Una lectura de género de la estatuaria de San Agustín. Huila, Colombia

Ana María Castro. Profesional en Ciencias Sociales de la Universidad del Tolima, Colombia (2003). Maestría en Estudios de la Cultura – Mención Políticas Culturales de la Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador (2007).

Texto tomado del libro Iconografía funeraria en la cultura arqueológica de San Agustín – Colombia, Universidad del Tolima, Facultad de Ciencias Humanas y Artes, Ibagué, 2011. Cedido gentilmente por César Augusto Velandia Jagua, su editor, especialmente para Rupestreweb.

 

Hacia una perspectiva del género en arqueología  

El interés que promueve el desarrollo de trabajos con una perspectiva de género en arqueología, radica en el intento de reconstruir las relaciones entre hombres y mujeres en el pasado, así como comprender de qué manera se produce el concepto de  género y cómo trabaja en sus diferentes dimensiones. 

La perspectiva de género propone reflexiones en torno a la cultura material, en su “...calidad de testimonio directo de la acción humana en todos los ámbitos de las diversas situaciones históricas...” (Colomer et al., 1999:8). Al abordar objetos que son productos del trabajo y al estudiar hechos sociales, la arqueología se ve obligada a analizar la condición dinámica de las relaciones de género para entender el funcionamiento de los sistemas culturales del pasado, ya que el género constituye una de las variables fundamentales en la estructura de las relaciones sociales; una categoría social enraizada en los mecanismos por los cuales, los integrantes de una determinada comunidad identifican quiénes son, qué son capaces de hacer, qué deben hacer, y cómo se encuentran relacionados entre sí y, entre ellos y el resto de la sociedad. El propio concepto de género está determinado por los sucesivos cambios sociales, políticos e ideológicos que se producen en un espacio y en un tiempo concretos, en un contexto cuyos procesos históricos lo determinan (Sanahuja, 2002:76-77).

Es por ello que el género, como categoría de análisis en la arqueología, no solo es el reconocimiento de los roles desempeñados por las mujeres y los hombres en esas sociedades, sino que, abarca el estudio de todo un sistema simbólico en relación con actividades, significados, prácticas políticas; en general, con las formas de concebir las relaciones entre lo femenino y lo masculino que están en la base de la organización social; para nuestro caso, sus representaciones ideográficas. En este sentido, esta perspectiva también abre la posibilidad de cuestionar la manera como los investigadores analizan las funciones del género en la sociedad, así como su estudio a través de las representaciones de cuerpos, en el caso de la cultura material.

El tema central de la arqueología de género no es “la mujer,” sino el modo de las  relaciones entre hombres y mujeres y la manera como se produce una noción de género en una sociedad determinada, aunque muchos trabajos que tratan temas relacionados exclusivamente con las mujeres, se confundan con esta perspectiva. Hecho que es entendible como reacción política, en la medida en que los temas que más se han investigado tienen que ver con las representaciones masculinas, o con términos y especulaciones supuestamente neutras que en realidad son masculinas y androcéntricas, aunque los resultados se consideren válidos para todos los individuos, mujeres y hombres. Sin que se haya “olvidado” totalmente a las mujeres, lo que se ha hecho es subvalorar sus actividades y representaciones ante la preeminencia que se le adjudica a las masculinas. Por eso es clave entender que la perspectiva de género no admite a los hombres y a las mujeres por separado, lo que concibe es su relación histórica y cómo esa mirada social y simbólica consolida las formas en que se perciben a si mismos, los unos frente a los otros y entre sí y su entorno.

La consolidación del concepto de género se hizo posible cuando diversos estudios antropológicos, al constatar la innegable diferencia biológica, se plantearon el problema de la diferencia entre los cuerpos sexuados y los seres socialmente construidos, desarrollando la idea de que los hechos biológicos tenían una representación y significación cultural relativa a las particularidades históricas y contextuales de cada sociedad y que ésta definiría lo que serían los hombres y las mujeres, construyendo las nociones de lo masculino y lo femenino, las diversas características del género que es social, cultural e histórico. El debate entonces pasó de lo natural, a lo construido y transformable

“…Una oposición binaria básica, la de mujer/hombre, genera una simbolización de todos los aspectos de la vida. El género es el conjunto de ideas sobre la diferencia sexual que atribuye características “femeninas” y “masculinas” a cada sexo, a sus actividades y conductas, y a las esferas de la vida. Esta simbolización cultural de la diferencia anatómica toma forma en un conjunto de prácticas, ideas, discursos y representaciones sociales que dan atribuciones a la conducta objetiva y subjetiva de las personas en función de su sexo. Así, mediante el proceso de construcción del género, la sociedad fabrica las ideas de lo que deben ser los hombres y las mujeres, de lo que es “propio” de cada sexo. [...] la diferencia sexual nos estructura psíquicamente y la simbolización cultural de la misma diferencia, el género, no sólo marca los sexos sino marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano...” (Lamas, 1994:8).

Definido de esta manera, al asumir el género como categoría analítica, a partir de la cual las personas organizamos y pensamos las actividades sociales, en vez de considerarlo consecuencia natural de la diferencia sexual, o como simple variable social asignada a las personas de forma diferente según las culturas (Harding,1996:17), podemos comenzar a descubrir en qué medida los significados de género son fundamentales en la estructura social; así como podemos establecer la manera en que diversas sociedades instituyen los vínculos simbólicos entre el género y los demás aspectos de la vida cultural.  

Así mismo, la categoría género abre el espacio para que las investigaciones no solo se centren en problemas ya tradicionales, reconoce la validez del análisis de aspectos mas `sutiles´ que también son necesarios, como el ámbito de lo privado, y muchos otros hechos invisibilizados por hacer parte de “lo femenino”, aspectos que se consideran también complejos y merecen un trato diferencial sin aislarlos de su contexto y de sus relaciones; pues se mantiene la idea de la inclusión de las mujeres en los estudios de parentesco, familia, matrimonio, etc., que reitera el punto de vista acostumbrado que sólo las relaciona con estos aspectos del orden y los roles sociales contemporáneos. 

Entonces, la lectura de género se despliega sobre la cultura material, comprendida como producción social donde se hallan objetivadas las actividades de hombres y mujeres específicos, sus ideas, su cosmovisión; en general, lo que cada sociedad llama su realidad. Esos objetos fueron elaborados por una sociedad concreta, ubicada en un tiempo y en un espacio determinados, cuyas características de organización social, sistema de producción, ordenación espacial, cambios estructurales, etc., usualmente son el tema  general de la arqueología; pero de los cuales también se pueden inferir las formas de relación, sistemas de representación visual, de lenguaje, las relaciones domésticas, la distribución del trabajo, etc. Dichas relaciones (abstractas por demás), son abordadas en ocasiones con el apoyo de la etnohistoria, a partir de sus objetos materiales, que no tienen ni voces ni palabras, pero que guardan todo un significado que no solo puede ser determinado a partir de su utilidad o función, sino también desde lo que pueden simbolizar.

