Una lectura de género
de la estatuaria de San Agustín. Huila, Colombia
Ana
María Castro. Profesional en Ciencias Sociales de la Universidad del Tolima, Colombia (2003). Maestría en Estudios de la Cultura – Mención Políticas Culturales de la Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador (2007).
Texto tomado del libro Iconografía funeraria en la cultura arqueológica de San Agustín – Colombia, Universidad del Tolima, Facultad de Ciencias Humanas y Artes, Ibagué, 2011. Cedido gentilmente por César Augusto Velandia Jagua, su editor, especialmente para Rupestreweb.
Hacia una
perspectiva del género en arqueología
El interés que promueve el
desarrollo de trabajos con una perspectiva de género en arqueología, radica en
el intento de reconstruir las relaciones entre hombres y mujeres en el pasado,
así como comprender de qué manera se produce el concepto de género y cómo trabaja en sus diferentes
dimensiones.
La perspectiva
de género propone reflexiones en torno a la cultura material, en su “...calidad de testimonio directo de la acción humana en todos los
ámbitos de las diversas situaciones históricas...” (Colomer et al., 1999:8). Al abordar objetos que son productos del trabajo y al estudiar
hechos sociales, la arqueología se ve obligada a analizar la condición dinámica
de las relaciones de género para entender el funcionamiento de los sistemas
culturales del pasado, ya que el género constituye una de las variables
fundamentales en la estructura de las relaciones sociales; una categoría social
enraizada en los mecanismos por los cuales, los integrantes de una determinada
comunidad identifican quiénes son, qué son capaces de hacer, qué deben hacer, y
cómo se encuentran relacionados entre sí y, entre ellos y el resto de la sociedad.
El propio concepto de género está determinado por los sucesivos cambios
sociales, políticos e ideológicos que se producen en un espacio y en un tiempo
concretos, en un contexto cuyos procesos históricos lo determinan (Sanahuja,
2002:76-77).
Es por ello que el género, como categoría de análisis en la arqueología,
no solo es el reconocimiento de los roles desempeñados por las mujeres y los
hombres en esas sociedades, sino que, abarca el estudio de todo un sistema
simbólico en relación con actividades, significados, prácticas políticas; en
general, con las formas de concebir las relaciones entre lo femenino y lo
masculino que están en la base de la organización social; para nuestro caso,
sus representaciones ideográficas. En este sentido, esta perspectiva también
abre la posibilidad de cuestionar la manera como los investigadores analizan
las funciones del género en la sociedad, así como su estudio a través de las
representaciones de cuerpos, en el caso de la cultura material.
El tema central de la arqueología de género no es “la mujer,” sino el
modo de las relaciones entre
hombres y mujeres y la manera como se produce una noción de género en una
sociedad determinada, aunque muchos trabajos que tratan temas
relacionados exclusivamente con
las mujeres, se confundan con esta perspectiva. Hecho que es entendible como reacción política, en la medida en que los
temas que más se han investigado tienen que ver con las representaciones
masculinas, o con términos y especulaciones supuestamente neutras que en realidad
son masculinas y androcéntricas, aunque los resultados se consideren válidos
para todos los individuos, mujeres y hombres. Sin que se haya “olvidado”
totalmente a las mujeres, lo que se ha hecho es subvalorar sus actividades y
representaciones ante la preeminencia que se le adjudica a las masculinas. Por
eso es clave entender que la perspectiva de género no admite a los hombres y a
las mujeres por separado, lo que concibe es su relación histórica y cómo esa
mirada social y simbólica consolida las formas en que se perciben a si mismos,
los unos frente a los otros y entre sí y su entorno.
La consolidación del concepto de género se hizo posible cuando diversos
estudios antropológicos, al constatar la innegable diferencia biológica, se
plantearon el problema de la diferencia entre los cuerpos sexuados y los seres
socialmente construidos, desarrollando la idea de que los hechos biológicos
tenían una representación y significación cultural relativa a las
particularidades históricas y contextuales de cada sociedad y que ésta
definiría lo que serían los hombres y las mujeres, construyendo las nociones de
lo masculino y lo femenino, las diversas características del género que es
social, cultural e histórico. El debate entonces pasó de lo natural, a lo
construido y transformable
“…Una
oposición binaria básica, la de mujer/hombre, genera una simbolización de todos
los aspectos de la vida. El género es el conjunto de ideas sobre la
diferencia sexual que atribuye características “femeninas” y “masculinas” a
cada sexo, a sus actividades y conductas, y a las esferas de la vida. Esta
simbolización cultural de la diferencia anatómica toma forma en un conjunto de
prácticas, ideas, discursos y representaciones sociales que dan atribuciones a
la conducta objetiva y subjetiva de las personas en función de su sexo. Así,
mediante el proceso de construcción del género, la sociedad fabrica las
ideas de lo que deben ser los hombres y las mujeres, de lo que es “propio” de
cada sexo. [...] la diferencia sexual nos estructura psíquicamente y la
simbolización cultural de la misma diferencia, el género, no sólo marca
los sexos sino marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo
religioso, lo cotidiano...” (Lamas, 1994:8).
Definido de esta manera, al asumir el género como categoría analítica, a
partir de la cual las personas organizamos y pensamos las actividades sociales,
en vez de considerarlo consecuencia natural de la diferencia sexual, o como
simple variable social asignada a las personas de forma diferente según las
culturas (Harding,1996:17), podemos comenzar a descubrir en qué medida los
significados de género son fundamentales en la estructura social; así como
podemos establecer la manera en que diversas sociedades instituyen los vínculos
simbólicos entre el género y los demás aspectos de la vida cultural.
Así mismo, la categoría género abre el espacio para que las
investigaciones no solo se centren en problemas ya tradicionales, reconoce la
validez del análisis de aspectos mas `sutiles´ que también son necesarios, como
el ámbito de lo privado, y muchos otros hechos invisibilizados por hacer parte
de “lo femenino”, aspectos que se consideran también complejos y merecen un
trato diferencial sin aislarlos de su contexto y de sus relaciones; pues se
mantiene la idea de la inclusión de las mujeres en los estudios de parentesco,
familia, matrimonio, etc., que reitera el punto de vista acostumbrado que sólo
las relaciona con estos aspectos del orden y los roles sociales contemporáneos.
Entonces, la lectura de género se despliega sobre la
cultura material, comprendida como producción social donde se hallan objetivadas las actividades de hombres y mujeres
específicos, sus ideas, su cosmovisión; en general, lo que cada sociedad llama
su realidad. Esos objetos fueron elaborados por una sociedad concreta, ubicada
en un tiempo y en un espacio determinados, cuyas características de
organización social, sistema de producción, ordenación espacial, cambios
estructurales, etc., usualmente son el tema general de la arqueología; pero de los cuales también se
pueden inferir las formas de relación, sistemas de representación visual, de
lenguaje, las relaciones domésticas, la distribución del trabajo, etc. Dichas
relaciones (abstractas por demás), son abordadas en ocasiones con el apoyo de
la etnohistoria, a partir de sus objetos materiales, que no tienen ni voces ni
palabras, pero que guardan todo un significado que no solo puede ser
determinado a partir de su utilidad o función, sino también desde lo que pueden
simbolizar.
“…Se ha renovado el énfasis en la cultura
y específicamente en la cultura material no como mero reflejo de las relaciones
sociales, sino como elemento activo en su estructuración. Para ello, se da
importancia a lo social, simbólico e ideológico y no solo a lo funcional…”
(Engelstad, 1999:70).
De allí que se pueda pretender una mirada desde una perspectiva de
género sobre la iconografía funeraria y las esculturas -que concentran en sí
una especie de `narración´ del orden simbólico que las produjo- representativas
de la cultura arqueológica de San Agustín, que constituyen los documentos más
relevantes para el análisis de dicha sociedad.
El género ha implicado un desarrollo conceptual aplicado en múltiples
disciplinas, que más que plantearse qué se estudia hace énfasis en cómo
se estudia; de allí que se proponga este proceso de simbolización cultural
como un hecho ineludible que debe hacer parte del cuerpo teórico de las
disciplinas; a la vez debe intentar plasmar la diversidad, esclarecer las
dificultades que implica su utilización, así como comprobar ciertos supuestos
teóricos, algunos muy evidentes como los relativos a los roles de género o
formas admitidas de la sexualidad.
La perspectiva de género como medio de conceptualización cultural y de
organización social nos ofrece un enfoque de lo que sucede en el interior de
los sistemas sociales, culturales y simbólicos. Al igual que rompe los límites
de “la mujer” y “el hombre” revalorando sus conceptos ya que, como sostiene
Judith Butler “...lo que llamamos una esencia o un hecho
material simplemente es una opción cultural reforzada que se ha disfrazado de
verdad natural...”. (Butler, 1996:326)
En cuanto a la disciplina arqueológica, el feminismo -como criterio y
posición política- y la formulación de una perspectiva de género, también han
hecho aportes muy importantes en el replanteamiento de su sustento empírico y
teórico. Teniendo presente que se trabaja con los restos de la cultura
material, testimonio directo de las acciones humanas en contextos históricos y
culturales diversos, las teóricas feministas señalaron la importancia de
reconocer lo personal, las experiencias vitales de mujeres y hombres para la
reflexión, proponiendo “...otro tipo
de análisis y de interpretación de los conjuntos arqueológicos, otra mirada
basada en nuevas categorías que permitan dar cuenta de las mujeres en el
estudio de la cultura material...” (Colomer et al., 1999:9).
Estos aportes han permitido que la pregunta por los estereotipos de
género -basados principalmente en los roles de género contemporáneos- que están
en la base de la práctica y teoría arqueológicas, esté siempre presente, al
igual que la reflexión por los datos, métodos y el conocimiento propios de la
arqueología, así como la forma en que ésta se escribe y se trasmite; en
síntesis se amplían los temas de investigación y...
“...sean cuales sean sus compromisos
políticos, pueden empezar a cuestionar las premisas convencionales sobre las
divisiones sexuales del trabajo, y sobre el estatus de las mujeres
[...], y a considerar cuestiones anteriormente inexploradas sobre la diversidad
de las estructuras de género [...], sobre el significado de la dinámica de
género en la formación de los sistemas culturales del pasado, y sobre los
orígenes y aparición de los sistemas de sexo/género contemporáneos y/o
documentados etnohistóricamente...” (Wyle, 1999:31).
Una lección general de la reflexión sobre esta nueva práctica, es que la
ciencia políticamente comprometida es a menudo más rigurosa y autocrítica, y
responde a los hechos mejor que la ciencia supuestamente neutral, que apenas se
arriesga (Wyle, 1999:60). No se puede neutralizar, despolitizar ni
desideologizar, la práctica y la teoría; puesto que así como el conocimiento es
una construcción y lleva la huella de quien lo produce, siempre hablamos desde
una perspectiva política, aunque supongamos no tenerla.
“…Nuestro conocimiento y su producto, el saber, dependen no solo
del factor objetivo en la relación cognoscitiva, sino también del factor
subjetivo ligado al condicionamiento variable del sujeto cognoscente. Este
factor subjetivo es algo muy particular, ya que siempre está en función de
condicionamientos sociales objetivos [...] se establece una relación, entre las
opiniones de los hombres sobre los problemas sociales y sus condiciones
sociales. Estas condiciones son responsables de que los hombres tengan
precisamente tales opiniones en lugar de otras, en virtud de que viven en una
determinada época y en determinadas condiciones [...] el proceso del
conocimiento está condicionado socialmente [...] sufre la poderosa influencia
de las necesidades e intereses sociales en general…” (Schaff, 1974:162-167-193)
Por otro lado, surge una dificultad en la interpretación arqueológica en
cuanto a la posibilidad de distinguir el género y el sexo, ya que este último
posee una innegable “...visibilidad arqueológica...” (Alberti, 1998);
reconocida a partir de la concepción del sexo como un hecho biológico y la
centralidad que éste le otorga a los genitales como elemento fundamental de la
identidad del cuerpo donde confluyen las características biológicas sexuales.
No obstante, los cuerpos fueron representados en su totalidad -incluso en
muchos casos con atavíos- y no solo los atributos físicos que los diferencian;
pero considero que éste ha sido el tipo de interpretaciones imperantes, donde
el género, o más exactamente, las características sexuales visibles -genitales,
pechos, vientres grávidos, etc.- que se han asumido como hombres o mujeres
representados, son tenidos en cuenta como un simple criterio para clasificar,
lo cual pone en apuros al inestigador, cuando éstas no están representadas.
