El mundo simbólico de los Chichimecas del norte de México


Dr. William Breen Murray. wmurray@udem.edu.mx
Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de Monterrey (México)

Conferencia Magistral, 1er Simposio Internacional de Arte Rupestre
Bogotá, Colombia, 28-30 de octubre de 2009

 

RESUMEN

El llamado ‘arte rupestre’ nos da un acceso único al mundo conceptual de nuestros ancestros humanos, pero conduce a un camino lleno de trampas una vez que se toma el reto y empieza a explorarlo con detenimiento. Las trampas derivan de dos factores inherentes a la problemática: la distancia cultural y la ambigüedad.

En el mundo de hoy, ya nadie vive de la caza y recolección, y por ende, su conceptualización a través del arte rupestre (o cualquier otro vestigio arqueológico) es un acto de imaginación guiada dentro de un mundo desconocido. Este contraste se acentúa aún más por la notable antigüedad del arte rupestre y los cambios masivos en su entorno generados por el uso moderno.

A la vez, la evidencia rupestre es muda y el intento de darle voz a menudo tropieza con su misma ambigüedad. La falta de una clave lingüística/simbólica/cultural capaz de descifrar su código permite múltiples propuestas y deja suelta la interpretación a la libre especulación, guiada a menudo por las modas intelectuales y la credibilidad de cada proponente más que la evidencia en sí.

Mientras la investigación es dominada por cuestiones de interpretación iconográfica, se paraliza fácilmente por falta de criterios. El ícono en sí nunca ‘explica’ el arte rupestre. La interpretación de significados avanza solamente cuando la investigación iconográfica se complementa con otras perspectivas y fuentes de información. Comentaremos en particular la importancia de la colaboración científica interdisciplinaria y el uso de la arqueología experimental como complementos.

En el noreste de México, el modo de vida cazador/recolector sobrevivió con mínimos cambios hasta la Conquista Española a principios del siglo XVI. Los petrograbados y pinturas rupestres de la región retratan el mundo de los cazadores, tanto el mundo natural que lo rodeaba como los artefactos que fabricaba. A la vez, demuestran el interés de los cazadores en otro mundo que ya no es visible a nosotros: el cielo nocturno que enseña nuestro lugar dentro del universo. Para los cazadores antiguos era una guía imprescindible para la sobrevivencia y una fuerza que ejercía su influencia sobre toda la vida en la Tierra. El arte rupestre del noreste preserva –entre otras cosas- las huellas del cielo en la Tierra al lado de las huellas de los cazadores que lo observaba.

Este trabajo abarcará particularmente la evidencia rupestre que hemos documentado a lo largo de treinta años en los valles inter-serranos de la Sierra Madre Oriental en los estados mexicanos de Nuevo León y Coahuila. Tanto el arte rupestre como el contexto arqueológico señalan cambios ambientales (probablemente cíclicos) a lo largo de milenios de ocupación humana que afectan los recursos de subsistencia disponibles. Descubrimos cómo el paisaje natural jugó un papel activo en la ubicación espacial del arte rupestre. Además, confirmamos la importancia del venado cola blanca en el mundo simbólico de los cazadores del período Arcaico de esta región.

 

1. La ProblemÁtica del Arte Rupestre

Lo que hoy llamamos ‘arte rupestre’ tiene su origen o reconocimiento inicial a finales del siglo XIX con el descubrimiento de las pinturas Paleolíticas de Europa. La sorpresa de este encuentro –a principio recibido con total incredulidad– marca una nueva pauta en la historia del Arte, cuya antigüedad remonta alrededor de 70,000 años según los descubrimientos más recientes en África del Sur. Además, transformó nuestra visión del pasado, dando acceso no solamente a las herramientas de piedra y los huesos y dientes de estos primeros humanos, sino a la mente que vivía dentro de ese cuerpo.

Cualquier que sean los aspectos estéticos del arte rupestre –y creo que sí lo hay en algunos casos– su colocación en espacios naturales lo separa enfáticamente del entorno del arte de hoy. Bien podríamos llamarlo el ‘Arte de Cazadores’. En su temática, predominan particularmente las especies de animales con que convivían. Para el cazador antiguo, el mundo estaba poblado de animales, y los retrataban con un realismo impactante, como atestiguan las pinturas de leones en la Cueva de Chauvet (Clottes 2001). Sus imágenes tampoco se limitaban a las presas más cazadas. Los animales no eran solamente la comida; desde el mero principio, significaban algo más.