“…Se ha renovado el énfasis en la cultura y específicamente en la cultura material no como mero reflejo de las relaciones sociales, sino como elemento activo en su estructuración. Para ello, se da importancia a lo social, simbólico e ideológico y no solo a lo funcional…” (Engelstad, 1999:70).

De allí que se pueda pretender una mirada desde una perspectiva de género sobre la iconografía funeraria y las esculturas -que concentran en sí una especie de `narración´ del orden simbólico que las produjo- representativas de la cultura arqueológica de San Agustín, que constituyen los documentos más relevantes para el análisis de dicha sociedad. 

El género ha implicado un desarrollo conceptual aplicado en múltiples disciplinas, que más que plantearse qué se estudia hace énfasis en cómo se estudia; de allí que se proponga este proceso de simbolización cultural como un hecho ineludible que debe hacer parte del cuerpo teórico de las disciplinas; a la vez debe intentar plasmar la diversidad, esclarecer las dificultades que implica su utilización, así como comprobar ciertos supuestos teóricos, algunos muy evidentes como los relativos a los roles de género o formas admitidas de la sexualidad.   La perspectiva de género como medio de conceptualización cultural y de organización social nos ofrece un enfoque de lo que sucede en el interior de los sistemas sociales, culturales y simbólicos. Al igual que rompe los límites de “la mujer” y “el hombre” revalorando sus conceptos ya que, como sostiene Judith Butler  “...lo que llamamos una esencia o un hecho material simplemente es una opción cultural reforzada que se ha disfrazado de verdad natural...”. (Butler, 1996:326)

En cuanto a la disciplina arqueológica, el feminismo -como criterio y posición política- y la formulación de una perspectiva de género, también han hecho aportes muy importantes en el replanteamiento de su sustento empírico y teórico. Teniendo presente que se trabaja con los restos de la cultura material, testimonio directo de las acciones humanas en contextos históricos y culturales diversos, las teóricas feministas señalaron la importancia de reconocer lo personal, las experiencias vitales de mujeres y hombres para la reflexión, proponiendo “...otro tipo de análisis y de interpretación de los conjuntos arqueológicos, otra mirada basada en nuevas categorías que permitan dar cuenta de las mujeres en el estudio de la cultura material...” (Colomer et al., 1999:9).

Estos aportes han permitido que la pregunta por los estereotipos de género -basados principalmente en los roles de género contemporáneos- que están en la base de la práctica y teoría arqueológicas, esté siempre presente, al igual que la reflexión por los datos, métodos y el conocimiento propios de la arqueología, así como la forma en que ésta se escribe y se trasmite; en síntesis se amplían los temas de investigación y...

“...sean cuales sean sus compromisos políticos, pueden empezar a cuestionar las premisas convencionales sobre las divisiones sexuales del trabajo, y sobre el estatus de las mujeres [...], y a considerar cuestiones anteriormente inexploradas sobre la diversidad de las estructuras de género [...], sobre el significado de la dinámica de género en la formación de los sistemas culturales del pasado, y sobre los orígenes y aparición de los sistemas de sexo/género contemporáneos y/o documentados etnohistóricamente...” (Wyle, 1999:31).

Una lección general de la reflexión sobre esta nueva práctica, es que la ciencia políticamente comprometida es a menudo más rigurosa y autocrítica, y responde a los hechos mejor que la ciencia supuestamente neutral, que apenas se arriesga (Wyle, 1999:60). No se puede neutralizar, despolitizar ni desideologizar, la práctica y la teoría; puesto que así como el conocimiento es una construcción y lleva la huella de quien lo produce, siempre hablamos desde una perspectiva política, aunque supongamos no tenerla.

“…Nuestro conocimiento y su producto, el saber, dependen no solo del factor objetivo en la relación cognoscitiva, sino también del factor subjetivo ligado al condicionamiento variable del sujeto cognoscente. Este factor subjetivo es algo muy particular, ya que siempre está en función de condicionamientos sociales objetivos [...] se establece una relación, entre las opiniones de los hombres sobre los problemas sociales y sus condiciones sociales. Estas condiciones son responsables de que los hombres tengan precisamente tales opiniones en lugar de otras, en virtud de que viven en una determinada época y en determinadas condiciones [...] el proceso del conocimiento está condicionado socialmente [...] sufre la poderosa influencia de las necesidades e intereses sociales en general…” (Schaff, 1974:162-167-193)

Por otro lado, surge una dificultad en la interpretación arqueológica en cuanto a la posibilidad de distinguir el género y el sexo, ya que este último posee una innegable “...visibilidad arqueológica...” (Alberti, 1998); reconocida a partir de la concepción del sexo como un hecho biológico y la centralidad que éste le otorga a los genitales como elemento fundamental de la identidad del cuerpo donde confluyen las características biológicas sexuales. No obstante, los cuerpos fueron representados en su totalidad -incluso en muchos casos con atavíos- y no solo los atributos físicos que los diferencian; pero considero que éste ha sido el tipo de interpretaciones imperantes, donde el género, o más exactamente, las características sexuales visibles -genitales, pechos, vientres grávidos, etc.- que se han asumido como hombres o mujeres representados, son tenidos en cuenta como un simple criterio para clasificar, lo cual pone en apuros al inestigador, cuando éstas no están representadas.  

Otra tendencia que predomina es la asociación de ciertos elementos representados con actitudes adjudicadas arbitrariamente a un género, como por ejemplo la presencia de armas con la supuesta agresividad y fortaleza exclusivamente masculinas. De esta manera se evidencia que a pesar de que no se haga una reflexión explícita del género, los estereotipos siguen presentes. Se habla desde una posición de género, que ha colmado la práctica y la teoría arqueológicas de lugares comunes que se repiten y reproducen, pero no se cuestionan.

Entonces, hacer una lectura desde la perspectiva de género sobre el registro arqueológico, con estas dificultades y presupuestos, implica la crítica al discurso y a la práctica arqueológicos para establecer sesgos, presuposiciones o cualquier tipo de discriminación que se le haya impuesto o atribuido a la cultura material y a sus interpretaciones. El trabajo directo con los restos de la cultura material, supone que también se deben tener en cuenta las interpretaciones ya elaboradas, para proponer una lectura distinta que las supere cuando ciertos elementos representados se relacionan exclusivamente con “lo femenino” o con “lo masculino”.