Otra tendencia que predomina es la asociación de ciertos elementos
representados con actitudes adjudicadas arbitrariamente a un género, como por
ejemplo la presencia de armas con la supuesta agresividad y fortaleza
exclusivamente masculinas. De esta manera se evidencia que a pesar de que no se
haga una reflexión explícita del género, los estereotipos siguen presentes. Se
habla desde una posición de género, que ha colmado la práctica y la teoría
arqueológicas de lugares comunes que se repiten y reproducen, pero no se
cuestionan.
Entonces,
hacer una lectura desde la perspectiva de género sobre el registro
arqueológico, con estas dificultades y presupuestos, implica la crítica al
discurso y a la práctica arqueológicos para establecer sesgos, presuposiciones
o cualquier tipo de discriminación que se le haya impuesto o atribuido a la
cultura material y a sus interpretaciones. El trabajo directo con los restos de
la cultura material, supone que también se deben tener en cuenta las
interpretaciones ya elaboradas, para proponer una lectura distinta que las
supere cuando ciertos elementos representados se relacionan exclusivamente con
“lo femenino” o con “lo masculino”.
De igual
manera abre la posibilidad de cuestionar si esas sociedades asumían una
perspectiva de género en sus vidas y frente a su producción cultural, lo que
conlleva a preguntarnos acerca de cómo se manifiestan las relaciones de género
en los restos arqueológicos, para profundizar en las representaciones de lo que
serían sus nociones de género que atraviesan todas las formas de construcción y
representación de la cultura material; es por ello que el saber interpretarla
en sus distintas manifestaciones (instrumentos de trabajo, enterramientos,
ajuares, el uso del espacio, la iconografía, etc.) nos puede dar indicios
claros de la presencia y la importancia que cada sociedad dio a los géneros.
En esta
investigación, estos aspectos indagados a partir de las esculturas, se
contrastan con un importante material bibliográfico que las ha interpretado,
pero que al contrario de lo que se podría pensar se distancian pues, por
omisión, en ocasiones se excluye a las mujeres, así como se siguen
reproduciendo los estereotipos de género, las nociones universalistas de “la
mujer”, y se privilegian solo ciertas experiencias, como se verá más adelante.
El género es
complejo, pues no solo tiene que ver con las construcciones culturales de lo
que significa ser hombre o mujer, ya que no solo forma parte de la
estructuración del individuo, sino también de la sociedad y la cultura. Además
es una categoría que no se puede manejar desde una proyección simplista de las
nociones actuales de género, sobre la noción de género en el pasado, y el
género en otra sociedad. De allí la importancia de tener en cuenta los diversos niveles de androcentrismo que caracterizan la
práctica y la teoría antropológica (Moore, 1999:14). El primer nivel
corresponde a la visión personal del arqueólogo (heredada de la antropología
clásica), que incorpora a la investigación una serie de suposiciones y
expectativas acerca de las relaciones entre hombres y mujeres, y sobre la
importancia de estas relaciones en la percepción de toda la sociedad; el segundo
es inherente a la sociedad objeto de estudio, cuando ésta considera que las
mujeres están subordinadas a los hombres y esta visión será la que
probablemente se transmita al arqueólogo; el tercer nivel de androcentrismo
tiene relación con la parcialidad ideológica propia de la cultura occidental.
Así, los investigadores guiados por su experiencia cultural, equiparan las
relaciones asimétricas entre hombres y mujeres de otras culturas con las
desigualdades social, económica y política que condicionan las relaciones entre
los dos sexos, en la sociedad occidental.
Este nivel es precisamente el que considero más persistente en la forma
como se desarrolla la disciplina arqueológica en nuestro país, pues usualmente
se hace una transliteración mecánica, una extrapolación de comportamientos
actuales al pasado (sin, por lo menos, la propuesta de un modelo apoyado en la
investigación etnográfica), donde no se tiene en cuenta que no es lo mismo
relaciones asimétricas basadas en las diferencias de jerarquía, linaje, rango,
etnia, edad, etc., que relaciones de desigualdad de clase y dominación, como
las que caracterizan las relaciones de género en la sociedad occidental
contemporánea. En este sentido “...La alternativa al androcentrismo debe
partir de una perspectiva que empiece a valorar positivamente lo negado y
recobre el significado de todo lo que ha sido marginado desde el punto de vista
hegemónico central...” (Sanahuja, 2002: 14-15).
Finalmente, este recorrido por la noción de una perspectiva de género en
la arqueología, permite afirmar que la reducción del concepto de género ha
impedido la formulación de las preguntas, así como la supuesta inclusión de las
mujeres cuando se habla de los hombres como “género humano,” incorpora
ingenuamente todas las demás valoraciones aparentemente neutrales, que no son
otra cosa que apreciaciones sexistas, en algunos casos abiertamente
discriminatorias. Si se hace énfasis en reconocer las diferencias de clase,
económicas, políticas y sociales, pues el género también debe ser estudiado de
manera diferencial, superando el androcentrismo; lo que será
posible si logramos reconocer e interpretar los indicadores sobre el género,
dada la distancia histórica y cultural de los investigadores y los seres
humanos y culturas que se estudian.
“…La consideración de género sugiere una modificación de la
encuesta por la esencia que hace residir el interés, más que en su desarrollo y
realización, en deconstruirla como acontecimiento histórico para vislumbrar
cómo ello aconteció y cómo funcionó en contextos diversos y múltiples. El
significado teórico de este viraje posee implicaciones decisivas, pues una
reivindicación del papel primario en las sociedades que poseía el género hace
más que desestabilizar determinaciones simplistas siempre observables en la
historiografía. Introduce un corte novedoso en la “realidad”, pensándola como
contingente, pues la existencia de diversas determinaciones elimina, desde el
principio, todo monismo interpretativo u ontológico…” (Acha, 2000:74)
El género a través del registro arqueológico
El lenguaje: Silencios y estereotipos
En los textos
donde se indagan y explican diferentes aspectos de la cultura de San Agustín,
inferidos principalmente desde las lecturas hechas sobre la estatuaria, no se
halla de manera explícita un análisis diferenciado del género. Sin embargo,
encontramos referencias a las mujeres y a los hombres en la medida en que
algunas esculturas tienen representadas características físicas sexuales,
especialmente genitales, es decir que la diferencia sexual es ineludible pues
se encuentra diversamente representada; aunque el concepto de género sea más
complejo, se hace una reducción y aproximación al mismo a partir de estas
características.
Una forma de
rastrear los presupuestos de género que inadvertidamente parecen filtrarse, la
encontramos en la utilización del lenguaje y las valoraciones sexistas
manifiestas en el registro:
“...imagen graciosa que representa un personaje débil y
sibarítico, casi diría feminoide, pero de elevada jerarquía como lo demuestran
las varias e importantes insignias que porta...” (Barney, 1975:108)
Figura 5.1 - Escultura ET–173(1)
Así como
encontramos esta relación injustificada de las formas de la estatuaria con
características de la concepción de la feminidad occidental como son la
“debilidad” y la “sensualidad” -que parecen no ser compatibles con la “elevada
jerarquía” que ostenta-, existe una recurrencia a resaltar la sexualidad
masculina:
“...algunas esculturas de deidades representativas del poder
genético masculino, llevan el miembro erecto, ceñido por el cordón fálico...”
(Preuss, 1974 nota de Pablo Gamboa:188)
“...la figuración del sexo masculino y el cordón fálico tienen una
función simbólica. El miembro erecto significa la fuerza viril y el poder
genético, propios de esta deidad masculina y solar. El cordón fálico que lo
ciñe, expresa que esta fuerza está contenida, atada a la deidad. Cuando el nudo
se deshace, la fuerza se desborda cumpliendo su función creadora...” (Preuss, 1974
n. de PG:195)
“...las demás aparecen desnudas, con el pene erecto atado a un
cinturón. El miembro erecto representa la fuerza viril y el poder genético
propio de la deidad masculina y solar...” (Franco, 1979:21)
Figura 5.2 – Escultura MA-012(2)
“...el caracol de forma alargada que tiene en la mano izquierda,
representa la fuerza genética masculina; es un elemento fálico. Este atributo
se refuerza por la representación del miembro viril erecto, ceñido y anudado a
un cordón que significa que cada vez que se desata, se produce la simiente
divina elemento creador por excelencia que cae sobre la tierra en forma de
rayos solares. Además de la “boca felina” se identifica como elemento femenino
o sea que contiene el elemento vital, tanto masculino como femenino,
participando doblemente en la función vital creadora...” (Gamboa, 1982:123)
Figura 5.3
– Escultura AI-262(3)
“...en San Agustín existe la sexualidad en el espacio de la
muerte (cementerios), indicándose una vinculación directa. Aquella aparece como
atributo de un ser sagrado, mítico, con rasgos antropozoomorfos que tiene un
miembro viril en erección y amarrado con un cordón, o agarra un animal que
parece un mono con una cola fálica. Este aspecto sexual se destaca también con
la presencia de columnas de basalto con formas fálicas, que bordean el montículo
que mira hacia el oriente, de la mesita B [...] o a las que acompañan algunas
de las tumbas megalíticas...” (Llanos, 1995:71-72)
“...los chamanes jaguares de San Agustín parecen compartir
el concepto de Heisel, son masculinos, sus caras son felinas (máscaras) y se
encuentran en contextos funerarios [...] Además, su sexualidad masculina puede
simbolizar no solo la reproducción sino también el instinto que incita a la
sexualidad prohibida y a las relaciones incestuosas, con la tierra, con la
madre universal...” (Llanos, 1995:158)
Concederle un
carácter simbólico de “poder genético, fuerza viril,” que debía estar contenida
para luego ser “desbordada en forma de rayos solares” a una representación que,
en un modelo de explicación más económica, no es más que una forma de vestido
ancestral y etnográficamente documentado, como la utilización de estuches
penianos amarrados a la cintura por cordones, es una transliteración de las
valoraciones y la ideología de género pertenecientes a la cultura de los
investigadores; ya que “...en la cultura occidental moderna,
esa “diferencia sexual” estuvo gobernada por el falocentrismo. Nunca olvidemos
que la supremacía masculina fue garantizada por una opinión que subordinaba los
cuerpos, maniataba los anos, y exaltaba los penes penetrando las vaginas
(construidos como objetos pasivos)...” (Acha, 2000:67).
En el afán de
adjudicar significados a los instrumentos y atributos que están representados
en las esculturas, encontramos aserciones como:
“…un guijarrito con los extremos redondeados; en uno hay una línea
vertical y otra horizontal, que quizá sea un falo. En el otro extremo hay dos
líneas en ángulo que quizá represente el triángulo sexual femenino...” (Pérez
de Barradas, 1943:90-91)
“...el simbolismo del caracol en el mundo precolombino es muy
complejo, puesto que puede ser atribuido a la fecundidad; masculino, si es en
forma alargada; o femenino, si es una concha. Además de su carácter masculino,
tiene función como recipiente para guardar la coca, como “poporo”...” (Gamboa, 1982:166)
Estas
afirmaciones corresponden a la costumbre que se ha convertido en lugar común al
identificar como femenino un triángulo o una raya vertical y como masculino un
elemento en forma alargada; ésta es quizá una manera de representar la fisiología
de los genitales en nuestra cultura; tendríamos que buscar en el contexto y los
referentes comparables con San Agustín para afirmar que en esta cultura, tienen
el mismo significado las mismas representaciones.