Este ‘Arte de Cazadores’ es bastante distinto al arte creado para los espacios domésticos y urbanos de épocas posteriores. Sus imágenes se encuentran integradas en un paisaje definido por rasgos naturales impregnados con significados. La temática también cambia entre el mundo del agricultor sedentario y los milenios anteriores a la domesticación de plantas y animales. Perdura hasta las épocas históricas entre los grupos que siguieron ese modo de vida. En el noreste de México, por ejemplo, el nomadismo estacional y la adaptación cazadora/recolectora caracteriza toda la prehistoria hasta la época de Conquista Española a finales del siglo XVI, de tal manera que todo el arte rupestre prehistórico que encontramos en la región es ‘arte de cazadores’.

Esta continuidad en el tiempo resulta engañosa y en efecto, constituye la primera trampa en el camino para quienes buscan recuperar el significado original del llamado “arte” rupestre. Por un lado, nos da acceso a un acervo importante de información etnográfica y etnohistórica, pero a la vez hace hincapié en el ‘primitivismo’, tanto de las manifestaciones rupestres en sí como los pueblos que vivían de esta manera, invocando así una memoria histórica de rechazo de sus modos y costumbres. En el noreste mexicano, las fuentes coloniales (Alonso de León 1649) describen a los amerindios locales como antropófagos bestiales, una actitud que quedó reforzada aún más por la tradición histórica azteca que rechazó su propio pasado nómada al adoptar la vida civilizada. Este desprecio histórico heredado se convierte en menosprecio y ceguera hacia ante los vestigios arqueológicos encontrados, incluyendo las manifestaciones rupestres.

Por eso, aún hoy en día, los muy diversos pueblos amerindios que habitaban la región no tienen otro nombre más que los “chichimecas” bárbaros, vocablo que en el idioma náhuatl significa algo como ‘raza de perros’. Esta imagen se preserva en buena medida hasta el presente (Ramírez 2006). En la historia local, son gente olvidada y sin nombre, rechazada por completo como ancestros de la población actual. Debido al desplazamiento territorial sistemático y el exterminio propiciado por la cacería de esclavos, la ruptura entre la historia y la prehistoria es tan completa que no podemos relacionar un solo sitio arqueológico con un grupo local mencionado por los cronistas. Existen solamente dos referencias muy oblicuas al arte rupestre en los documentos, y que yo sepa, la toponimia regional preserva el nombre de un solo lugar en una lengua indígena local. (1)

1. La Mesa de Catujanos, al poniente de Lampazos, Nuevo León, que preserva el nombre de un grupo indígena y puede haber sido su último refugio.

Afortunadamente, las mismas fuentes coloniales describen con mucho mayor detalle el entorno ambiental y los recursos disponibles en ese tiempo y cómo los nativos habían adaptado a ello. Los españoles llegaron hacia finales de lo que los climatólogos ahora llaman la ‘Pequeña Edad de Hielo’ y observaron condiciones climáticas y ambientales indicativas de un clima notablemente más frío y húmedo que las actuales. El invierno duraba cuatro meses con nieve en las zonas montañosas durante dos meses. En la zona del Altiplano, encontraron lagunas extensas, y en las cuencas interserranas, ríos permanentes con bosques ribereños y pastizales en las planicies de los valles.

En el momento de contacto, los recursos de subsistencia eran suficientes para mantener una población relativamente numerosa. Las fuentes describen un tipo de ‘nomadismo territorial’ con bandas de hasta 100 personas y fronteras marcadas entre el territorio de un grupo y otro, aún cuando no impedían el acceso mutuo. Si no fuera por la inconstancia a más largo plazo de ese régimen climático y la falta de una especie domesticable apropiado, estos grupos bien pudieran haberse convertido en pastoralistas semi-sedentarios. En cambio, en sus territorios, el lugar del animal domesticable fue ocupado por el venado cola blanca, presa difícil para el cazador pero sumamente apreciada y un elemento clave en su mundo simbólico, como veremos más adelante.