De igual manera abre la posibilidad de cuestionar si esas sociedades asumían una perspectiva de género en sus vidas y frente a su producción cultural, lo que conlleva a preguntarnos acerca de cómo se manifiestan las relaciones de género en los restos arqueológicos, para profundizar en las representaciones de lo que serían sus nociones de género que atraviesan todas las formas de construcción y representación de la cultura material; es por ello que el saber interpretarla en sus distintas manifestaciones (instrumentos de trabajo, enterramientos, ajuares, el uso del espacio, la iconografía, etc.) nos puede dar indicios claros de la presencia y la importancia que cada sociedad dio a los géneros.

En esta investigación, estos aspectos indagados a partir de las esculturas, se contrastan con un importante material bibliográfico que las ha interpretado, pero que al contrario de lo que se podría pensar se distancian pues, por omisión, en ocasiones se excluye a las mujeres, así como se siguen reproduciendo los estereotipos de género, las nociones universalistas de “la mujer”, y se privilegian solo ciertas experiencias, como se verá más adelante.  

El género es complejo, pues no solo tiene que ver con las construcciones culturales de lo que significa ser hombre o mujer, ya que no solo forma parte de la estructuración del individuo, sino también de la sociedad y la cultura. Además es una categoría que no se puede manejar desde una proyección simplista de las nociones actuales de género, sobre la noción de género en el pasado, y el género en otra sociedad. De allí la importancia de tener en cuenta los diversos niveles de androcentrismo que caracterizan la práctica y la teoría antropológica (Moore, 1999:14). El primer nivel corresponde a la visión personal del arqueólogo (heredada de la antropología clásica), que incorpora a la investigación una serie de suposiciones y expectativas acerca de las relaciones entre hombres y mujeres, y sobre la importancia de estas relaciones en la percepción de toda la sociedad; el segundo es inherente a la sociedad objeto de estudio, cuando ésta considera que las mujeres están subordinadas a los hombres y esta visión será la que probablemente se transmita al arqueólogo; el tercer nivel de androcentrismo tiene relación con la parcialidad ideológica propia de la cultura occidental. Así, los investigadores guiados por su experiencia cultural, equiparan las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres de otras culturas con las desigualdades social, económica y política que condicionan las relaciones entre los dos sexos, en la sociedad occidental.  

Este nivel es precisamente el que considero más persistente en la forma como se desarrolla la disciplina arqueológica en nuestro país, pues usualmente se hace una transliteración mecánica, una extrapolación de comportamientos actuales al pasado (sin, por lo menos, la propuesta de un modelo apoyado en la investigación etnográfica), donde no se tiene en cuenta que no es lo mismo relaciones asimétricas basadas en las diferencias de jerarquía, linaje, rango, etnia, edad, etc., que relaciones de desigualdad de clase y dominación, como las que caracterizan las relaciones de género en la sociedad occidental contemporánea. En este sentido  “...La alternativa al androcentrismo debe partir de una perspectiva que empiece a valorar positivamente lo negado y recobre el significado de todo lo que ha sido marginado desde el punto de vista hegemónico central...” (Sanahuja, 2002: 14-15).

Finalmente, este recorrido por la noción de una perspectiva de género en la arqueología, permite afirmar que la reducción del concepto de género ha impedido la formulación de las preguntas, así como la supuesta inclusión de las mujeres cuando se habla de los hombres como “género humano,” incorpora ingenuamente todas las demás valoraciones aparentemente neutrales, que no son otra cosa que apreciaciones sexistas, en algunos casos abiertamente discriminatorias. Si se hace énfasis en reconocer las diferencias de clase, económicas, políticas y sociales, pues el género también debe ser estudiado de manera diferencial, superando el androcentrismo; lo que será posible si logramos reconocer e interpretar los indicadores sobre el género, dada la distancia histórica y cultural de los investigadores y los seres humanos y culturas que se estudian.

“…La consideración de género sugiere una modificación de la encuesta por la esencia que hace residir el interés, más que en su desarrollo y realización, en deconstruirla como acontecimiento histórico para vislumbrar cómo ello aconteció y cómo funcionó en contextos diversos y múltiples. El significado teórico de este viraje posee implicaciones decisivas, pues una reivindicación del papel primario en las sociedades que poseía el género hace más que desestabilizar determinaciones simplistas siempre observables en la historiografía. Introduce un corte novedoso en la “realidad”, pensándola como contingente, pues la existencia de diversas determinaciones elimina, desde el principio, todo monismo interpretativo u ontológico…” (Acha, 2000:74)

 

El género a través del registro arqueológico  

El  lenguaje: Silencios y estereotipos

En los textos donde se indagan y explican diferentes aspectos de la cultura de San Agustín, inferidos principalmente desde las lecturas hechas sobre la estatuaria, no se halla de manera explícita un análisis diferenciado del género. Sin embargo, encontramos referencias a las mujeres y a los hombres en la medida en que algunas esculturas tienen representadas características físicas sexuales, especialmente genitales, es decir que la diferencia sexual es ineludible pues se encuentra diversamente representada; aunque el concepto de género sea más complejo, se hace una reducción y aproximación al mismo a partir de estas características.  

Una forma de rastrear los presupuestos de género que inadvertidamente parecen filtrarse, la encontramos en la utilización del lenguaje y las valoraciones sexistas manifiestas en el registro:

“...imagen graciosa que representa un personaje débil y sibarítico, casi diría feminoide, pero de elevada jerarquía como lo demuestran las varias e importantes insignias que porta...” (Barney, 1975:108)

Figura 5.1 - Escultura ET–173(1)

Así como encontramos esta relación injustificada de las formas de la estatuaria con características de la concepción de la feminidad occidental como son la “debilidad” y la “sensualidad” -que parecen no ser compatibles con la “elevada jerarquía” que ostenta-, existe una recurrencia a resaltar la sexualidad masculina:

“...algunas esculturas de deidades representativas del poder genético masculino, llevan el miembro erecto, ceñido por el cordón fálico...” (Preuss, 1974 nota de Pablo Gamboa:188)

“...la figuración del sexo masculino y el cordón fálico tienen una función simbólica. El miembro erecto significa la fuerza viril y el poder genético, propios de esta deidad masculina y solar. El cordón fálico que lo ciñe, expresa que esta fuerza está contenida, atada a la deidad. Cuando el nudo se deshace, la fuerza se desborda cumpliendo su función creadora...” (Preuss, 1974 n. de PG:195)

“...las demás aparecen desnudas, con el pene erecto atado a un cinturón. El miembro erecto representa la fuerza viril y el poder genético propio de la deidad masculina y solar...” (Franco, 1979:21)

Figura 5.2 – Escultura MA-012(2)