“…Mientras que las representaciones de la vulva como parte del
conjunto del cuerpo femenino -o de una parte sustancial de éste- constituyen
ejemplos convincentes, la mayoría de las imágenes que se han interpretado como
genitales femeninos son insustanciales y, normalmente, de un diseño tan simple
que podría resultar igualmente plausible que se hubieran hecho para representar
algo completamente distinto [...] quizá el ejemplo más absurdo de todos ellos
sea la descripción de una simple línea recta como la representación de la
abertura vaginal...” (Rudgley, 2000:286)
Otro hecho que
muestra la mirada androcéntrica de las lecturas hechas sobre las esculturas, es
una especie de recelo en el reconocimiento de una valoración social relevante
que podrían implicar las representaciones femeninas:
“...gran figura [en la fuente de Lavapatas] vista de frente con
los brazos levantados y con corona de plumas [...] cinturón con taparrabos,
pero con el triángulo sexual femenino e incluso una rayita como bisectriz del
ángulo interior que pudiera representar la vulva [...] Esta figura es muy
curiosa puesto que la mayoría de los caracteres se relacionan con figuras
masculinas del alto del Tablón y con la divinidad infantil que muestran las
diosas-madres de la mesita B y El Cabuyal, por ejemplo. Por otro, ¿el triángulo
sexual parece indicar una divinidad femenina? ¿trátase de una divinidad que
primero fue femenina y con el transcurso del tiempo pasó a ser del sexo
contrario? ¿será esta figura de una etapa intermedia?...” (Pérez de Barradas, 1943:97)
“...es la piel de un cuadrúpedo que le sirve de distinción al
personaje [...] se trata de un varón con el potente órgano viril y el cordón
fálico, podría pensarse que la estatuilla del museo, sería la efigie de un
sacerdote, según opinión de Gamboa y no de estatua femenina como es la creencia
más aceptada. Es decir ¿la insignia de la piel, estaba reservada sólo a los
varones? [...] ¿logia de guerreros, vestido de cazadores, señal de hombría?
[...] ejemplos distintos de un fenómeno semejante...” (Barney, 1975:90)
Figura 5.4 – Escultura MB-045
Además de no
resolver los cuestionamientos que proponen, estas afirmaciones son visiblemente
un intento de darle un carácter masculino (y por lo tanto importante), a lo que
previamente han identificado como femenino. Esto se corresponde con la
tendencia de los arqueólogos, según Janet Spector (1999:234) que, además de
presentar al «hombre» como
medida de lo humano, proyectan con demasiada frecuencia nociones culturales
específicas y contemporáneas sobre los papeles, posiciones, actividades y
capacidades de los hombres y las mujeres de los grupos que estudian. Estas
proyecciones sugieren de forma implícita que las relaciones entre los sexos son
estáticas e inamovibles, con independencia del contexto cultural o temporal.
Esencialismo y
naturalización
Fertilidad de la tierra : fecundidad femenina : tierra : vientre
En el registro
arqueológico se encuentra frecuentemente la tendencia a relacionar los rituales
y procesos sociales y naturales de la fertilidad de la tierra con la fecundidad
femenina:
“...el carácter mágico de la escultura es innegable, puesto que
encarna los personajes divinos; personajes imprescindibles para la comunidad
dentro del ritual mágico-económico de la fecundidad y la agricultura...”
(Preuss, 1974 n. de PG:193)
“...En la estatuaria de San Agustín parecen predominar en el
periodo mesitas medio, las representaciones de deidades solares, asociadas al
culto de la fertilidad y por lo tanto al cultivo de varias plantas, en especial
el maíz...” (Duque, 1964:387)
“...la religión de los primitivos pobladores de San Agustín estuvo
en íntima relación con su principal base de sustentación económica, la
agricultura. De ahí que en la estatuaria aparezcan representadas deidades y
ritos de la fertilidad y la germinación...” (Duque, 1964:423)
“...divinidades antropomorfas femeninas [...] muchas de ellas se
hallan en estado de gravidez, lo que expresa el concepto de fecundidad, no solo
humana sino también de la tierra, aspecto importante para la producción de
abundantes cosechas...” (Franco, 1979:18)
“...el sol y la luna; el viento, el rayo, la lluvia; el invierno y
el verano, y aspectos más complejos derivados de estos, como la fertilidad y la
fecundidad; tuvieron un interés especial para las culturas basadas en el agro,
como son por ejemplo; el papel que desempeñan las fases de la luna en relación
con el cultivo y crecimiento de las plantas, aspecto que influyo en la
estructura social agustiniana mediante el matriarcado, hecho patente en la
estatuaria por el predominio de representaciones femeninas en la primera
época...” (Gamboa, 1982:109)
“...por su forma cambiante [la luna] a través de sus fases
“crecientes y “decrecientes”, conforman la mecánica mítica, de vida, muerte y
resurrección, mecánica que pronto se asociará al proceso agrícola donde se
siembre una semilla -muerte-, para que surja otra planta -vida-, y
produzca nuevos frutos -resurrección-. También se asocia al ciclo vital
humano y a la fecundidad, identificándose como el principio femenino: de esta
manera se representa como mujer...” (Gamboa, 1982:118-119)
“...la escultura agustiniana, de carácter funerario y por lo tanto
sagrado, es un elemento propiciatorio de la fecundidad y fructificación de la
tierra, los cultivos, los animales y los hombres...” (Gamboa, 1982:132)
“...las fuerzas y elementos de la naturaleza que inciden sobre la
actividad agrícola se tipificaron mediante la creación de complejas
representaciones que muestran atributos de la fecundidad de carácter femenino o
masculino....” (Gamboa, 1982:137)
“...seguramente asociaron la fertilidad de la tierra con la
fecundidad femenina, como indica la presencia de figuras femeninas de barro,
con sus atributos sexuales modelados y de animales...” (Llanos, 1995:34)
Al no
clarificar a partir de qué modelo ni sustento teórico se fundan, estas
afirmaciones parecen corresponder con la noción occidental que relaciona la
naturaleza con la mujer y el hombre con la cultura, una de las maneras
contemporáneas de simbolizar el género; ya que las mujeres, dada su fisiología
y su específica función reproductora, parecen encontrarse más cerca de la
naturaleza, así como los hombres se relacionan más directamente con la cultura
puesto que tienen que buscar medios culturales de creación. El papel social de
las mujeres se percibe tan próximo a la naturaleza porque su relación con la
reproducción ha tendido a limitarlas a determinadas funciones sociales, que
también se perciben próximas a la naturaleza. Pero en realidad las mujeres no
están más cerca ni más lejos de la naturaleza que los hombres, ésta percepción
solo es posible por el sistema de valores culturales que generan dicha relación
(Cfr. Orther; 1979).
Figura 5.5
– Esculturas MC-116 y MA-017
Aproximarnos
de ésta manera a la relación hombre/cultura mujer/naturaleza permite
comprenderla, de acuerdo con Henrietta Moore (1999:29), como una manifestación
de las formas en que se integran las ideologías, estereotipos de género,
experiencias y actividades a un sistema más amplio de símbolos sociales; que
son variables a pesar de que continuamente se establezcan vínculos simbólicos
entre el género y otros aspectos de la vida cultural. Es por ello que las
diferencias entre hombres y mujeres se conciben como un conjunto de pares
contrarios que evocan nociones antagónicas; dichas asociaciones no proceden de
la naturaleza biológica de cada género, sino que son una construcción social,
apuntalada por las actividades sociales que determina y por la que es
determinada.
Ésta deducción
implícita, basada en el modelo de opuestos de nuestra sociedad, deja a un lado
el hecho de que “...tanto los hombres como las mujeres
están relacionados con la naturaleza a través de su participación en la
reproducción...” (Goodale apud Moore, 1999:33). Se da por
supuesta una correspondencia que no está justificada directamente por la
sociedad a la cual se le adjudica, y se descarta la posibilidad de que dicha
sociedad apreciara y vivenciara estos fenómenos de distinta manera; un ejemplo
podría encontrarse en los mitos amazónicos donde, los hombres y las mujeres sí
vienen de la naturaleza o están del lado de la naturaleza hasta que los
hombres, mediante un ardid, roban el fuego al jaguar (que es el dueño de los
bienes culturales), y las mujeres, que convierten el fuego natural en fuego de
cocina, pasan al lado de la cultura en tanto los hombres hacen lo mismo como
cazadores. (Levi-Strauss, 1968:71 s.s)
“...“Naturaleza” y “cultura” no son categorías denotativas ni
exentas de valores; son construcciones culturales similares a las categorías “mujer”
y “hombre”. [...] De la misma manera que no podemos asumir que las categorías “mujer”
y “hombre” signifiquen lo mismo en todas las sociedades, debemos aceptar que
otras sociedades no vislumbren la cultura y la naturaleza como categorías
distintas y contrarias, tal como sucede en la cultura occidental. Además,
incluso si existe esta distinción, no debemos dar por sentado que los términos
occidentales “naturaleza/cultura” traducen adecuada o razonablemente las
categorías imperantes en otras culturas...” (Moore, 1999: 34).
No queda claro
en el registro, a partir de qué modelo se afirma dicha relación establecida tan
estrechamente entre dos hechos naturales como la fecundidad de la tierra y la
fertilidad femenina; el hecho de que los dos generen productos necesarios para
la colectividad -alimentos y cuerpos respectivamente-, no implica mecánicamente
una relación analógica; ésta será posible con una mediación cultural que
corresponda con la ideología y manera de simbolizar dichos eventos, propios de
cada cultura. La importancia de una actividad como la agricultura esta en
función de su interés para toda la colectividad -al punto de llegar a
celebrarse ritualmente-, y no en valoraciones que rescatan supuestas esencias y
crean analogías aparentes.
Si
consideramos estas afirmaciones como una manifestación de las formas en que se
integran las ideologías, estereotipos de género y experiencias a un sistema de
símbolos sociales, que parecen corresponden más al modelo de las sociedades de
los investigadores, podríamos comprender de donde proviene también la
correlación que establecen entre tierra y vientre:
“...también hicieron una arquitectura subterránea, para sus
muertos, en el mundo de abajo donde habitan otros seres mitopoéticos, en el
vientre de la madre tierra...” (Llanos, 1995:61)
“...las urnas son como vientres, lo mismo que los sarcófagos que
tallaron de troncos de árboles, logrando una conjunción con la naturaleza. El
muerto es introducido en el árbol de la vida y en el vientre de la madre
tierra...” (Llanos, 1995:69)
Tanto ésta
relación como la establecida entre fertilidad de la tierra y fecundidad
femenina, sería más apropiada si la pensamos no desde la noción occidental que
separa a las mujeres y los hombres del resto de la naturaleza, noción que es
contraria a la que tienen y tuvieron las sociedades indígenas, en cuanto al
modo de su relación con la naturaleza, pues no se piensan como distintos sino
como parte de la misma.
Más aún si
tenemos en cuenta que el pensamiento mítico es el pensamiento humano que
concibe la realidad por analogía, y ésta es a la vez una lógica que se expresa
en las formas de la metáfora y la metonimia; razonar por analogía es afirmar
una relación de equivalencia entre objetos (materiales o ideales), conductas,
relaciones de objetos, relaciones de relaciones, un razonamiento que está
orientado. Al representarse la naturaleza por analogía con el hombre, el
pensamiento primitivo trata el mundo de las cosas como un mundo de personas y
las relaciones objetivas y no intencionales entre las cosas como relaciones
intencionales entre personas. (Godelier, 1974:370-372).
De allí que
este pensamiento “humaniza la naturaleza y sus leyes”, otorgándoles propiedades
humanas, en una especie de imagen recíproca de los hombres y las mujeres y el
mundo, sintetizando las relaciones naturaleza y cultura al hacer comparables
todos sus aspectos por analogía.
Propongo que
comprendamos las interpretaciones y manifestaciones simbólicas de la producción
y la reproducción en el marco del pensamiento por analogía que hace posible
crear este tipo de metáforas, fundamentado en la preeminencia que las
sociedades indígenas le otorgan a los procesos de reproducción de la vida y su
mantenimiento; bajo su concepción de la tierra más que como madre, como tierra
sagrada.
Aproximaciones
a la estructura social: La función del género
En el registro
arqueológico otros temas que permiten rastrear las interpretaciones sobre las
relaciones y estructura de género, son las referencias en cuanto a las formas
de la organización social, familiar, los roles y la división sexual del
trabajo; aunque no sean pormenorizadas, pues la disciplina se distingue por ser
descriptiva y taxonómica frente a los objetos, pero poco se arriesga a definir
y caracterizar quiénes y cómo era la sociedad que los produjo.