Estas condiciones ambientales del siglo XVII contrastan marcadamente con las de hoy que tal vez representa el otro extremo del continuo climático regional. Por las razones que sean, el medio actual conforma la franja sureste del Desierto de Chihuahua. Ya cuenta con muy pocos ríos permanentes, todos ellos con caudales muy reducidos. Las lagunas han secado, y la flora del desierto ha reemplazado los pastizales. Los bosques quedan como remanentes aislados solamente en las serranías más altas y las partes más húmedas de los valles. El ganado vacuno y caprino remplazó al venado y las otras especies cazadas por los antiguos pobladores.

Bajo las condiciones actuales, la sobrevivencia como cazador/recolector se tornaría sumamente precaria. Esta alternancia climática parece ser una manifestación regional de los ciclos globales que ocasiona un desplazamiento de los cinturones latitudinales de circulación atmosférica, y periódicamente activa la hidrología de las cuencas interserranas de la Sierra Madre Oriental. Nuestra hipótesis (Murray 2000) es que la mayoría del arte rupestre se produjo durante estos episodios climáticos (tal vez cortos) parecidos a lo que vieron los primeros españoles. La cronología arqueológica de estos ciclos es todavía muy incompleta e imprecisa, pero cada episodio pudiera haber sido un filtro demográfico tan fuerte que reemplazaba una población con otra, o bien podría haber ocasionado prácticamente al abandono total de la región.

Apreciamos así que la continuidad cultural del arte rupestre es una apariencia caprichosa. El lugar del arte rupestre en el paisaje es permanente y la misma adaptación perdura pero la población que lo produjo puede haber cambiado varias veces con el paso del tiempo. Por lo tanto, es poco probable que los grupos mencionados en el momento de contacto tengan relevancia para manifestaciones rupestres que pueden remontar hasta 7000-8000 años, según los estudios arqueológicos recientes (Corona 2001; Valadez 1999). Ese salto cronológico brinca las bardas de la memoria humana por mucho. La constancia de las imágenes rupestres no refleja una sola tradición cultural preservada por una misma población desde el principio, sino las condiciones y exigencias del mismo modo de vida.

En el mundo de los cazadores, el paisaje natural define la colocación del arte rupestre y enmarca su imaginería. Es notable que en todas las épocas, el arte rupestre norestense se presenta en los mismos sitios y el repertorio de motivos representados cambia muy poco. Sus imágenes y ubicación derivan de la viva presencia de los recursos naturales que sostenían la sobrevivencia. Estas circunstancias contrastan con el modo de vida que lo reemplaza posteriormente en Mesoamérica (y otras partes del mundo) que redefine el espacio, separando el campo de la ciudad.

En nuestro mundo de hoy, ya no hay pueblos de cazadores/recolectores. La constancia de los procesos naturales que los sostenían ha sido reemplazada por un mundo que premia el cambio constante - mientras más rápido, mejor - y la transformación masiva del medio a través de la tecnología. Hoy en día, los únicos venados en la región sobreviven en ranchos cinegéticos y se cazan a muy buen precio con rifles de alta potencia en vez de lanzadardos. Por eso, el mundo de los cazadores antiguos es totalmente ajeno e invisible a nosotros. Sus rasgos marcados ya perdieron su significado y los recursos y artefactos que representan, ya no existen.

Otra trampa en el camino deriva de la percepción del arte rupestre como ‘arte’. Separa las imágenes rupestres en ‘representativo’ y ‘abstracto’, reflejando así la distinción de mayor relevancia en el arte a principios del siglo XX. Este esquema clasificatorio sigue guiando muchos de los estudios rupestres, pero su referencia estética e icónica oculta otra traducción más simple que distingue entre “lo reconocible” o “lo irreconocible”.

No cabe duda de que lo representativo (reconocible) es más impactante para el observador moderno. Sentimos orientados cuando encontramos animales como venados retratados en medio del bosque, como ocurre en los valles alpinos de Valcamonica (Italia). Sintoniza con nuestras expectativas y cuando son acompañados por los retratos de los cazadores con sus armas, podemos visualizar su contexto y significado con mayor confianza.