“...el caracol de forma alargada que tiene en la mano izquierda, representa la fuerza genética masculina; es un elemento fálico. Este atributo se refuerza por la representación del miembro viril erecto, ceñido y anudado a un cordón que significa que cada vez que se desata, se produce la simiente divina elemento creador por excelencia que cae sobre la tierra en forma de rayos solares. Además de la “boca felina” se identifica como elemento femenino o sea que contiene el elemento vital, tanto masculino como femenino, participando doblemente en la función vital creadora...” (Gamboa, 1982:123)

Figura 5.3 – Escultura AI-262(3)

“...en San Agustín existe la sexualidad en el espacio de la muerte (cementerios), indicándose una vinculación directa. Aquella aparece como atributo de un ser sagrado, mítico, con rasgos antropozoomorfos que tiene un miembro viril en erección y amarrado con un cordón, o agarra un animal que parece un mono con una cola fálica. Este aspecto sexual se destaca también con la presencia de columnas de basalto con formas fálicas, que bordean el montículo que mira hacia el oriente, de la mesita B [...] o a las que acompañan algunas de las tumbas megalíticas...” (Llanos, 1995:71-72)

“...los chamanes jaguares de San Agustín parecen compartir el concepto de Heisel, son masculinos, sus caras son felinas (máscaras) y se encuentran en contextos funerarios [...] Además, su sexualidad masculina puede simbolizar no solo la reproducción sino también el instinto que incita a la sexualidad prohibida y a las relaciones incestuosas, con la tierra, con la madre universal...” (Llanos, 1995:158)

Concederle un carácter simbólico de “poder genético, fuerza viril,” que debía estar contenida para luego ser “desbordada en forma de rayos solares” a una representación que, en un modelo de explicación más económica, no es más que una forma de vestido ancestral y etnográficamente documentado, como la utilización de estuches penianos amarrados a la cintura por cordones, es una transliteración de las valoraciones y la ideología de género pertenecientes a la cultura de los investigadores; ya que “...en la cultura occidental moderna, esa “diferencia sexual” estuvo gobernada por el falocentrismo. Nunca olvidemos que la supremacía masculina fue garantizada por una opinión que subordinaba los cuerpos, maniataba los anos, y exaltaba los penes penetrando las vaginas (construidos como objetos pasivos)...” (Acha, 2000:67).

En el afán de adjudicar significados a los instrumentos y atributos que están representados en las esculturas, encontramos aserciones como:

“…un guijarrito con los extremos redondeados; en uno hay una línea vertical y otra horizontal, que quizá sea un falo. En el otro extremo hay dos líneas en ángulo que quizá represente el triángulo sexual femenino...” (Pérez de Barradas, 1943:90-91)

“...el simbolismo del caracol en el mundo precolombino es muy complejo, puesto que puede ser atribuido a la fecundidad; masculino, si es en forma alargada; o femenino, si es una concha. Además de su carácter masculino, tiene función como recipiente para guardar la coca, como “poporo”...” (Gamboa, 1982:166)

Estas afirmaciones corresponden a la costumbre que se ha convertido en lugar común al identificar como femenino un triángulo o una raya vertical y como masculino un elemento en forma alargada; ésta es quizá una manera de representar la fisiología de los genitales en nuestra cultura; tendríamos que buscar en el contexto y los referentes comparables con San Agustín para afirmar que en esta cultura, tienen el mismo significado las mismas representaciones.

“…Mientras que las representaciones de la vulva como parte del conjunto del cuerpo femenino -o de una parte sustancial de éste- constituyen ejemplos convincentes, la mayoría de las imágenes que se han interpretado como genitales femeninos son insustanciales y, normalmente, de un diseño tan simple que podría resultar igualmente plausible que se hubieran hecho para representar algo completamente distinto [...] quizá el ejemplo más absurdo de todos ellos sea la descripción de una simple línea recta como la representación de la abertura vaginal...” (Rudgley, 2000:286)

Otro hecho que muestra la mirada androcéntrica de las lecturas hechas sobre las esculturas, es una especie de recelo en el reconocimiento de una valoración social relevante que podrían implicar las representaciones femeninas:

“...gran figura [en la fuente de Lavapatas] vista de frente con los brazos levantados y con corona de plumas [...] cinturón con taparrabos, pero con el triángulo sexual femenino e incluso una rayita como bisectriz del ángulo interior que pudiera representar la vulva [...] Esta figura es muy curiosa puesto que la mayoría de los caracteres se relacionan con figuras masculinas del alto del Tablón y con la divinidad infantil que muestran las diosas-madres de la mesita B y El Cabuyal, por ejemplo. Por otro, ¿el triángulo sexual parece indicar una divinidad femenina? ¿trátase de una divinidad que primero fue femenina y con el transcurso del tiempo pasó a ser del sexo contrario? ¿será esta figura de una etapa intermedia?...” (Pérez de Barradas, 1943:97)

“...es la piel de un cuadrúpedo que le sirve de distinción al personaje [...] se trata de un varón con el potente órgano viril y el cordón fálico, podría pensarse que la estatuilla del museo, sería la efigie de un sacerdote, según opinión de Gamboa y no de estatua femenina como es la creencia más aceptada. Es decir ¿la insignia de la piel, estaba reservada sólo a los varones? [...] ¿logia de guerreros, vestido de cazadores, señal de hombría? [...] ejemplos distintos de un fenómeno semejante...” (Barney, 1975:90)

Figura 5.4 – Escultura MB-045

Además de no resolver los cuestionamientos que proponen, estas afirmaciones son visiblemente un intento de darle un carácter masculino (y por lo tanto importante), a lo que previamente han identificado como femenino. Esto se corresponde con la tendencia de los arqueólogos, según Janet Spector (1999:234) que, además de presentar al «hombre» como medida de lo humano, proyectan con demasiada frecuencia nociones culturales específicas y contemporáneas sobre los papeles, posiciones, actividades y capacidades de los hombres y las mujeres de los grupos que estudian. Estas proyecciones sugieren de forma implícita que las relaciones entre los sexos son estáticas e inamovibles, con independencia del contexto cultural o temporal.