Sobre la estructura familiar:
“...algunas sepulturas de jefes o caciques, que aparecieron
rodeadas de enterramientos femeninos, [...] sugieren la posible existencia de
la poliginia como base de la organización familiar, notables prerrogativas de
los mandatarios y quizás la existencia de la institución de la mujer
principal...” (Duque, 1964:378)
“...organización social estructurada sobre la base de pequeños
grupos familiares que explica la diversidad de estilos y motivos de la
estatuaria...” (Duque, 1964:380)
“...la sociedad de agroalfareros sustentó la organización
social en la familia y tuvo como dirigentes a los chamanes...” (Llanos, 1995:34)
“...durante el periodo formativo no vivieron en poblados sino en
bohíos dispersos, entre los que hubo “intercambios matrimoniales” y
compartieron saberes en un sistema social comunitario...” (Llanos, 1995:36)
“…los centros monumentales funerarios están construidos por
unidades (montículo artificial, tumba megalítica, templete, esculturas)
asociadas a cementerios, lo que puede significar un parentesco entre el
personaje principal enterrado en cada montículo y las personas enterradas
alrededor de éste (unidades familiares). También existen cementerios sin
construcciones monticulares en los que enterraron miembros de familias, con un
rango menor...” (Llanos, 1995:45)
Es conocida la
dificultad que implica trabajar con los restos de la cultura material, parte de
una totalidad -desecha por el proceso de deposición- que se nos presenta
fragmentada, de la cual suponemos un valor significativo al que pretendemos
acceder; se trabaja entonces con fragmentos para convertirlos en referentes de
unas posibles relaciones, que al analizar los modos de su articulación con
otros, nos lleva a comprender sus vínculos con un contexto que en otro momento
histórico explica el proceso de su producción.
En ese sentido
podríamos pensar que la arqueología, al estar caracterizada por el trabajo con
objetos, no tendría por qué mostrar un excesivo sesgo androcéntrico ni una
atribución mecánica de las concepciones actuales al pasado, más aún si la
contrastamos con otras disciplinas que por sus objetos de estudio son más
propensas a las explicaciones interesadas.
No obstante,
como en este caso, las afirmaciones sobre la “poliginia, pequeños grupos
familiares, intercambios matrimoniales, unidades familiares”, más que
corresponder a una debida contrastación arqueológica, se asemejan a la
concepción usual de la familia como unidad básica de relación social; ésta se
ha denominado familismo, es decir,
una forma de sexismo derivada de la insensibilidad acerca del género y que
consiste en tratar la familia como unidad de análisis, sin tener en cuenta que
un mismo problema puede afectar de manera distinta a los miembros que la
integran, que pueden existir individuos sin familia o bien que cabe la
posibilidad de otras formas de organización social. En este sentido, resulta necesario insistir en que la unidad
doméstica no debe ser confundida con una familia, ni una familia con una
familia nuclear. El actualismo de la familia nuclear ha invadido en muchas
ocasiones la bibliografía arqueológica y hay que ser prudentes ante las
generalizaciones basadas en la universalidad de lo propio. La unidad doméstica
puede ser definida como un grupo humano con relaciones de consanguinidad,
afinidad o imposición, de tipo familiar o no, cuyos vínculos se establecen a
partir de la convivencia cotidiana y proporcionan el contexto idóneo para la
producción de cuerpos y el mantenimiento y socialización de los mismos. La
familia, en cambio, está formada por un grupo de personas vinculadas a partir
del matrimonio, adscrito a la procreación y cuidado de los hijos e hijas, con
una residencia común. El tipo de familia se define a partir de la regla
matrimonial y la norma de residencia, lo cual tiene consecuencias para el
ajuste a las actividades económicas de la unidad doméstica (Sanahuja, 2002:
66-67).
“…El problema de la familia no debe ser tratado de forma
dogmática. De hecho es una de las cuestiones más escurridizas dentro del
estudio de la organización social. Poco sabemos del tipo de organización social
que prevaleció en las primeras etapas de la humanidad. Por otra parte, cuando
consideramos la amplia diversidad de sociedades humanas que han sido
estudiadas, lo único que podemos decir es que la familia conyugal y monógama es
muy frecuente [...] Además los pocos casos de familia no conyugal (incluso en
su forma polígama) establecen sin la menor sombra de duda que la alta
frecuencia del tipo conyugal de agrupación social no deriva de una necesidad
universal. Es posible concebir la existencia de una sociedad perfectamente estable
y duradera sin la familia conyugal. La complejidad del problema reside en el
hecho de que, si bien no existe ley natural alguna que exija la universalidad
de la familia, hay que explicar el hecho de que se encuentre en casi todas
partes [y de tan diversas maneras]…” (Lévi-Strauss, 1974:16)
Lo que
observamos en el registro es una consideración de la familia como si fuera la
única forma de unidad doméstica; ésta generalización y universalización debe
ser cuestionada, y para su análisis -más que la noción que hoy impera- se debe
tener en cuenta la forma y existencia o no del matrimonio(4) como institución, así como las normas de residencia, las filiaciones y los
acuerdos o afinidades que pueden integrar a varias personas en una convivencia
cotidiana; sin dejar a un lado la pregunta por la función de las estructuras
familiares en la organización social.
“...la supuesta universalidad de la
familia conyugal corresponde, de hecho, más a un equilibrio inestable entre los
extremos que a una necesidad permanente y duradera proveniente de las
exigencias profundas de la naturaleza humana. [...] hemos de considerar
aquellos casos en los que la familia conyugal difiere de la nuestra, no tanto
con referencia a una diferencia de valor funcional, sino más bien porque su
valor funcional es concebido de una forma cualitativamente diferente de
nuestras propias concepciones ” (Lévi-Strauss, 1974:27-28)
En cuanto a los
roles y la división del trabajo:
“...la estatuaria de dioses superiores es bimorfa. Solamente la de
hombres, es decir la iconografía de guerreros o sacerdotes o altos jerarcas
tiene valor retratístico antropomórfico...” (Barney, 1975:6)
“...la casta de los guerreros con sus deidades protectoras, tales
como el dios tigre y la serpiente crestada, parece que está representada en
varios monolitos [...] pueden juzgarse también como representación de
guerreros, por los cráneos trofeos que llevan pendientes del cuello...” (Duque,
1964:380)
“...es indudable que algunas de estas estatuas llamadas
cariátides, figuran representaciones de guerreros famosos de la tribu...”
(Duque, 1964:436)
“...el proceso por el cual se produjeron esculturas, dólmenes,
sepulturas, sarcófagos, etc., integrado totalmente a la organización social y
económica agustiniana, produjo la estratificación social propia de la división
del trabajo en clases de: jefes, sacerdotes, guerreros, constructores,
tallistas, orfebres, ceramistas y agricultores, algunos de los cuales están
tipificados en la estatuaria que, además, es un factor de diferenciación social
destinado a las clases dominantes, que tuvieron la capacidad de hacerse erigir
estos monumentos para su propia preservación...” (Gamboa, 1982:108-109)
“...el personaje principal de la estatuaria, por tener la boca con
grandes colmillos y en algunos casos garras, es un chamán asociado al felino,
es un chaman-jaguar [...] simboliza el poder del conocimiento de los chamanes
[...] es el padre creador. Algunos de estos chamanes-jaguares tienen rasgos del
murciélago que está vinculado a mitos de canibalismo (muerte). De ahí que en
varias esculturas agarra niños, serpientes, un mono y pescados, asociados a la
fertilidad, o sea, de los chamanes dependió la vida...” (Llanos, 1995:50)
Considero que no podemos igualar una sociedad jerarquizada a una
sociedad de clases, pues en las sociedades jerarquizadas o estratificadas la
organización social no se basa en éstas, no hay desigualdades que las
determinen cuando las acciones de los funcionarios benefician a toda la
población.
“...una minoría social puede adquirir definitivamente una situación excepcional (poderes religiosos, poligamia), aun si no
controla directamente los factores de producción ni redistribuye la mayor parte
de los productos a los que su situación de excepción le da derecho (sociedades
de “categorías” y sociedades “estratificadas”) [...] la desigualdad sólo se
construye en la práctica y solo se justifica ideológicamente por los servicios
prestados a una comunidad. Supone siempre y desarrolla una forma de
desequilibrio económico entre los individuos y los grupos, desequilibrio que se
transforma en una relación social ventajosa tanto para la comunidad como para
el individuo que pretende desempeñar un papel “central”. La desigualdad social
y económica representa pues, hasta cierto punto, una ventaja para el desarrollo
de la vida social y prácticamente aboca a que los intereses de la comunidad se
identifiquen real e ideológicamente con los de determinados individuos [...] en
la base de toda supremacía política está siempre el ejercicio de funciones sociales...”
(Godelier, 1974:38)
Otro hecho notable en el registro es que los únicos roles que relevan
los autores son los de “guerreros, chamanes, jefes, sacerdotes, constructores,
tallistas, orfebres, ceramistas y agricultores”, aunque no se hace referencia
alguna a si eran labores desempeñadas por hombres o por mujeres, parece que
fueran exclusivamente masculinas.
Quizá esta falencia se explique por la sistemática adscripción de los
papeles protagonistas de la historia al sexo masculino, así como por el
constante olvido de ciertos ámbitos de la organización social a los cuales se
les presta muy poca atención: la reproducción, el cuidado y la socialización de
niños y niñas, el procesado de los alimentos, la confección de prendas de
vestir, la producción cerámica de tipo doméstico, en una palabra, todo lo
relacionado con el mantenimiento de la vida y de los objetos y, por tanto,
básico para la producción social de cualquier grupo. Sabemos que todo lo que en
la actualidad es mayoritariamente realizado por mujeres ha sido dejado de lado
por la arqueología, así como atribuye mecánicamente a los sexos lo que
actualmente parece corresponderles: mujeres cuidadoras del hogar y los propios
hijos e hijas y con actividades relacionadas con lo doméstico, hombres aprovisionadores
de alimentos, ejecutores de la mayoría de trabajos considerados básicos para la
sociedad y asociados siempre a las armas, los intercambios y el poder político
(Sanahuja, 2002:64-65).
Entonces la escasa mención a la división del trabajo por sexos en el
caso de San Agustín, demuestra un desinterés por la interpretación social de
las labores femeninas de acuerdo con las valoraciones de los investigadores; es
por ello que finalmente son definidas en términos androcéntricos o totalmente
invisibilizadas, a pesar de la importancia de este aspecto para la estructura
social, al punto de ser considerada como la más antigua división del trabajo. Si
existieran estas descripciones no deberían enfocarse exclusivamente en lo que
hacían o no las mujeres y los hombres, sino en un análisis de la valoración
simbólica atribuida a estos roles.
Analizar este aspecto es fundamental para la perspectiva de género, y
debe hacerse teniendo en cuenta que aunque las tareas se
distribuyen, reservan y prohíben a un género o al otro, ante todo son variables
y no han sido exclusivas de uno u otro, ni están desarticuladas con el orden
social; además, con la división sexual del trabajo se forjan relaciones de
género particulares que pueden expresarse en términos de complementariedad o
interdependencia, lo cual no garantiza necesariamente la simetría.
Cuando consideramos actividades menos básicas que la crianza de los
hijos y la guerra, se hace aún más difícil diferenciar reglas que gobiernan la
división sexual del trabajo. Hemos de ser cuidadosos y distinguir entre el hecho de la división sexual del trabajo, que es prácticamente universal, y la manera según la cual las diferentes tareas son atribuidas a uno u otro sexo; allí
descubriríamos la importancia de los factores culturales, la misma
artificialidad que reina en la organización de la familia. Las razones
naturales que pudieran explicar la división sexual del trabajo no parecen
desempeñar un papel decisivo, al menos tan pronto dejamos la especialización
biológica de las mujeres en la producción de los hijos. Cuando se afirma que
uno de los sexos debe realizar ciertas tareas, esto significa también que al
otro sexo le están prohibidas, así la división sexual del trabajo, no es más
que un dispositivo para instituir un estado recíproco de dependencia entre los
sexos (Lévi-Strauss, 1974:31-32)
Así como el
género es una construcción cultural, la distribución sexual de las tareas es
también un hecho de cultura y no de naturaleza; nada en la naturaleza explica
la división sexual del trabajo, son hechos de cultura y deben ser explicados y
no servir de explicación (Meillassoux, 1977:38). En este sentido, a pesar de
que se pueda afirmar la universalidad de la distribución de papeles entre
hombres y mujeres, esta división del trabajo por sexos varía de un grupo a
otro; y además de modificarse y replantearse continuamente, interactúa con
otras dimensiones como la edad, el lugar en la estratificación social, la
destreza, especialización, entre otras.