En cambio, los ángulos irregulares grabados en esta roca (ilustración 1) al lado de la Laguna de Mayrán (ahora seco) en el sitio de San Rafael de los Milagros (Coahuila) ya no significan nada para nosotros. Su depurada geometría parece una idea pura sin referencia aparente a algo reconocible en el entorno natural. Para penetrar a su significado, se requiere una clave que ya no tenemos. Así condenamos a la incomprensión todo el arte rupestre llamado ‘abstracto’ por falta de una referencia visual directa (reconocible), olvidando que tanto en la naturaleza como en las culturas humanas, la geometría ‘abstracta’ también tiene su propio contexto.

Ilustración 1. Petrograbado Geométrico Abstracto, San Rafael de los Milagros, Coahuila

La vinculación entre las ‘manifestaciones gráficas rupestres´ y el ‘arte’ es tal vez más incomodo para los arqueólogos (González 2006) y explica en parte la mala fama que el arte rupestre tiene entre ellos. A menudo son los críticos más severos de las interpretaciones estrafalarias del arte rupestre que lo explica en términos de las imágenes y objetos de nuestro mundo actual. El trabajo arqueológico requiere el pleno reconocimiento de la distancia en el tiempo y los cambios en el entorno. La misma historia de la arqueología enseña cautela y permite reconocer la creación de nuevas fantasías y la reaparición de viejos mitos, productos de la ambigüedad y la distancia cultural inherente en el arte rupestre.

Para evitar este callejón de la pseudociencia, durante las últimas décadas, la ‘nueva’ arqueología ha buscado paradigmas científicas más rigurosas, una situación que llevó al abandono casi total de estudios del arte rupestre. Esta ceguera tropezó finalmente con la abundancia de la evidencia en todas partes del mundo y su reconocimiento como un rasgo casi universal de la cultura humana.

El problema gira en torno a la metodología que adoptamos. En este trabajo abordaremos el arte rupestre norestense desde la perspectiva de la arqueología antropológica. Esta orientación nos permite apreciarlo en un contexto global como un estudio de caso del ‘arte de cazadores’. A la vez, amplia el contexto de análisis al examinarlo simultáneamente como objeto material y producto cultural.

II. El Mundo SimbÓlico de los Chichimecas

El arte rupestre del noreste mexicano incluye tanto petrograbado como pintura rupestre, siendo el primero por mucho el más común. (2) En general, los motivos en las dos técnicas son muy parecidos, y en algunos sitios, se encuentran pintura y grabado juntos. Por eso, las trataremos aquí como manifestaciones de una misma tradición iconográfica, aún cuando hay diferencias importantes en su distribución y además superposiciones que confirman que no son productos contemporáneos de una misma actividad cultural.

2. La presencia de una especie de geoglifos en forma de piedras alineadas ha sido documentada en el área de El Pelillal, Coahuila, pero su edad es desconocida y pueden ser históricas.

A menudo las manifestaciones rupestres ocupan lugares que dominan el paisaje alrededor, aprovechando las paredes rocosas y las faldas de las largas crestas llamados ‘cuchillos’ que enmarcan el paisaje. (Ilustración 2) Aunque la gran mayoría de los sitios son a cielo abierto y los grabados a plena vista, son separados del entorno inmediato por su colocación en lugares más altos con un panorama amplia. Además, se asocian estrechamente con fuentes de agua cercanos, sean los cauces de ríos, manantiales, o los bordes de lagunas de poca profundidad. El arte rupestre no parece formar parte de la zona habitada, sino que define un ámbito distinto con sus propias funciones dentro del paisaje, cualesquiera que sean.

Ilustraciòn 2. Vista Aérea del sitio de Boca de Potrerillos, Mina, Nuevo León

El rasgo iconográfico predominante es un repertorio de motivos abrumadoramente abstracto. (Ilustración 3) Consiste en elementos geométricos en formas elementales como círculos, espirales y rectilineales, pero además en figuras más complejas como “redes”, “escaleras”, cadenas de triángulos, arcos concéntricos, y configuraciones de puntos, entre otros. Sus escalas varían desde el minúsculo hasta el gigantesco y se presentan con diversas técnicas de grabado, tanto rayado como cincelado.

