco antes de morir, le había dirigido una carta a Luis Duque Gómez en la que
expresaba: “Quiero tanto a Colombia como
a Francia.”
Estas líneas estarían incompletas sin una doble tributación de afecto: la
primera a Colombia, país gemelo de Venezuela, ambos países amazónicos,
caribeños, andinos, llaneros. Nos hermanan los mitos, la arqueología, la
historia. Dos hechos históricos nos distinguen: el petróleo y la dictadura del
general Juan Vicente Gómez, que son como dos caras de la misma moneda. El
petróleo significó para Venezuela un regalo troyano, con su economía minera y
rentista y todo lo malo que ello conlleva para el sano desarrollo de una
nación; claro, no podemos culpar al petróleo, entonces ¿a quién? Dejo a cada
cual responder en su conciencia a esta pregunta. La larga dictadura de Gómez
significó el fin de los llamados, en Venezuela, partidos históricos: el Liberal
y el Conservador. Por lo demás, cada paisaje geográfico colombiano tiene su
reflejo venezolano. La segunda declaración de afecto es a los libros o, más
humanamente, a sus autores. El libro Paul
Rivet. Estudioso del Hombre Americano es como una presentación matinal del
hombre y su obra. Antonio Orlando Rodríguez nos lleva página tras página como
si bajásemos en una curiara por un río vital. Seguramente este libro sembrará
en los corazones de los lectores el amor por la Antropología y si no se hacen
antropólogos, cosa que nadie les exigen, sí serán sensibles a los aportes de
esta ciencia humanística. El libro de Rodríguez me trae a la memoria los libros
que en la infancia me enamoran de la Ciencia: Verne, Cousteua, Sagan, Heinlein,
Asimov. Y, más recientemente, los libros para jóvenes de la Dra. Jacqueline
Clarac, mi tutora: El Capitán de la Capa
Roja (2da. ed, 2005) y El Águila y la Culebra (2006), estos
libros llevan a los lectores amable y certeramente a evocar estampas de nuestra
riqueza histórica y diversidad cultural. Y, finalmente, de manera melancólica,
mi propio libro para jóvenes lectores, eternamente inédito, a tal punto que no
es menester desempolvar su nombre.
¿Preguntas,
comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com
Cómo citar este artículo:
Morón, Camilo. Paul Rivet en
Colombia, El Hombre-Jaguar
y
los orígenes del Hombre Americano.
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/hombrejaguar.html
2012
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Fondo Editorial El Tarmeño, La Guaira.
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Antonio Orlando (1938): Paul Rivet.
Estudioso del Hombre Americano. Panamericana Editorial, Santafé de Bogotá.
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