Sobre las referencias a la
maternidad:
“...el sexo puede deducirse únicamente por el hecho de que lleva a
un niño en la espalda...” (Preuss, 1974:90)
“...la mayoría de los caracteres se relacionan con figuras
masculinas del alto del Tablón y con la divinidad infantil que muestran las
diosas-madres de la mesita B y el Cabuyal...” (Pérez de Barradas, 1943:97)
“...estatua que coronaba el túmulo dedicado al culto de la
maternidad...” (Duque, 1964:421)
“...hasta ahora no se han excavado figuras masculinas
antropomorfas, lo que lleva a pensar en una sociedad cuyo origen mítico se debe
a la Madre ancestral, y cuya subsistencia dependió, básicamente, de los frutos
de la tierra, del agua que fertiliza los bosques, cultivos y que los seres
humanos y los animales necesitan en su vida cotidiana...” (Llanos, 1995:34)
Indudablemente el proceso biológico de la reproducción debió haber
tenido una interpretación cultural que permitiera construir una noción de
maternidad; involucrando entonces también procesos sociales relacionados con la
sexualidad, el cuidado de otras personas, el orden social, la organización
doméstica y el poder. Sin embargo, como afirma Sanahuja (2002:89), si la
capacidad de gestar, parir y amamantar es propia o exclusiva de las mujeres, la
protección y el cuidado de las crías no tuvo por qué haber estado siempre
relacionada con las mismas y pudieron haber existido escenarios prehistóricos
alternativos.
Se presupone
entonces una unidad básica constituida por la madre y su hijo, hecho que se
entiende como universal, pues sin lugar a dudas mujeres de todas las culturas y
sociedades “dan a luz”. Pese a ello, y debido a la evidente diversidad cultural
existente en cuanto a las concepciones de familia y hogar --instituciones cuya
base sería dicha relación--, las relaciones entre lo doméstico y la maternidad
no son de ninguna manera naturales.
“...el reconocimiento de que las madres y las unidades madre-hijo
desempeñan una función universal facilita la separación entre lo “doméstico” y lo “público”, apoya la hipótesis de
que las unidades “domésticas” tienen en todo el mundo la misma forma y la misma función, ambas
dictadas por la realidad biológica de la reproducción y de la necesidad de
criar la prole...” (Yanagisako apud Moore, 1999:39).
El
concepto de madre no solo se compone de hechos naturales -como el embarazo y la
lactancia-, es también una construcción cultural, expresada no sólo en las
diversas formas de ejercer la maternidad, pues contiene una estrecha relación
con la categoría mujer que construye cada cultura. La noción de maternidad es también
parte de una construcción cultural que da lugar a diversas expresiones y
representaciones simbólicas en muchas sociedades; como en la cultura occidental
donde tienden a superponerse las categorías de madre y de mujer.
“...el resultado final es una definición de “mujer” que depende
esencialmente del concepto de “madre” y de las actividades y asociaciones concomitantes. Otras
culturas, por supuesto, no definen a la “mujer” de la misma manera, ni siquiera
establecen necesariamente una relación especial entre la “mujer” y el hogar o la esfera
doméstica, como ocurre en la cultura occidental. La asociación entre “mujer” y “madre” no es ni mucho menos
todo lo natural que podría parecer a primera vista...” (Moore; 1999:40).
No se trata
simplemente de relevar el hecho de que las madres son supuestamente las únicas
personas que se dedican a todas las labores reproductivas, sino que las
unidades “domésticas”, como podría ser en el caso de la cultura de San Agustín,
no se construyen necesariamente en torno de la madre biológica y su
descendencia, pues el concepto de madre no se basa necesariamente en el
“instinto maternal” que supuestamente poseen las mujeres, en la satisfacción de
las necesidades cotidianas, o en el compartir de un espacio físico.
La maternidad
como interpretación cultural de la reproducción, aunque sea un hecho ineludible
en todas las sociedades, no merece siempre el mismo reconocimiento cultural
“...en algunas culturas, todo lo que rodea la procreación [...],
presenta un interés social para toda la comunidad y no se circunscribe a la
mujer ni a la esfera doméstica de la sociedad. En dichas culturas, el hombre
está convencido de que su papel en la reproducción social y en el proceso de
procreación es decisivo. La mujer de estas culturas no se define, pues,
exclusivamente, por sus “aptitudes” biológicas ni por el control que ejerce sobre aspectos clave de
la vida [...] el concepto “mujer” no gira en torno a las nociones de maternidad, fertilidad,
crianza y reproducción...” (Moore, 1999:43).
Finalmente llaman la atención, las afirmaciones de Pablo Gamboa
Hinestrosa sobre un supuesto carácter matriarcal o matriarcado en la cultura de
San Agustín:
“...el matriarcado, hecho patente en la estatuaria por el
predominio de representaciones femeninas en la primera época...” (Gamboa,
1982:109)
“...al lado oriental del río Magdalena predominan deidades
femeninas y al occidental masculinas. Este dato nos permite deducir, como
arqueológicamente parece comprobable, que en la margen derecha del Río se
realizaron las esculturas más antiguas, correspondientes al desarrollo
escultórico más primitivo, de evidente carácter matriarcal...” (Gamboa,
1982:138)
“...los principios creadores representados por los
agustinianos son femeninos, hecho que indica el carácter matriarcal y la
preponderancia femenina de esta cultura en sus orígenes, tal como lo comprueba
la arqueología...” (Gamboa, 1982:140)
Las
nociones de matriarcado o patriarcado son mucho más complejas. Que el lazo
madre-hijo sea la primera relación social y la más evidente, así como el
“predominio de representaciones femeninas”, o la presencia de lo que se presume
como “diosas madres”, no implica necesariamente la existencia de un poder
matriarcal.
Este
supuesto matriarcado seria deducible de la comprobación de ciertos privilegios
ostentados por las mujeres en sociedades específicas, relacionadas igualmente
con la matrilinealidad y el matrilocalismo, aspectos que no han sido abordados
en el estudio de la cultura de San Agustín.
Es
cierto que en algunas sociedades matrilineales los hombres ejercen poca
autoridad sobre sus esposas. Sin embargo, en dichas sociedades lo que acontece
es que las mujeres y los niños y niñas están sometidos a la mayor o menor
autoridad de sus parientes masculinos. En las sociedades matrilineales, donde
la propiedad, el rango social, los cargos y la pertenencia al grupo se heredan
por línea femenina, se observa que las mujeres disponen de mayor independencia
que en las sociedades patrilineales. Esto es particularmente cierto para sociedades
matrilineales en las que el estado no llegó a desarrollarse, y en especial en
aquellas sociedades tribales de residencia matrilocal. No obstante, aún siendo
esto cierto, en todas la sociedades matrilineales de las que poseemos
descripciones, los cabezas de familia, de linajes, de grupos locales son
siempre hombres (Gough, 1974:117).
Es por ello que sociedades que tengan estas
características no pueden ser consideradas automáticamente como matriarcales, pues el concepto matriarcado:
“...equivale al reverso del patriarcado. Si el patriarcado
se define por la subordinación de las mujeres al dominio masculino y el control
del poder político, económico y social por parte de los hombres, [el
matriarcado] debería conceptualizarse por lo mismo, pero en este caso las que
ejercerían la coerción económica y extraeconómica serían las mujeres...”
(Sanahuja, 2002:137)
Según la misma autora, dicho concepto goza de diversas acepciones, como
la organización familiar o social donde el poder, trasmitido de madres a hijas,
lo ostentan las mujeres, cualquier tipo de organización social donde las
mujeres tengan poder sobre algún aspecto de la vida pública y puedan ostentar
posiciones elevadas, sociedades matrilocales y/o matrilineales donde los
hijos/as viven con las madres y los varones adultos no ejercen de padres.
Asumo con la autora, la insistencia en que solo debería hablarse de
matriarcado cuando las mujeres explotan y dominan no solo a los hombres como
colectivo y a su grupo de parentesco sino en todos los aspectos de “lo
público", y no solamente porque puedan adquirir y ejercer poder al igual
que ellos. Habría entonces que empezar a denominar de otro modo las sociedades
no patriarcales: “…sociedades
matristas, clan materno, sociedades con práctica de relación, sociedades sin
poder coercitivo, sociedades con autoridad femenina…”. Hasta el momento no existe ninguna evidencia arqueológica ni
etnológica para poder afirmar que las madres como grupo dominaron y explotaron
a los padres.
“...no existe estado matriarcal aun cuando
en las sociedades matrilineales las mujeres gocen de un estatuto muy elevado,
correlativo al hecho de que su marido carece de derechos sobre sus hijos.
Tampoco los sistemas matrilineales tienen necesariamente que preceder a los
sistemas patrilineales por el hecho de que la identidad del padre fuera
incierta en los tiempos primitivos. Si la identidad del padre no tiene la misma
importancia social que en las sociedades patrilineales es porque la filiación
es matrilineal” (Godelier; 1974:27).
“...de hecho, ni la realidad existente ni nuestros conocimientos
literarios al respecto nos permiten hablar de verdaderas sociedades “matriarcales” a distinguir de “matrilineales”, y por el contrario todo parece indicar
que aquellas nunca existieron. Esto no significa que entre hombres y mujeres
nunca se hubieran dado relaciones que les dignificaran y desarrollaran
mutuamente y fuesen apropiadas al nivel del conocimiento, destreza y tecnología
de su tiempo. Ni significa tampoco que los sexos no puedan alcanzar un
reconocimiento igualitario o que la división sexual del trabajo no pueda ser
abolida...” (Gough, 1974:117-118).
En definitiva una arqueología que supere los sesgos androcéntricos y
cuestione la invisibilidad de las mujeres, haría posible conocer las labores
que los hombres y las mujeres desempeñaban en las distintas sociedades y hasta
que punto, estos roles determinaban sus posiciones en la estructura social. El
proceso de formación de las sociedades prehispánicas es un entramado de
relaciones cambiantes en el tiempo y en el espacio, para el cual es
imprescindible releer la historia y tratar de comprender como la interacción
humana interviene en la estructuración de la organización social.
Aunque encontremos evidencias,
por ejemplo, de roles en el ámbito reproductivo similares a los nuestros no
podemos darles el mismo valor social, éste se atribuye de manera distinta y
depende del orden simbólico y cultural del que forma parte. En este sentido es
indudable que las relaciones entre los géneros en la cultura de San Agustín
correspondían a su particular forma de ser y estar en el mundo, en otras
condiciones sociales, ambientales y culturales diferentes a las nuestras.
Masculino/Femenino: Expresión del “dualismo”
Permanentemente se puede encontrar en las especulaciones elaboradas
sobre San Agustín referencias al “dualismo” como “característica de la
ideología precolombina” “rasgo sobresaliente de la cultura”, que contiene “dos
conceptos opuestos, antagónicos o contrarios”, como serian -bajo esta concepción-
lo masculino y lo femenino:
“...una de las características más notables de la ideología
precolombina y que consiste en representar en una misma imagen dos principios
totalmente opuestos o antagónicos, como la vida y la muerte, cielo e
inframundo, etc...” (Preuss, 1974 n. de PG:196)
“...el dualismo es un rasgo saliente en la cultura de San
Agustín, pues en la estatuaria se ven, al lado de las representaciones
femeninas, otras de sexo masculino, una y otras portadoras de un mensaje
religioso...” (Duque, 1964:422)
“...el dualismo de las representaciones es uno de los
aspectos más característicos, que encontramos en la escultura agustiniana, o
sea la expresión de dos conceptos contrarios contenidos en la misma imagen.