Ilustración 3. Monolito, Cresta Sur, sitio de Boca de Potrerillos, Mina, Nuevo León

¿De qué contexto en el mundo de los cazadores podría derivar esa visión geométrica abstracta? ¿A qué se debe la repetición de los mismos motivos en cada sitio? Turpin (2007) sugiere que en los sitios más grandes, como Boca de Potrerillos, esta redundancia podría ser el producto de una nucleación cíclica de grupos de bandas vecinas en torno a alguna actividad repetida durante largos milenios. Ella no especifica si estas circunstancias sean rituales o prácticas (o los dos), pero recalca una característica fundamental del conjunto, la redundancia de motivos rupestres dentro de un mismo sitio. En realidad, hay varias opciones para explicar esa redundancia.

Primero, hay que reconocer las condiciones como estaban. Aún cuando los grupos cazadores/recolectores seguían un ciclo migratorio, vivían en constante movimiento. Ahora si apagamos el GPS, quitamos el reloj y el calendario en la pared, y sobre todo apagamos las luces, de repente aparezca otra vez la oscuridad nocturna y el mundo celeste encima. Hoy en día, ese cielo es observado solamente por una pequeña banda de astrónomos y aficionados. Su presencia en el mundo actual se ha reducido a un presupuesto estratosférico de la NASA y una serie de símbolos y etiquetas comerciales que sirven como recuerdos efímeros de ese otro mundo ahora invisible a nosotros que durante milenios, sirvió de guía y reloj para el cazador/recolector.

Para ellos, el conocimiento del cielo no era una mera curiosidad, sino un asunto de vida o muerte, íntimamente ligado a la subsistencia y la sobrevivencia del grupo. Los cambios estacionales determinaban la disponibilidad de recursos y las pautas de un ciclo migratorio que combinaba tiempo y espacio en un patrón anual. Aveni (1989), siguiendo a Evans-Pritchard, lo llama eco-tiempo, y bajo estas condiciones, el cielo se percibe como una brújula y calendario anual natural combinado, disponible para consulta cada noche para quienes aprenden a observar y medir sus ritmos. La redundancia iconográfica de los petrograbados también podría ser el resultado de observaciones repetidas del cielo en lugares seleccionados específicamente para este propósito.

En términos científicos, estas manifestaciones lo llamamos arqueoastronómicas, pero hay que aclarar que sus creadores/observadores no parecían nada a los astrónomos modernos, ni perseguían fines científicos con sus observaciones. La evidencia arqueoastronómica no consiste propiamente en artefactos sino la posible relación de estos artefactos con el cielo visible, el horizonte terrestre y el tiempo/espacio. En este sebtido, el arte rupestre es tal vez una de las expresiones más antiguas que demuestra esta relación.

¿En qué consiste la evidencia arqueoastronómica? El sitio rupestre más grande del noreste mexicano, Boca de Potrerillos (Nuevo León) es un destacado ejemplo. En este sitio, a lo largo de dos kilómetros de una cresta rocosa, todas las 4000 rocas (estimada) con petrograbados dan cara hacia el este, el horizonte ascendiente del cielo, y las mismas crestas tienen una orientación natural norte-sur. El lugar en su totalidad enseña de inmediato su orientación a las direcciones cardinales.

Estas orientaciones no son accidentales, sino que refieren directamente a la observación del cielo. A través de la experimentación replicativa, descubrimos que algunos grabados pudieron haber servido muy bien para observar y marcar la dirección cardinal norte, identificada visualmente por el movimiento polar del cielo y la estrella polar. Con esta observación, en cualquier parte del Hemisferio Norte, el cazador/recolector móvil siempre podría derivar las otras direcciones por inferencia y orientarse en el espacio. El reconocimiento del movimiento polar del cielo ha de ser uno de los más antiguos que posee la humanidad.

La orientación en el tiempo requiere otra herramienta: un calendario solar de horizonte que el año. En el sitio de Boca, el entorno cumple esta función. El punto de observación más prominente es una zona satélite de petrograbados al poniente de la boca del cañon, marcado por un monolito (ilustración 4) de varias toneladas, artificialmente acomodado y densamente grabado en todas sus caras. Su colocación atestigua un esfuerzo colectivo de acuerdo a un plan preestablecido, un diseño que cumplía con las funciones que pretendían.

Ilustración 4. Monolito, zona promontorio del sitio de Boca de Potrerillos, Mina, Nuevo León

Desde este punto, el horizonte ascendiente es una serranía irregular que marca todo el año. En las fechas del equinoccio, la salida del sol es enmarcada dentro de la boca. A la vez, éstas son fechas en las cuales la salida del sol marca la dirección cardinal este/oeste y anuncia el cambio de temporadas.