 

Esencialismo y naturalización

Fertilidad de la tierra : fecundidad femenina : tierra : vientre

En el registro arqueológico se encuentra frecuentemente la tendencia a relacionar los rituales y procesos sociales y naturales de la fertilidad de la tierra con la fecundidad femenina:

“...el carácter mágico de la escultura es innegable, puesto que encarna los personajes divinos; personajes imprescindibles para la comunidad dentro del ritual mágico-económico de la fecundidad y la agricultura...” (Preuss, 1974 n. de PG:193)

“...En la estatuaria de San Agustín parecen predominar en el periodo mesitas medio, las representaciones de deidades solares, asociadas al culto de la fertilidad y por lo tanto al cultivo de varias plantas, en especial el maíz...” (Duque, 1964:387)

“...la religión de los primitivos pobladores de San Agustín estuvo en íntima relación con su principal base de sustentación económica, la agricultura. De ahí que en la estatuaria aparezcan representadas deidades y ritos de la fertilidad y la germinación...” (Duque, 1964:423)

“...divinidades antropomorfas femeninas [...] muchas de ellas se hallan en estado de gravidez, lo que expresa el concepto de fecundidad, no solo humana sino también de la tierra, aspecto importante para la producción de abundantes cosechas...” (Franco, 1979:18)

“...el sol y la luna; el viento, el rayo, la lluvia; el invierno y el verano, y aspectos más complejos derivados de estos, como la fertilidad y la fecundidad; tuvieron un interés especial para las culturas basadas en el agro, como son por ejemplo; el papel que desempeñan las fases de la luna en relación con el cultivo y crecimiento de las plantas, aspecto que influyo en la estructura social agustiniana mediante el matriarcado, hecho patente en la estatuaria por el predominio de representaciones femeninas en la primera época...” (Gamboa, 1982:109)

“...por su forma cambiante [la luna] a través de sus fases “crecientes y “decrecientes”, conforman la mecánica mítica, de vida, muerte y resurrección, mecánica que pronto se asociará al proceso agrícola donde se siembre una semilla -muerte-, para que surja otra planta -vida-, y produzca nuevos frutos -resurrección-. También se asocia al ciclo vital humano y a la fecundidad, identificándose como el principio femenino: de esta manera se representa como mujer...” (Gamboa, 1982:118-119)  

“...la escultura agustiniana, de carácter funerario y por lo tanto sagrado, es un elemento propiciatorio de la fecundidad y fructificación de la tierra, los cultivos, los animales y los hombres...” (Gamboa, 1982:132)

“...las fuerzas y elementos de la naturaleza que inciden sobre la actividad agrícola se tipificaron mediante la creación de complejas representaciones que muestran atributos de la fecundidad de carácter femenino o masculino....” (Gamboa, 1982:137)

“...seguramente asociaron la fertilidad de la tierra con la fecundidad femenina, como indica la presencia de figuras femeninas de barro, con sus atributos sexuales modelados y de animales...” (Llanos, 1995:34)

Al no clarificar a partir de qué modelo ni sustento teórico se fundan, estas afirmaciones parecen corresponder con la noción occidental que relaciona la naturaleza con la mujer y el hombre con la cultura, una de las maneras contemporáneas de simbolizar el género; ya que las mujeres, dada su fisiología y su específica función reproductora, parecen encontrarse más cerca de la naturaleza, así como los hombres se relacionan más directamente con la cultura puesto que tienen que buscar medios culturales de creación. El papel social de las mujeres se percibe tan próximo a la naturaleza porque su relación con la reproducción ha tendido a limitarlas a determinadas funciones sociales, que también se perciben próximas a la naturaleza. Pero en realidad las mujeres no están más cerca ni más lejos de la naturaleza que los hombres, ésta percepción solo es posible por el sistema de valores culturales que generan dicha relación (Cfr. Orther; 1979).

Figura 5.5 – Esculturas MC-116 y MA-017

Aproximarnos de ésta manera a la relación hombre/cultura mujer/naturaleza permite comprenderla, de acuerdo con Henrietta Moore (1999:29), como una manifestación de las formas en que se integran las ideologías, estereotipos de género, experiencias y actividades a un sistema más amplio de símbolos sociales; que son variables a pesar de que continuamente se establezcan vínculos simbólicos entre el género y otros aspectos de la vida cultural. Es por ello que las diferencias entre hombres y mujeres se conciben como un conjunto de pares contrarios que evocan nociones antagónicas; dichas asociaciones no proceden de la naturaleza biológica de cada género, sino que son una construcción social, apuntalada por las actividades sociales que determina y por la que es determinada. Ésta deducción implícita, basada en el modelo de opuestos de nuestra sociedad, deja a un lado el hecho de que “...tanto los hombres como las mujeres están relacionados con la naturaleza a través de su participación en la reproducción...” (Goodale apud Moore, 1999:33). Se da por supuesta una correspondencia que no está justificada directamente por la sociedad a la cual se le adjudica, y se descarta la posibilidad de que dicha sociedad apreciara y vivenciara estos fenómenos de distinta manera; un ejemplo podría encontrarse en los mitos amazónicos donde, los hombres y las mujeres sí vienen de la naturaleza o están del lado de la naturaleza hasta que los hombres, mediante un ardid, roban el fuego al jaguar (que es el dueño de los bienes culturales), y las mujeres, que convierten el fuego natural en fuego de cocina, pasan al lado de la cultura en tanto los hombres hacen lo mismo como cazadores. (Levi-Strauss, 1968:71 s.s)

“...“Naturaleza” y “cultura” no son categorías denotativas ni exentas de valores; son construcciones culturales similares a las categorías “mujer” y “hombre”. [...] De la misma manera que no podemos asumir que las categorías “mujer” y “hombre” signifiquen lo mismo en todas las sociedades, debemos aceptar que otras sociedades no vislumbren la cultura y la naturaleza como categorías distintas y contrarias, tal como sucede en la cultura occidental. Además, incluso si existe esta distinción, no debemos dar por sentado que los términos occidentales “naturaleza/cultura” traducen adecuada o razonablemente las categorías imperantes en otras culturas...” (Moore, 1999: 34).

No queda claro en el registro, a partir de qué modelo se afirma dicha relación establecida tan estrechamente entre dos hechos naturales como la fecundidad de la tierra y la fertilidad femenina; el hecho de que los dos generen productos necesarios para la colectividad -alimentos y cuerpos respectivamente-, no implica mecánicamente una relación analógica; ésta será posible con una mediación cultural que corresponda con la ideología y manera de simbolizar dichos eventos, propios de cada cultura. La importancia de una actividad como la agricultura esta en función de su interés para toda la colectividad -al punto de llegar a celebrarse ritualmente-, y no en valoraciones que rescatan supuestas esencias y crean analogías aparentes.  

Si consideramos estas afirmaciones como una manifestación de las formas en que se integran las ideologías, estereotipos de género y experiencias a un sistema de símbolos sociales, que parecen corresponden más al modelo de las sociedades de los investigadores, podríamos comprender de donde proviene también la correlación que establecen entre tierra y vientre:

“...también hicieron una arquitectura subterránea, para sus muertos, en el mundo de abajo donde habitan otros seres mitopoéticos, en el vientre de la madre tierra...” (Llanos, 1995:61)

“...las urnas son como vientres, lo mismo que los sarcófagos que tallaron de troncos de árboles, logrando una conjunción con la naturaleza. El muerto es introducido en el árbol de la vida y en el vientre de la madre tierra...” (Llanos, 1995:69)  

Tanto ésta relación como la establecida entre fertilidad de la tierra y fecundidad femenina, sería más apropiada si la pensamos no desde la noción occidental que separa a las mujeres y los hombres del resto de la naturaleza, noción que es contraria a la que tienen y tuvieron las sociedades indígenas, en cuanto al modo de su relación con la naturaleza, pues no se piensan como distintos sino como parte de la misma.  