Esta característica se expresa también en figuras como la “deidad solar”, que
contiene ambos sexos: el masculino en representación natural y el femenino
simbolizado por la boca felina...” (Gamboa, 1982:115)
“...con este mismo sentido dualista de dirección,
superior-inferior, tenemos las representaciones del águila y la serpiente que
expresan cielo y tierra, lo racional y lo instintivo, la luz y las
tinieblas...” (Gamboa, 1982:115)
“...sobre el aspecto dualista de las representaciones,
Preuss anotó que al lado oriental del río Magdalena predominaron deidades
femeninas y al occidental masculinas...” (Gamboa, 1982:138)
“...La
oposición sur-norte corresponde a los pares de oposición femenino-masculino,
abajo-arriba, verano e invierno...” (Llanos, 1995:135)
“...la orientación norte y la sur, además de estar asociadas a los
solsticios de junio y diciembre, generan una dinámica (par de oposiciones),
masculino-femenino, arriba-abajo, y al frente (templete) y atrás (tumba),
respectivamente duales. De esta manera se configura un modelo cósmico...” (Llanos,
1995:144)
De la lectura de las citas precedentes se desprende claramente que los
autores respectivos no definen a qué llaman exactamente “dualismo”
[“...principios opuestos...”, “...conceptos contrarios...”, “...dinámica (par
de oposiciones)...”, etc.]; ni por qué lo relacionan con la multiplicidad de
atavíos y representaciones visibles en las esculturas.
En este sentido, podría pensarse en una analogía con las sociedades
primitivas pues es conocido que sus sistemas de representación son binarios,
pero esto no significa que sean duales; las concepciones indígenas más que
contener nociones antagónicas, expresan diversas unidades de contrarios para
ellos no antagónicos; los autores entonces no estarían pensando la relación
sino la antinomia...
“...en San Agustín no hay una representación de un mundo
segmentado en polaridades duales como el nuestro, donde el ser de uno de los
términos excluye por contrariedad la posibilidad del otro término, donde la
muerte excluye la vida, lo de arriba excluye lo de abajo o lo blanco hace
irreductible lo negro. Esta esquizofrenia es tal vez una condición de nuestra
sociedad, pero no la condición de las sociedades indígenas. No existe relación
de necesariedad para deducir que los modelos mentales de estas sociedades están
ajustados a la misma lógica de nuestro modelo...” (Velandia; 1994:101)
Desde la
lógica de los investigadores, lo masculino entonces también sería antagónico y
excluiría lo femenino y viceversa. Con todo, conocemos que la representación
cultural de la diferencia sexual es múltiple, y aunque nuestra cultura posea un
lenguaje que produce información a partir de la afirmación y/o negación de
elementos mínimos, de la contraposición de opuestos: mujer/hombre, noche/día,
frío/caliente, etc., pensamiento a partir del cual se elaboran nuestras
representaciones, y como cada cultura realiza su propia simbolización de la
diferencia entre los sexos, la oposición hombre/mujer masculino/femenino
engendraría múltiples versiones, este hecho universal y constante en todas las
sociedades entonces tomaría formas diferentes (Lamas, 1994:5-6); por qué
denominarlo entonces como dual, opuesto o contrario necesariamente?.
Así mismo, bajo esta lógica dual que caracteriza el pensamiento
occidental, las diferencias de género se asumen como pares contrarios que
expresan oposiciones: doméstico/público, naturaleza/cultura, fuerza/fragilidad,
entre otras, las cuales no son naturales sino construcciones culturales, que en
últimas solo representan estereotipos.
“…Se insiste en que todas las culturas
crean, fijan y recrean el hecho de que la especie humana es sexuada y esta
característica, según las culturas, presenta una gran variabilidad. Dicho espectrum ha sido generado sobre todo desde la visión masculina, creadora de estereotipos
de género. El objetivo de dichos estereotipos es que aparezca como natural que
los hombres estén dotados para determinados roles. A su vez, los estereotipos
funcionan a modo de oposiciones que se excluyen, convirtiéndose en elemento
delimitador con efecto normativo” (Sanahuja, 2002:32)
Sin embargo, este hecho -al parecer por lo constante-
llega a someterse a interpretaciones, relaciones y valoraciones cuya
justificación no es explícita:
“...la concepción de una pareja masculino-femenina constituye un elemento
básico en las creencias del indígena [¿cuál?], dando origen a nociones
divinas muy peculiares [¿cómo?]; a la idealización de seres celestiales
como el sol y la luna, que actúan [¿por qué?] como marido y mujer...” (Carrión
de Girard apud Duque, 1964:422)
Estas afirmaciones parecen revelar lugares comunes y
preconceptos difíciles de contrastar con los modelos cosmogónicos propios de
las sociedades prehispánicas o indígenas -a partir de los cuales es más
pertinente hacer alguna comparación-, pues no los documentan ni relacionan (lo
que los hace parecer estar muy lejos); y es por ello que su correlato lo
podríamos encontrar mas preciso en la ideología de género actual, que poco o
nada nos puede decir sobre la cultura de San Agustín.
Los “símbolos” del género
Así como las
diversas sociedades interpretan la diferencia sexual construyendo las nociones
de género, en ocasiones crean símbolos que remiten a estas concepciones,
construidas de manera diferencial según los contextos y el tiempo; dicha simbolización
se encuentra debidamente justificada y cumple claramente con su labor de ser
una señal o un indicio de lo femenino o lo masculino, según cada cultura.
Particularmente
llama la atención en los diversos estudios sobre la cultura de San Agustín las
múltiples referencias a los “símbolos” o “lo que simboliza” en la estatuaria a
mujeres y hombres:
“...como ya había hallado otra estatua que también tenía
cuernos como ésta, he llegado a pensar que éste era un símbolo de mujer...” (Preuss, 1974:60)
“...tiene en la cabeza una diadema de oro y, por
consiguiente, simboliza a un
varón...” (Preuss, 1974:86)
“...la cinta de la frente con signos romboides es signo de una indumentaria femenina...”
(Preuss, 1974:91)
“...parece tener en la frente una cinta a manera de diadema, signo del sexo masculino...” (Preuss,
1974:96)
“...la estructura arqueada de la cinta frontal indica un adorno de oro, del cual
pendían probablemente varias cintas cortas. Por consiguiente, la cabeza es de
un hombre. Esta suposición la confirman dos cintas en la parte posterior de la
cabeza, cogidas por medio de una faja...” (Preuss, 1974:109)
“...el adorno era probablemente de oro y por consiguiente la
figura tiene que ser masculina...” (Preuss, 1974:109)
“…la frente está circundada por una especie de diadema y de
esto puede deducirse que la figura es masculina...” (Preuss, 1974:120)
“...este tocado serpentiforme, es innegablemente femenino
puesto que las equis o los rombos, reproducen el dibujo de la piel de la
serpiente, animal que se relaciona con la fecundidad y lo femenino...” (Preuss,
1974 n. de PG Y EB:189)
“...encontramos en la mano de varias deidades, es un caracol
alargado [...] no creemos que se relacione con la música debido al carácter
general de la deidad que lo lleva, sino más bien como símbolo genético masculino, acorde con los demás atributos
creadores que porta esta deidad...” (Preuss, 1974 n. de PG:191)
“...la “boca felina” asocia las deidades que la llevan, con
el jaguar y la luna, ambos de carácter femenino...” (Preuss, 1974 n. de PG:192)
“...la nariguera en forma de media luna, indiscutiblemente
tiene carácter femenino y lunar...” (Preuss, 1974 n. de PG:193)
“...caracol y cincel, corroboran el simbolismo masculino y creador de la deidad...” (Preuss, 1974 n. de
PG:195)
“...si todos los monolitos que llevan la diadema con los símbolos incógnitos, fueran
representaciones femeninas, como sería el caso de la estatua de mujer con piel
de mono a las espaldas (cuyo género tampoco esta bien aclarado) [...], sería
pertinente presentar la tesis de que aquellos elementos bicónicos serían
cráneos estilizados, como suele ocurrir con ciertas divinidades femeninas
aztecas...” (Barney, 1975:112)
“...no es raro encontrar personajes con la representación
del sexo masculino o femenino, o con atributos
simbólicos que ostenten uno de estos caracteres. Muchas veces estos no se
representaron directamente, sino su acción se desdobló en otros seres o
elementos...” (Gamboa, 1982:110)
“...también se asocia al ciclo vital humano y a la fecundidad,
identificándose como el principio femenino: de esta manera se representa como
mujer. También se manifiesta su carácter
simbólico a través de atributos como la “boca felina”, la “garra del
felino”, el “cráneo trofeo” o la “nariguera lunar”...” (Gamboa, 1982:118 -119)
“...en diferentes esculturas de esta época, encontramos
caracterizado el culto solar o masculino a través de símbolos como: el triángulo, el caracol, el cincel alargado, o el
tocado de plumas...” (Gamboa, 1982:119)
“…el rombo, que es un símbolo
de lo femenino...” (Gamboa, 1982:160)
“... el número cuatro puede estar asociado a los puntos
cardinales como dos pares de oposición (oriente-occidente, norte-sur) lo mismo
que las cuatro fases de la luna (nueva, creciente, llena, menguante). Pensamos
que estas asociaciones numéricas o símbolos
del pensamiento chamánico de San Agustín, además de significaciones
cosmológicas, pueden corresponder unas a lo masculino y otras a lo femenino, a
la vida y a la muerte...” (Llanos;1995:79)
Previamente he
mencionado que cuando se crean símbolos como señales de algún género existe un
criterio para ello, lo que permite, por ejemplo, hallar la relación entre
determinado objeto o forma con su género correspondiente.
En los casos
que cito, además de que ninguno de los autores aclara a qué llaman símbolo, (“símbolo
de”, “símbolos incógnitos”, “atributos simbólicos”, “carácter simbólico”,
“indicio de”, etc.) tampoco se refieren al modelo debidamente comparable a
partir del cual podrían afirmar que los objetos o atavíos que ostentan las
esculturas sean femeninos o masculinos, independientemente de que lo afirmen.
Considero que
encontrar otra escultura con un elemento similar, no debe ser el criterio
principal a partir del cual se afirme contundentemente que se trata de un
símbolo de mujer. Así mismo no se encuentra explicación alguna que permita
afirmar que los rombos -como representaciones de serpientes-, el jaguar, la
luna o los cráneos trofeo sean símbolos de lo femenino; es probable que exista
alguna explicación mitopoética que permita hacer esta aseveración, sí es así
pues debería estar debidamente referenciada ya que es el único criterio que nos
permitiría entender la relación posible, en una determinada cosmogonía.
En el mismo
sentido, no se explica por qué los atavíos elaborados en oro “simbolizan a un
varón”; tampoco se aclara por qué se afirma la exclusividad para hombres o
mujeres de ciertos atavíos, sí existía algún tipo de prohibición frente a sus
usos (al punto de convertirse en símbolos de algún género), debería estar
referenciado y debidamente documentado, pues la cultura material parece no
confirmarlo.
La
relación del oro (poder) y el cincel (creación) -que es mas posible que se
trate de un palillo de poporo- como objetos que simbolizan lo masculino,
corresponde a una valoración androcéntrica del “poder” de los hombres, que se
pretende hacer parecer como natural y universal. En cuanto a las afirmaciones
de Héctor Llanos tampoco queda claro, como propuesta de modelo cósmico, con
cuál modelo cosmológico indígena o documentado etnográficamente ha sido
comparado para poder establecer la relación de los puntos cardinales y las
fases de la luna como correspondencias a lo masculino y a lo femenino.
Ubicar
las representaciones de símbolos de género en la iconografía podría
constituirse en un indicio que permitiría rastrear las nociones sobre lo
femenino y lo masculino que están en la base de la estructura social; sin
embargo ésta búsqueda debería hacerse, insisto, a partir de modelos realmente
comparables y no desde visiones androcéntricas, para poder reconstruirlas y no
simplemente hacer transliteraciones mecánicas que no constituyen ninguna
explicación.
¿Culto
a los “dioses” y “diosas”?