Si combinamos este eje visual este/oeste con el eje natural norte-sur de las crestas, apreciamos que todo el paisaje visible se convierte en marcador de las direcciones cardinales. La presencia de petrograbados cruciformes al lado del monolito y en varios otros puntos del sitio confirma la intencionalidad de este uso y establece una continuidad conceptual con un símbolo muy reconocido en la iconografía mesoamericana y la de otras culturas de América del Norte (Murray 2006).

Otra continuidad conceptual se manifiesta en el conteo del tiempo. En toda la zona, abundan las configuraciones de puntos y secuencias de rayas (ilustración 5), a veces en secuencias complejas que cuentan los períodos sinódicos de la Luna. Hace tiempo (Murray 1982, 1986) planteamos la hipótesis de que esta tradición representa una forma de numeración petroglífica que utiliza los símbolos mesoamericanos de conteo – el punto y la raya- de manera independiente para contar sumas acumulativas, y podría ser algún antecedente del sistema mesoamericano de numeración astrocaléndrica.

Ilustración 5. Piedra de la Cuenta Lunar, sitio de Presa de La Mula, Mina, Nuevo León

Muy aparte de la continuidad icónica, el contexto del conteo enseña la brecha conceptual entre los cazadores y los observadores mesoamericanos. La cuenta lunar de Presa de La Mula marca los períodos de 148 y 177 días que corresponden a los intervalos más comunes entre eclipses lunares, mismos que son registrados en el Códice Dresden, pero la suma total de 207 días (siete meses sinódicos) no tiene nada que ver con ciclos de eclipses. Es más bien una buena aproximación del período de gestación del venado cola blanca. La cuenta lunar marca el tiempo del venado, y las representaciones cercanas de astas de venado, incluyendo una cornamenta con 30 puntas, apoyan esta interpretación.

Vale la pena destacar que desde el punto de vista iconográfico, todos los motivos `celestes’ discutidos hasta ahora serían ‘abstractos’ en una clasificación iconográfica, pero el círculo es también una representación muy precisa del Sol y/o la Luna. Recordemos de nuevo que el mundo natural tiene su propia geometría y las relaciones entre estrellas (constelaciones) podría ser representada en cualquier conjunto de líneas. La separación entre abstracto y representativo desvanece ante nuestros ojos una vez que dirigimos los ojos hacia el cielo, mientras que el número infinito de posibles combinaciones abruma cualquier intento de establecer relaciones especìficas.

De igual manera, si no conocemos los objetos materiales que componían el mundo del cazador/recolector, los motivos representativos también se convierten en abstracciones. Por ejemplo, un impresionante panel de círculos incisos al lado de las representaciones de cuchillos de tamaño exagerado en Cerro La Bola (Coahuila) parece formas abstractas, hasta que lo comparamos con los yahualli, anillos de fibra hechos para cargar cestas en la cabeza que fueron recuperados enteros en sitios cercanos de la región Lagunera. Al ponerlos en su contexto arqueológico y natural, estos grabados se convierten en una de las pocas imágenes rupestres que documenta la actividad económica de la mujer recolectora.

Otro ejemplo son los petrograbados de atlatls (lanzadardos o estolas) (ilustración 6). Durante largo tiempo, me parecían meras abstracciones hasta que encontré representaciones semejantes en el arte rupestre de las montañas Coso en California. Campbell Grant (Grant et al 1968) identificó los mismos tipos de atlatls y pudo compararlos con los artefactos recuperados en sitios arqueológicos cercanos. En el norte de México, el atlatl es un marcador cronológico. Se han recuperado fragmentos de atlatls, tanto en la zona Lagunera de Coahuila como la frontera Tejana. Es el único arma del cazador hasta la introducción del arco y flecha (ca. 500-800 D.C.) con una lítica muy distinta. Por inferencia, podemos asegurar esta antigüedad mínima a sus muy variadas representaciones en el arte rupestre, igual que las representaciones de las puntas de proyectil que utilizaban y otros artefactos líticos.

Ilustración 6. Panel de Atlatls, Km. 43 sobre la carretera Saltillo- Piedras Negras (Coahuila).