Más aún si tenemos en cuenta que el pensamiento mítico es el pensamiento humano que concibe la realidad por analogía, y ésta es a la vez una lógica que se expresa en las formas de la metáfora y la metonimia; razonar por analogía es afirmar una relación de equivalencia entre objetos (materiales o ideales), conductas, relaciones de objetos, relaciones de relaciones, un razonamiento que está orientado. Al representarse la naturaleza por analogía con el hombre, el pensamiento primitivo trata el mundo de las cosas como un mundo de personas y las relaciones objetivas y no intencionales entre las cosas como relaciones intencionales entre personas. (Godelier, 1974:370-372).

De allí que este pensamiento “humaniza la naturaleza y sus leyes”, otorgándoles propiedades humanas, en una especie de imagen recíproca de los hombres y las mujeres y el mundo, sintetizando las relaciones naturaleza y cultura al hacer comparables todos sus aspectos por analogía.

Propongo que comprendamos las interpretaciones y manifestaciones simbólicas de la producción y la reproducción en el marco del pensamiento por analogía que hace posible crear este tipo de metáforas, fundamentado en la preeminencia que las sociedades indígenas le otorgan a los procesos de reproducción de la vida y su mantenimiento; bajo su concepción de la tierra más que como madre, como tierra sagrada.

 

Aproximaciones a la estructura social: La función del género

En el registro arqueológico otros temas que permiten rastrear las interpretaciones sobre las relaciones y estructura de género, son las referencias en cuanto a las formas de la organización social, familiar, los roles y la división sexual del trabajo; aunque no sean pormenorizadas, pues la disciplina se distingue por ser descriptiva y taxonómica frente a los objetos, pero poco se arriesga a definir y caracterizar quiénes y cómo era la sociedad que los produjo.

Sobre la estructura familiar:

“...algunas sepulturas de jefes o caciques, que aparecieron rodeadas de enterramientos femeninos, [...] sugieren la posible existencia de la poliginia como base de la organización familiar, notables prerrogativas de los mandatarios y quizás la existencia de la institución de la mujer principal...” (Duque, 1964:378)

“...organización social estructurada sobre la base de pequeños grupos familiares que explica la diversidad de estilos y motivos de la estatuaria...” (Duque, 1964:380)

“...la sociedad de agroalfareros sustentó la organización social en la familia y tuvo como dirigentes a los chamanes...” (Llanos, 1995:34)

“...durante el periodo formativo no vivieron en poblados sino en bohíos dispersos, entre los que hubo “intercambios matrimoniales” y compartieron saberes en un sistema social comunitario...” (Llanos, 1995:36)

“…los centros monumentales funerarios están construidos por unidades (montículo artificial, tumba megalítica, templete, esculturas) asociadas a cementerios, lo que puede significar un parentesco entre el personaje principal enterrado en cada montículo y las personas enterradas alrededor de éste (unidades familiares). También existen cementerios sin construcciones monticulares en los que enterraron miembros de familias, con un rango menor...” (Llanos, 1995:45)

Es conocida la dificultad que implica trabajar con los restos de la cultura material, parte de una totalidad -desecha por el proceso de deposición- que se nos presenta fragmentada, de la cual suponemos un valor significativo al que pretendemos acceder; se trabaja entonces con fragmentos para convertirlos en referentes de unas posibles relaciones, que al analizar los modos de su articulación con otros, nos lleva a comprender sus vínculos con un contexto que en otro momento histórico explica el proceso de su producción.

En ese sentido podríamos pensar que la arqueología, al estar caracterizada por el trabajo con objetos, no tendría por qué mostrar un excesivo sesgo androcéntrico ni una atribución mecánica de las concepciones actuales al pasado, más aún si la contrastamos con otras disciplinas que por sus objetos de estudio son más propensas a las explicaciones interesadas.

No obstante, como en este caso, las afirmaciones sobre la “poliginia, pequeños grupos familiares, intercambios matrimoniales, unidades familiares”, más que corresponder a una debida contrastación arqueológica, se asemejan a la concepción usual de la familia como unidad básica de relación social; ésta se ha denominado familismo, es decir, una forma de sexismo derivada de la insensibilidad acerca del género y que consiste en tratar la familia como unidad de análisis, sin tener en cuenta que un mismo problema puede afectar de manera distinta a los miembros que la integran, que pueden existir individuos sin familia o bien que cabe la posibilidad de otras formas de organización social. En este sentido, resulta necesario insistir en que la unidad doméstica no debe ser confundida con una familia, ni una familia con una familia nuclear. El actualismo de la familia nuclear ha invadido en muchas ocasiones la bibliografía arqueológica y hay que ser prudentes ante las generalizaciones basadas en la universalidad de lo propio. La unidad doméstica puede ser definida como un grupo humano con relaciones de consanguinidad, afinidad o imposición, de tipo familiar o no, cuyos vínculos se establecen a partir de la convivencia cotidiana y proporcionan el contexto idóneo para la producción de cuerpos y el mantenimiento y socialización de los mismos. La familia, en cambio, está formada por un grupo de personas vinculadas a partir del matrimonio, adscrito a la procreación y cuidado de los hijos e hijas, con una residencia común. El tipo de familia se define a partir de la regla matrimonial y la norma de residencia, lo cual tiene consecuencias para el ajuste a las actividades económicas de la unidad doméstica (Sanahuja, 2002: 66-67).

“…El problema de la familia no debe ser tratado de forma dogmática. De hecho es una de las cuestiones más escurridizas dentro del estudio de la organización social. Poco sabemos del tipo de organización social que prevaleció en las primeras etapas de la humanidad. Por otra parte, cuando consideramos la amplia diversidad de sociedades humanas que han sido estudiadas, lo único que podemos decir es que la familia conyugal y monógama es muy frecuente [...] Además los pocos casos de familia no conyugal (incluso en su forma polígama) establecen sin la menor sombra de duda que la alta frecuencia del tipo conyugal de agrupación social no deriva de una necesidad universal. Es posible concebir la existencia de una sociedad perfectamente estable y duradera sin la familia conyugal. La complejidad del problema reside en el hecho de que, si bien no existe ley natural alguna que exija la universalidad de la familia, hay que explicar el hecho de que se encuentre en casi todas partes [y de tan diversas maneras]…” (Lévi-Strauss, 1974:16)

Lo que observamos en el registro es una consideración de la familia como si fuera la única forma de unidad doméstica; ésta generalización y universalización debe ser cuestionada, y para su análisis -más que la noción que hoy impera- se debe tener en cuenta la forma y existencia o no del matrimonio(4) como institución, así como las normas de residencia, las filiaciones y los acuerdos o afinidades que pueden integrar a varias personas en una convivencia cotidiana; sin dejar a un lado la pregunta por la función de las estructuras familiares en la organización social.