Las
investigaciones que se han realizado sobre la cultura arqueológica de San
Agustín, coinciden en afirmar que San Agustín fue un “centro ceremonial”
dedicado al “culto funerario”:
“...parece haber sido asiento preferido de un denso grupo
que, además de sus habituales tareas cotidianas, se consagró a la práctica de un
intenso culto religioso, íntimamente relacionado con el recuerdo piadoso de los
muertos...” (Duque, 1964:11)
“...las excavaciones realizadas [...] demuestran la práctica
de un desarrollado e intenso culto funerario entre los antiguos habitantes de
San Agustín. Enterraban a sus muertos en tumbas cuya construcción variaba según
la categoría social o jerarquía político-religiosa de los difuntos...” (Duque,
1964:217)
“...el arte escultórico fue aquí la resultante de un intenso culto
religioso, estrechamente vinculado con los ritos necrolátricos...” (Duque,
1964:383)
“...San Agustín fue, ante todo, un centro ceremonial dedicado al
culto a los dioses y al culto funerario...” (Franco, 1979:15)
Así mismo,
aseveran que tanto las estructuras funerarias como las esculturas son el
“reflejo” de un “culto a los dioses”:
“...la estatuaria agustiniana no representa al hombre por sí
mismo, ni a la persona común y corriente, sino a personajes sobrenaturales
deificados...” (Preuss, 1974 n. de PG:190)
“...nada puede saberse de cierto sobre el significado de las
estatuas, que desde luego representan dioses de los que ignoramos el nombre,
atributos y mitos...” (Perez de Barradas, 1943:137)
“...los pueblos antiguos de San Agustín eran politeístas y
adoraban, por lo tanto, varios dioses, con atributos bien definidos, que
representaban por medio de máscaras…” (Duque, 1964:422)
“...la casta de los guerreros con sus deidades protectoras,
tales como el dios tigre y la serpiente crestada, parece que está representada
en varios monolitos...” (Duque, 1964:380)
“...todo induce a pensar que en el periodo mesitas medio
[...] la organización social estaba fuertemente influida por las castas
militares y las formas religiosas, por las deidades solares y de la guerra...”
(Duque, 1964:381)
“... como hemos anotado, las litoesculturas son el mensaje
de su complejo mundo religioso y muchas de ellas fueron colocadas al lado de
los despojos de sus muertos. Son deidades que representan el origen de la vida
y los atributos de la muerte, las fuerzas de la naturaleza, los dioses
protectores, los entes que pueblan el camino que recorren los muertos hasta
llegar al sitio donde inician la vida ultraterrena...” (Duque,1964:393)
“... periodo en que las divinidades de la guerra parece que
son objeto de un intenso culto. Así se desprende de las estatuas conmemorativas
de guerreros, con representaciones de sus deidades tutelares...” (Duque, 1964:421)
“...es indudable que algunas de estas estatuas llamadas
cariátides, figuran representaciones de guerreros famosos de la tribu, si es
que no se trata de representaciones de deidades de la guerra...” (Duque, 1964:436)
“…la rana representó en San Agustín, a nuestro juicio, una
deidad de la muerte, además de las vinculaciones que pueden atribuírsele con
los dioses de la agricultura...” (Duque, 1964:444-445)
“...la estatuaria de dioses superiores es bimorfa. Solamente
la de hombres, es decir la iconografía de guerreros o sacerdotes o altos
jerarcas tiene valor retratístico antropomórfico. Las divinidades, en cambio,
poseen los atributos de la bestia conjuntamente con los del hombre. Bocas cuadradas
y felínicas con colmillos cuadrados los distinguen e individualizan. Los
monolitos que representan a seres
humanos, hombres o mujeres, carecen de esos distintivos zoomorfos. Si caso, en
ocasiones, pudiera darse el caso de figuras antropomorfas o de hombres que
portan insignias de dioses como es el uso de las máscaras superpuestas. Pero
como regla general, puede aceptarse el bimorfismo para las divinidades...”
(Barney, 1975:6)
“...las figuras de guerreros que acompañan al dios solar...”
(Gamboa, 1982:112)
Aunque
Duque Gómez afirme que “...tales construcciones estaban consagradas por
completo al culto de los antepasados y que no construían lugares abiertos al
culto cotidiano, sino que estaban completamente cubiertos con la tierra que
formaban las colinas artificiales...” (1964:223); inmediatamente él y los
autores que lo siguen, parecen pasar de la idea de un “culto” a los muertos y
antepasados a un “culto” a las supuestas “deidades” representadas en las
esculturas que acompañan las estructuras funerarias, que igualmente pasan de
ser tumbas a ser “templos” o, con un eufemismo, “templetes”.
Lo
que no parecen tener en cuenta los autores es que los mitos, entendidos
como modelos cosmogónicos para una
sociedad prehispánica -a partir de los cuales es más pertinente intentar
explicaciones- no hablan jamás de dioses, aunque expresen un “pensamiento
chamánico” (Llanos, 1995). Es por ello que llama la atención cómo incluso se
llega a hablar también de diosas y a establecer relaciones con astros,
animales, atributos y puntos cardinales:
“...la distribución extraña de las deidades masculinas y
femeninas, limitada por cierto en su importancia por no estar siempre el sexo
tan claramente definido que se pueda reconocer con seguridad absoluta. En todo
el costado oriental de la región se encuentran casi exclusivamente figuras
femeninas; en la parte occidental, en cambio, la mayoría de las estatuas
representa figuras de sexo masculino [...] la distribución de las figuras
masculinas y femeninas nos lleva a la conclusión de que los distintos clanes a
los cuales pertenecían los lugares, no tenían todos las mismas divinidades,
sino que algunos pocos veneraban casi únicamente deidades femeninas...” (Preuss,
1974:169)
“...está evidentemente representada la diosa de la luna como
divinidad de los partos, a la cual se dirigían las mujeres con el fin de ser
fecundadas, o bien para conseguir un parto fácil [...] Una figura con los dedos
cruzados, nos muestra probablemente una mujer que reza a fin de tener un
hijo...” (Preuss, 1974:172)
“...considerando estas deidades encinta, que en tal calidad
pueden representar a la diosa de la luna que se renueva de continuo, y así
mismo a la diosa de la tierra, perpetuamente fructífera, el cuerpo del jaguar,
excepcionalmente redondo, representa quizá la acción fructífera de la tierra.
Por otra parte a todas la diosas del parto, exceptuando la de Uyumbe, les falta
la dentadura de gato con los colmillos salidos...” (Preuss, 1974:172)
“…el sepulcro C de Alto de los Ídolos contenía la figura de
un roedor que quizá deba considerarse como animal que acompaña a la diosa de la
muerte, [...] La figura muestra por ambos lados de las sienes protuberancias en
forma de cuernos que están curvados hacia abajo [...] puede considerarse como
representación de la diosa de la muerte y los “cuernos” como símbolo que le
corresponde...” (Preuss, 1974:174)
“...la figura del pez tiene el mismo sentido que la del feto
en el útero materno. Simbolizan el grano o el dios del maíz en el seno de la
tierra...” (Preuss, 1974 n. de PG: 194)
“...el dios solar es al mismo tiempo la deidad suprema, así
como la diosa luna se identifica con la diosa tierra. En la estatuaria de San
Agustín parecen predominar en el periodo mesitas medio, las representaciones de
deidades solares, asociadas al culto de la fertilidad y por lo tanto al cultivo
de varias plantas, en especial el maíz...” (Duque, 1964:387)
“...a las deidades corresponden los siguientes atributos:
Femeninas y lunares (asociadas al agua y a la noche): felino, rombo, serpiente,
nariguera lunar. Masculinos y solares (asociados al sol y al día): cuenco,
murciélago, águila, caracol, cincel o hacha, cordón fálico, pez, tocado de
plumas, triángulo...” (Gamboa, 1982:137-138)
“...la “diosa lunar” se representa con menos atributos
simbólicos, aunque se encuentra presente en casi todo el desarrollo de esta
cultura...” (Gamboa, 1982:123)
“...estatuaria precolombina que, como la agustiniana,
representan deidades -masculinas o femeninas-, que portan atributos de la
fecundidad [...] deidades a las que se propicia, para tener beneficios sobre la
comunidad...” (Gamboa, 1982: 131)
“...las deidades masculinas tienen el ojo oblicuo del
felino, mientras que los ojos de los guerreros o las deidades femeninas se
representaron con pupila y párpados” (Gamboa, 1982:135)
“…Dividido por el profundo cauce del río Magdalena, en dos
provincias, este pueblo religioso destinó la del lado izquierdo, actual región
de Isnos, a la devoción de la Luna, es decir a la manifestación matriarcal del
mito y la religión; el valle de la derecha, el más inaccesible por cierto, el
culto al sol, de principios y fuerzas masculinas, que corresponde a una
organización patriarcal.” (Franco, 1979:17)
Una
vez más los autores no manifiestan a partir de qué modelos establecen las relaciones
que describen; aunque a veces se remiten a culturas bastante estudiadas que
parecen justificar sus afirmaciones, pero siguen sin establecer qué es lo les
permite hacer la comparación o constituirla en explicación válida, si tenemos
en cuenta los contextos:
“...las tres representaciones del adoratorio se refieren por
lo consiguiente a un solo ser, caracterizado quizá como diosa de la luna o de
la tierra, por el dibujo de las tres medias lunas, grabadas en la parte
superior de una piedra [...] Este concepto se nos reafirma especialmente si
entramos en la mitología mexicana. Allí la diosa de la luna aparece como
divinidad del cielo nocturno y simultáneamente como deidad terrestre o del
regazo de la tierra, porque todo lo que brota en la tierra baja del cielo
nocturno que es al mismo tiempo su cuna. El jaguar, animal de la oscuridad, es
quizá, lo mismo que en México, una representación de la tierra...” (Preuss, 1974:170)
“...el hecho de que una de las dos figuras tenga dos cabezas
puede ser significativo para la doble naturaleza de la luna. Sabemos que la
luna oscura es considerada en México y América del Sur como causante del agua y
de la alta marea y en los jeroglíficos mejicanos la encontramos representada
como media luna, llena de líneas acuáticas horizontales. Por lo consiguiente en
nuestro caso las ranuras deben considerarse también como líneas acuáticas. No
es del todo imposible que estas representaciones hayan sido colocadas en los
distintos puntos como deidades proveedoras del agua, tanto más que en el sitio
se encuentran también otras deidades acuáticas...” (Preuss, 1974:174-175)
“...las demás figuras femeninas que se encuentran, pueden en
su mayoría considerarse como diosas de la muerte, por analogía con las
civilizaciones mejicanas, tienen una relación bastante íntima con la diosa de
la luna y la diosa de la tierra. Es cierto que las estatuas no llevan ningún
símbolo que nos muestre con evidencia su ser íntimo; por el contrario, todas
tienen facciones humas como las diosas del parto, pero se encuentran en las
vecindades de sepulcros o bien tienen algún nexo con las sepulturas, cosa que
de ningún modo puede ser fortuita, porque en tales lugares podemos excluir por
completo las figuras masculinas, o por lo menos hasta donde llegan nuestros conocimientos...”
(Preuss, 1974:185-186)
“...entre los Aztecas y otros pueblos mesoamericanos las
mujeres que morían en el parto ocupaba un lugar preeminente en el ultramundo,
cuando bajaban a la tierra lo hacían de noche en forma de fantasmas espantables
y de mal agüero especialmente para las mujeres y los niños. Eran las “mujeres
diosas”, que llevaban por cabeza una clavera y provistas de garras en las manos
y pies. Antes de transformarse en diosa, la mujer que ha muerto en parto tiene
un gran poder mágico, puesto que su fortaleza ha derrotado a su enemigo. Por
esta razón los jóvenes guerreros tratan de apoderarse de su brazo derecho, para
ser invencibles en el combate. Tal parece haber sido el significado de la
estatua principal de Quinchana...” (Duque, 1964:423)
“...el sol concebido como guerrero joven, “nace todas las
mañanas del vientre de la vieja diosa tierra y muere todas las tardes para
alumbrar con su luz apagada el mundo de los muertos”, como pensaban los
mesoamericanos...” (Duque, 1964:432)
Como
se puede observar en las citas aquí transcritas, los autores aseguran la
existencia de un “panteón femenino” representado por la “diosa luna”, de “la
tierra”, “los partos o la maternidad” y de “los muertos”, así como un “panteón
masculino” presidido por el “dios sol”, “del maíz” y los “dioses de la guerra”.