Esta identificación de grabados del atlatl (junto con otros motivos asociados) dio acceso a otro paisaje rupestre. Permitió analizar los sitios como un verdadero escenario de cacería. Utilizando la documentación disponible, hicimos una réplica aproximada del atlatl antiguo e intentamos recuperar la visión del cazador armado con atlatl por medio de la arqueología experimental.

Los experimentos de tiro en los sitios rupestres demostraron un patrón estratégico consistente. La cacería era una actividad colectiva en torno a blancos fijos y los grabados de atlatls marcaban los lugares estratégicos de los tiradores. El tiro era siempre de arriba hacia abajo, aprovechando así la gravedad para aumentar la distancia y velocidad del tiro. Los blancos en frente eran de 40-50 m. de distancia, el rango efectivo del arma. Normalmente eran riachuelos u ojos de agua donde los animales vendrían a tomar periódicamente. El paisaje en sí se convertía en una trampa natural, y la colocación de varios tiradores con distintos ángulos aumentaba la probabilidad de éxito y facilitaba la persecución posterior. Con esta táctica, aún el atento y escurridizo venado era una presa accesible para los antiguos cazadores de la Sierra Madre Oriental.

La importancia simbólica del venado es confirmado tanto las fuentes coloniales como la evidencia arqueológica y etnográfica. Petrograbados de las cornamentas y huellas de venado marcan su camino en toda la región. Entre los Huicholes de Jalisco/Nayarit, la huella del venado es el símbolo del peyote y hasta hace poco, su peregrinación anual a Wirakuta incluía una verdadera cacería de venado como parte del ritual (Lemaistre 1996). El venado sigue siendo parte integral y la inspiración de la Danza del Venado, ritual emblemático de los pueblos yaquis y mayos del estado de Sonora en la que el atuendo de los danzantes incluye la cornamenta y pezuñas y sus movimientos imitan al animal. Según los hallazgos arqueológicos, las mismas astas servían como materia prima para la fabricación de atlatls (Shafer 1986) y aparecen coronando los ‘chamanes’ prehistóricos pintados en las cuevas del Río Pecos en la zona fronteriza de Texas. En zona Lagunera de Coahuila, forman parte de atuendos rituales (Guevara Sánchez 2005).

El valor simbólico del venado se revela con una apreciación más a fondo de la biología y conducta de la especie, aspectos que seguramente fueron observados con detenimiento por todos los cazadores antiguos. Resulta que el crecimiento de las cornamentas del macho se debe a un proceso hormonal regulado por la luz solar. El ciclo biológico completo corresponde exactamente un año solar y por lo mismo, cada cornamenta se convierte en un símbolo material idóneo del ritmo del ciclo anual. El ciclo empieza en la primavera y termina en otoño con las batallas campales de la temporada de celos.

Durante el ciclo, la conducta del macho se modifica notablemente, tornándose cada vez más agresiva con el crecimiento de la cornamenta. Así, la cornamenta se convierte simultáneamente en un símbolo por excelencia de la dominancia masculina (¡tanto para los cazadores antiguos como los modernos que cuelgan sus trofeos en la pared!). Esta dualidad es aún más acentuada porque al tirar las astas al final de la época de celos, el nivel hormonal del macho baja notablemente. Sin su cornamenta, los machos literalmente toman el aspecto de las hembras. En esta época, se mesclan entre ellas hasta que - llegando al número adecuado de horas de sol - inicia el crecimiento nuevamente. Esta bivalencia hormonal genera una de los ejemplos más dramáticos de la dualidad de género en el reino animal, representado también por la cornamenta, ahora no solamente como objeto símbolo sino como indicador de un atributo general de la gran mayoría de las especies naturales. En el arte de los cazadores, lejos de ser el símbolo de la inocencia (el Bambi de Walt Disney), el ciclo del venado se revela como una hierofanía que dramatiza las cualidades más profundas y universales de la naturaleza (Murray 2008), un poderoso símbolo cultural que se incorpora posteriormente en el calendario, la mitología, y el ritual, tanto en la zona de Mesoamérica como en varias otras culturas amerindias de Norteamérica.

 

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Cómo citar este artículo:

Breen Murray, William. El mundo simbólico de los Chichimecas del norte de México.
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/chichimecas.html

2014


REFERENCIAS

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