“...la supuesta universalidad de la familia conyugal corresponde, de hecho, más a un equilibrio inestable entre los extremos que a una necesidad permanente y duradera proveniente de las exigencias profundas de la naturaleza humana. [...] hemos de considerar aquellos casos en los que la familia conyugal difiere de la nuestra, no tanto con referencia a una diferencia de valor funcional, sino más bien porque su valor funcional es concebido de una forma cualitativamente diferente de nuestras propias concepciones ” (Lévi-Strauss, 1974:27-28)

 

En cuanto a los roles y la división del trabajo:

“...la estatuaria de dioses superiores es bimorfa. Solamente la de hombres, es decir la iconografía de guerreros o sacerdotes o altos jerarcas tiene valor retratístico antropomórfico...” (Barney, 1975:6)

“...la casta de los guerreros con sus deidades protectoras, tales como el dios tigre y la serpiente crestada, parece que está representada en varios monolitos [...] pueden juzgarse también como representación de guerreros, por los cráneos trofeos que llevan pendientes del cuello...” (Duque, 1964:380)

“...es indudable que algunas de estas estatuas llamadas cariátides, figuran representaciones de guerreros famosos de la tribu...” (Duque, 1964:436)

“...el proceso por el cual se produjeron esculturas, dólmenes, sepulturas, sarcófagos, etc., integrado totalmente a la organización social y económica agustiniana, produjo la estratificación social propia de la división del trabajo en clases de: jefes, sacerdotes, guerreros, constructores, tallistas, orfebres, ceramistas y agricultores, algunos de los cuales están tipificados en la estatuaria que, además, es un factor de diferenciación social destinado a las clases dominantes, que tuvieron la capacidad de hacerse erigir estos monumentos para su propia preservación...” (Gamboa, 1982:108-109)

“...el personaje principal de la estatuaria, por tener la boca con grandes colmillos y en algunos casos garras, es un chamán asociado al felino, es un chaman-jaguar [...] simboliza el poder del conocimiento de los chamanes [...] es el padre creador. Algunos de estos chamanes-jaguares tienen rasgos del murciélago que está vinculado a mitos de canibalismo (muerte). De ahí que en varias esculturas agarra niños, serpientes, un mono y pescados, asociados a la fertilidad, o sea, de los chamanes dependió la vida...” (Llanos, 1995:50)

Considero que no podemos igualar una sociedad jerarquizada a una sociedad de clases, pues en las sociedades jerarquizadas o estratificadas la organización social no se basa en éstas, no hay desigualdades que las determinen cuando las acciones de los funcionarios benefician a toda la población.

“...una minoría social puede adquirir definitivamente una situación excepcional (poderes religiosos, poligamia), aun si no controla directamente los factores de producción ni redistribuye la mayor parte de los productos a los que su situación de excepción le da derecho (sociedades de “categorías” y sociedades estratificadas”) [...] la desigualdad sólo se construye en la práctica y solo se justifica ideológicamente por los servicios prestados a una comunidad. Supone siempre y desarrolla una forma de desequilibrio económico entre los individuos y los grupos, desequilibrio que se transforma en una relación social ventajosa tanto para la comunidad como para el individuo que pretende desempeñar un papel “central”. La desigualdad social y económica representa pues, hasta cierto punto, una ventaja para el desarrollo de la vida social y prácticamente aboca a que los intereses de la comunidad se identifiquen real e ideológicamente con los de determinados individuos [...] en la base de toda supremacía política está siempre el ejercicio de funciones sociales...” (Godelier, 1974:38)

Otro hecho notable en el registro es que los únicos roles que relevan los autores son los de “guerreros, chamanes, jefes, sacerdotes, constructores, tallistas, orfebres, ceramistas y agricultores”, aunque no se hace referencia alguna a si eran labores desempeñadas por hombres o por mujeres, parece que fueran exclusivamente masculinas.  

Quizá esta falencia se explique por la sistemática adscripción de los papeles protagonistas de la historia al sexo masculino, así como por el constante olvido de ciertos ámbitos de la organización social a los cuales se les presta muy poca atención: la reproducción, el cuidado y la socialización de niños y niñas, el procesado de los alimentos, la confección de prendas de vestir, la producción cerámica de tipo doméstico, en una palabra, todo lo relacionado con el mantenimiento de la vida y de los objetos y, por tanto, básico para la producción social de cualquier grupo. Sabemos que todo lo que en la actualidad es mayoritariamente realizado por mujeres ha sido dejado de lado por la arqueología, así como atribuye mecánicamente a los sexos lo que actualmente parece corresponderles: mujeres cuidadoras del hogar y los propios hijos e hijas y con actividades relacionadas con lo doméstico, hombres aprovisionadores de alimentos, ejecutores de la mayoría de trabajos considerados básicos para la sociedad y asociados siempre a las armas, los intercambios y el poder político (Sanahuja, 2002:64-65).

Entonces la escasa mención a la división del trabajo por sexos en el caso de San Agustín, demuestra un desinterés por la interpretación social de las labores femeninas de acuerdo con las valoraciones de los investigadores; es por ello que finalmente son definidas en términos androcéntricos o totalmente invisibilizadas, a pesar de la importancia de este aspecto para la estructura social, al punto de ser considerada como la más antigua división del trabajo. Si existieran estas descripciones no deberían enfocarse exclusivamente en lo que hacían o no las mujeres y los hombres, sino en un análisis de la valoración simbólica atribuida a estos roles.  

Analizar este aspecto es fundamental para la perspectiva de género, y debe hacerse teniendo en cuenta que aunque las tareas se distribuyen, reservan y prohíben a un género o al otro, ante todo son variables y no han sido exclusivas de uno u otro, ni están desarticuladas con el orden social; además, con la división sexual del trabajo se forjan relaciones de género particulares que pueden expresarse en términos de complementariedad o interdependencia, lo cual no garantiza necesariamente la simetría.