Quizá estas afirmaciones (que visiblemente conservan una filiación entre los
autores) fueron las que llevaron a las señoras Franco y Uribe (1979:17-21) a
hablar de un “matriarcado y religión lunar” así como de un “patriarcado y
religión solar”:
“...posiblemente por permanecer más tiempo en un mismo
lugar, la mujer va descubriendo el proceso de desarrollo de las plantas y con
ello su control humano o sea la agricultura. La recolección de alimento va
siendo suplantada, poco a poco, por este nuevo método. De la tarea se ocupa la
mujer, su descubridora y símbolo de fertilidad, y ello le da el predominio
económico y social en su comunidad. [...] a esta época matriarcal corresponde
una religión lunar [...] La luna preside un panteón femenino en el que tiene
cabida todo aquello que se relacione con ella y con la fertilidad: la madre
tierra que da vida a todos los seres y el agua fecundante, la mujer, la muerte
engendradora de una nueva vida [...] El antiguo culto lunar empezó a ser
remplazado y en su lugar se fue imponiendo el culto solar. Seguramente el
cambio religioso respondió a un cambio social. El pueblo, agricultor y
pacífico, se convirtió en un pueblo guerrero [...] las nuevas funciones
recayeron sobre la población masculina y el hombre paso así a ocupar el papel
predominante en la sociedad [...] esta transición del matriarcado al
patriarcado aparece representada varias veces en la estatuaria agustiniana. Una
de las esculturas más representativas nos muestra un águila que con el pico y
las garras coge una serpiente(5) [...] El águila, representante de la nueva religión, domina,
somete a la serpiente, símbolo ya analizado del culto lunar [...] la autoridad
política se favorece de los atributos solares [...] no son ya figuras
maternales sino dioses bestiales, que poseen la fuerza la astucia, la agilidad,
la sagacidad del felino(6)...”
Esta
“interpretación total de la cultura agustiniana” que dicen realizar las autoras
no cuenta con ningún referente bibliográfico, sin embargo no es difícil
rastrear de donde vienen estos supuestos:
“...la relación con la luna se desprende de las tres medias
lunas grabadas y una media luna que tiene en la mano derecha una estatua
femenina y una nariguera...” (Preuss, 1974:171)
“...tomando en cuenta que las estatuas miraban probablemente
todas hacia oriente, se trata quizás de deidades solares, de las cuales había
una para cada punto cardinal. Los cuatro puntos cardinales están subordinados
al dios sol...” (Preuss, 1974:178)
“...podría concluirse que la parte oriental tuvo una
ocupación más antigua, con predominio del culto lunar. La zona occidental, con
predominio de los masculino ligado al culto solar, sería más reciente...”
(Preuss, 1974 p: 193)
“...pese a la multitud de imágenes sagradas y la variedad de
símbolos, es difícil ahora poder hacer un esquema histórico de la religión
Agustiniana. Parece ser que en los primeros tiempos hubo una religión lunar. La
divinidad principal era una divinidad de triple aspecto: diosa luna, diosa de
la tierra, y diosa de los muertos, la cual tenía como animales sagrados la
serpiente, el lagarto y la rana [...] Tuvieron lugar cambios en la religión, ya
que entonces aparece una religión perfectamente solar [...] Son con
preferencia, por ser característicos de la mitología solar, el mono y el
águila...” (Pérez de Barradas, 1943:148)
“...el sol y la luna presidieron el panteón de sus
deidades...” (Duque, 1964:423)
“...el mito lunar alcanza una mayor persistencia a través de
las esculturas y por este fenómeno podemos creer que es una de las deidades más
importantes...” (Gamboa, 1982:118-119)
“...en el siglo V llega a ser sustituida [“principio
femenino”] en parte por el predominio del culto solar [...] en diferentes
esculturas de esta época, encontramos caracterizado el culto solar y lo
masculino...” (Gamboa, 1982:118-119)
“...los personajes solares, que son las representaciones felínicas
más características de la escultura agustiniana, son deidades creadoras no
obstante alguna de ellas tengan cubierto el sexo con un faldellín
escalonado...” (Gamboa, 1982:141)
“...boca felínica [...] atributo propio de las divinidades
masculinas...” (Gamboa, 1982:154)
Concluir
que la cultura de San Agustín era una sociedad matriarcal y patriarcal de
religión lunar y solar, respectivamente, adjudicándole a las supuestas deidades
características que componen las concepciones de feminidad y masculinidad en
occidente, no cuenta con ningún sustento científico ni con la debida
contrastación arqueológica, veamos por qué.
Cuando
hice referencia a la función del género en la estructura social, argumenté por qué
era inadecuado hablar del matriarcado, pues hasta el momento no existe ninguna evidencia arqueológica ni etnológica
para poder afirmar que las mujeres como grupo dominaron alguna vez y en alguna
parte.
Sin embargo, es posible explicar esta insistencia
-además de una noción errónea de lo que es matriarcado-, en el contenido
patriarcal casi de leyenda que hoy ostenta, pues “...precisamente muchas veces
pueden ser [los mitos sobre el matriarcado] un conjunto de la pretensión del
poder poniéndonos en el origen, una manera de decir: el poder ya lo tuviste, no
lo mereciste y, precisamente por eso, nosotros tuvimos que tomarlo...” (Amorós,
1994:30); o lo que podría constituir el otro extremo:
“...decidían [las mujeres] autónomamente
acerca de su comportamiento sexual, no eran objetos que se pudieran poseer,
oprimir o manipular y explotar. Como productoras y procreadoras eran la cabeza
reconocida de una sociedad matriarcal y eran tenidas en el más alto honor y
respeto por los hombres. Sin embargo, cuando estos hechos fueron descubiertos
por primera vez por los antropólogos del siglo pasado, estas versiones de las
formas primitivas de organización social ofendieron y alarmaron a los
guardianes del statu quo exactamente como sucede todavía en nuestro
días...” (Reed; 1977:14)
El hecho de que el matriarcado -como forma compleja de
organización social y no como simple distribución de tareas vitales a las
mujeres, o la profusión de esculturas femeninas-, no haya existido, no
significa tampoco la reafirmación de la universalidad de la subordinación
femenina; indudablemente y debido a las diferencias culturales e históricas que
caracterizan a las sociedades, las mujeres no siempre han estado relegadas,
sino que han podido disfrutar de todas sus capacidades, participando en
igualdad de condiciones en la construcción de sus culturas.
Por
otro lado, previamente he referido cómo los mitos no hablan ni de dioses ni de
diosas; así mismo no se puede generalizar que la luna es a priori femenina y el sol masculino; basta con recurrir, entre otros, a los Yukunas de la selva amazónica, para quienes luna es hombre:
“...Luna es el hijo incestuoso del sol y de una de sus hijas
púberes. “Es el único hombre que se interesa por las mujeres menstruantes, es
un hombre inmortal que no se calienta con el contacto de esos tipos de
polución, tiene el secreto de la inmortalidad que los hombres perdieron con la
vida breve”...” (Reichel apud Cardona, 2003:212)
Igualmente,
la búsqueda por parte de los autores de una “Madre Ancestral” (Llanos, 1995:34)
y en general de dioses y diosas primigenias, puede explicarse mediante una
línea de pensamiento que en su momento acogieron algunos investigadores. Esta
deviene de los trabajos de Marija Gimbutas, una mujer interesada
específicamente en las representaciones de mujeres en el arte y en la misma
sociedad y cuyas lecturas de análisis social enfatizan la centralidad de las
mujeres en la religión y las diferentes manifestaciones culturales; para ello
se remonta a los orígenes de la agricultura y sus perduraciones de diosas y
ritos, a fin de encontrar cuerpos femeninos no oprimidos. Gimbutas intentó
sentar las bases para que la arqueología pudiese establecer la existencia de
una religión universal fundada en el culto a la Diosa Madre, cuyas raíces
habría que buscar, según la investigadora, en el Paleolítico. Fue ella
precisamente la que inspiró el hálito matriarcal en el estudio de las culturas
europeas (Sanahuja, 2002:69).
Para
Marija Gimbutas (Rudgley, 2000:33-36), las primeras comunidades agrícolas de
Europa coexistieron unas con otras y con la naturaleza de manera, en general,
pacífica, adorando a una gran Diosa. Esta civilización se basaba en un orden social en el que hombres y
mujeres poseían el mismo status, cuya
vida religiosa se centraba en el culto a una Diosa, que adoptaba muchas formas;
la tierra era reverenciada como encarnación de la Diosa, y se veía la muerte
como un regreso al útero de la tierra/diosa. Muchos pre historiadores
-principalmente hombres- han
atacado violentamente sus ideas, alegando que se basan en una visión romántica
del pasado, y negando que la paz o la igualdad sexual hubieran sido alguna vez
rasgos sociales generalizados en el paisaje cultural de la edad de piedra.
Por
su parte, arqueólogas del género también han criticado los planteamientos de
Gimbutas, sin desconocer los importantes aportes que hizo en arqueología sobre
los indoeuropeos y sobre el este de Europa. En general, las críticas sobre el
“culto a la Diosa Madre” plantean que el hecho de la profusión de imágenes
femeninas (como las «Venus»)
no significa necesariamente que se hayan practicado religiones donde se
rindiera culto a una diosa, pues resulta difícil confirmar que éstas representan
a una o a varias de ellas, o simplemente a mujeres de las comunidades.
Considero
que las representaciones del cuerpo femenino no son simplemente una especie de ‘amuleto’ elaborado supersticiosamente para
propiciar la fertilidad de la tierra. Los personajes representados en las
esculturas, junto con las formas observables que “...son representaciones
“naturales” y más exactamente figuras animales...” (Velandia, 1994:50) en vez
de “seres sobrenaturales”; suponen más que la idea cristiana de dioses
adorados, una significación cosmológica capaz de expresar los aspectos de las
relaciones entre las mujeres y los hombres agustinianos y su entorno social y
natural.
Desde
una perspectiva de género, llama la atención cómo las especulaciones sobre la sociedad
que elaboró las esculturas representativas de San Agustín afirman,
paradójicamente, la ausencia de las mujeres en unos casos, como la división del
trabajo, y a la vez la preeminencia de las mismas en otros, como la religión;
ambos aspectos definitivos en una sociedad. Lo que predomina entonces -como he
argumentado en las páginas precedentes- es una mirada androcéntrica basada en
los estereotipos de género de la cultura de los investigadores, así como los
lugares comunes que la arqueología le ha dado a las relaciones de género,
otorgándoles una apariencia ahistórica y universal.
NOTAS
1. Ilustraciones, César Velandia
2. Referencias bibliográficas MA-012
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|
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1996: 89
|
Gamboa; 1971: 82,88,95,96,98 (Fig. 19); 1976: 12; 1982: Lám 68:121;Lám
69:123; Lám 80:146,205;38,62,
|
Llanos;
1995a: 140,153; 1995b: 55,59,63 (Lám. 12)
|
Pérez de
Barradas; 1943: 42 (Lam. 32-39)
|
Preuss;
1974: 66 (Pl. 16-17)
|
Sotomayor
y Uribe; 1987:32,33
|
3. Referencias bibliográficas AI-262
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1975a: 74,75
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Drennan;
2000: 21
|
Duque;
1971: 89; 1983: 116
|
Duque y
Cubillos; 1979: 47,48,49,51,53,55,57,59
|
Duque e Hidalgo; 1982: Foto 116-Texto
|
Foltyn;
1996:104
|
Gamboa;
1982: Lám. 12:63; Lám. 103:165; 65,95,165,181
|
Llanos;
1995a: 153; 1995b: 55,59,63,67,83 (Lám.20)
|
Sotomayor
y Uribe; 1987: 73,155,156,303,304 Foto 17,18
|
4. “...lo que convierte al matrimonio en una necesidad fundamental en las sociedades tribales es la división sexual del trabajo. Como las formas familiares, la división sexual del trabajo es consecuencia de consideraciones sociales y culturales mas que de condiciones naturales...” (Lévi-Strauss, 1974:30-31).
5. Sin embargo, Preuss afirma “... un gran búho que lleva en el pico y en las garras una serpiente. Esta figura está muy de acuerdo con el carácter de la diosa de la tierra y de la luna...” (1974:171), “... la figura masculina de dos cabezas debe considerarse como deidad de la luna, pero el búho, en cuanto devora a la serpiente, no debe considerarse únicamente como animal lunar sino también como animal acuático...” (ib id.:177)
6. Previamente o en contradicción, las características felinas eran consideradas femeninas: “...no es aventurado concluir que el jaguar complementa la naturaleza de la diosa, cuyas facciones son humanas. El jaguar aparenta además un sexo femenino...” (Preuss;1974:170), “...la “boca felina” asocia las deidades que la llevan, con el jaguar y la luna, ambos de carácter femenino...” (ib.id.:192).
¿Preguntas,
comentarios? escriba a: rupestreweb@yahoogroups.com
Cómo
citar este artículo:
Castro,
Ana maría. Una lectura de género de la estatuaria de San Agustín, Huila, Colombia.
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/sanaguntin.html
2011
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