Cuando consideramos actividades menos básicas que la crianza de los hijos y la guerra, se hace aún más difícil diferenciar reglas que gobiernan la división sexual del trabajo. Hemos de ser cuidadosos y distinguir entre el hecho de la división sexual del trabajo, que es prácticamente universal, y la manera según la cual las diferentes tareas son atribuidas a uno u otro sexo; allí descubriríamos la importancia de los factores culturales, la misma artificialidad que reina en la organización de la familia. Las razones naturales que pudieran explicar la división sexual del trabajo no parecen desempeñar un papel decisivo, al menos tan pronto dejamos la especialización biológica de las mujeres en la producción de los hijos. Cuando se afirma que uno de los sexos debe realizar ciertas tareas, esto significa también que al otro sexo le están prohibidas, así la división sexual del trabajo, no es más que un dispositivo para instituir un estado recíproco de dependencia entre los sexos (Lévi-Strauss, 1974:31-32)

Así como el género es una construcción cultural, la distribución sexual de las tareas es también un hecho de cultura y no de naturaleza; nada en la naturaleza explica la división sexual del trabajo, son hechos de cultura y deben ser explicados y no servir de explicación (Meillassoux, 1977:38). En este sentido, a pesar de que se pueda afirmar la universalidad de la distribución de papeles entre hombres y mujeres, esta división del trabajo por sexos varía de un grupo a otro; y además de modificarse y replantearse continuamente, interactúa con otras dimensiones como la edad, el lugar en la estratificación social, la destreza, especialización, entre otras.

 

Sobre las referencias a la maternidad:

“...el sexo puede deducirse únicamente por el hecho de que lleva a un niño en la espalda...” (Preuss, 1974:90)

“...la mayoría de los caracteres se relacionan con figuras masculinas del alto del Tablón y con la divinidad infantil que muestran las diosas-madres de la mesita B y el Cabuyal...” (Pérez de Barradas, 1943:97)

“...estatua que coronaba el túmulo dedicado al culto de la maternidad...” (Duque, 1964:421)

“...hasta ahora no se han excavado figuras masculinas antropomorfas, lo que lleva a pensar en una sociedad cuyo origen mítico se debe a la Madre ancestral, y cuya subsistencia dependió, básicamente, de los frutos de la tierra, del agua que fertiliza los bosques, cultivos y que los seres humanos y los animales necesitan en su vida cotidiana...” (Llanos, 1995:34)

Indudablemente el proceso biológico de la reproducción debió haber tenido una interpretación cultural que permitiera construir una noción de maternidad; involucrando entonces también procesos sociales relacionados con la sexualidad, el cuidado de otras personas, el orden social, la organización doméstica y el poder. Sin embargo, como afirma Sanahuja (2002:89), si la capacidad de gestar, parir y amamantar es propia o exclusiva de las mujeres, la protección y el cuidado de las crías no tuvo por qué haber estado siempre relacionada con las mismas y pudieron haber existido escenarios prehistóricos alternativos.

Se presupone entonces una unidad básica constituida por la madre y su hijo, hecho que se entiende como universal, pues sin lugar a dudas mujeres de todas las culturas y sociedades “dan a luz”. Pese a ello, y debido a la evidente diversidad cultural existente en cuanto a las concepciones de familia y hogar --instituciones cuya base sería dicha relación--, las relaciones entre lo doméstico y la maternidad no son de ninguna manera naturales.

“...el reconocimiento de que las madres y las unidades madre-hijo desempeñan una función universal facilita la separación entre lo “doméstico y lo “público, apoya la hipótesis de que las unidades “domésticas tienen en todo el mundo la misma forma y la misma función, ambas dictadas por la realidad biológica de la reproducción y de la necesidad de criar la prole...” (Yanagisako apud Moore, 1999:39).

El concepto de madre no solo se compone de hechos naturales -como el embarazo y la lactancia-, es también una construcción cultural, expresada no sólo en las diversas formas de ejercer la maternidad, pues contiene una estrecha relación con la categoría mujer que construye cada cultura. La noción de maternidad es también parte de una construcción cultural que da lugar a diversas expresiones y representaciones simbólicas en muchas sociedades; como en la cultura occidental donde tienden a superponerse las categorías de madre y de mujer.

“...el resultado final es una definición de “mujer que depende esencialmente del concepto de “madre y de las actividades y asociaciones concomitantes. Otras culturas, por supuesto, no definen a la “mujer de la misma manera, ni siquiera establecen necesariamente una relación especial entre la “mujer y el hogar o la esfera doméstica, como ocurre en la cultura occidental. La asociación entre “mujer y “madre no es ni mucho menos todo lo natural que podría parecer a primera vista...” (Moore; 1999:40).

No se trata simplemente de relevar el hecho de que las madres son supuestamente las únicas personas que se dedican a todas las labores reproductivas, sino que las unidades “domésticas”, como podría ser en el caso de la cultura de San Agustín, no se construyen necesariamente en torno de la madre biológica y su descendencia, pues el concepto de madre no se basa necesariamente en el “instinto maternal” que supuestamente poseen las mujeres, en la satisfacción de las necesidades cotidianas, o en el compartir de un espacio físico.  

La maternidad como interpretación cultural de la reproducción, aunque sea un hecho ineludible en todas las sociedades, no merece siempre el mismo reconocimiento cultural

“...en algunas culturas, todo lo que rodea la procreación [...], presenta un interés social para toda la comunidad y no se circunscribe a la mujer ni a la esfera doméstica de la sociedad. En dichas culturas, el hombre está convencido de que su papel en la reproducción social y en el proceso de procreación es decisivo. La mujer de estas culturas no se define, pues, exclusivamente, por sus “aptitudes biológicas ni por el control que ejerce sobre aspectos clave de la vida [...] el concepto “mujer no gira en torno a las nociones de maternidad, fertilidad, crianza y reproducción...” (Moore, 1999:43).

Finalmente llaman la atención, las afirmaciones de Pablo Gamboa Hinestrosa sobre un supuesto carácter matriarcal o matriarcado en la cultura de San Agustín:

“...el matriarcado, hecho patente en la estatuaria por el predominio de representaciones femeninas en la primera época...” (Gamboa, 1982:109)

“...al lado oriental del río Magdalena predominan deidades femeninas y al occidental masculinas. Este dato nos permite deducir, como arqueológicamente parece comprobable, que en la margen derecha del Río se realizaron las esculturas más antiguas, correspondientes al desarrollo escultórico más primitivo, de evidente carácter matriarcal...” (Gamboa, 1982:138)

“...los principios creadores representados por los agustinianos son femeninos, hecho que indica el carácter matriarcal y la preponderancia femenina de esta cultura en sus orígenes, tal como lo comprueba la arqueología...” (Gamboa, 1982:140)

Las nociones de matriarcado o patriarcado son mucho más complejas. Que el lazo madre-hijo sea la primera relación social y la más evidente, así como el “predominio de representaciones femeninas”, o la presencia de lo que se presume como “diosas madres”, no implica necesariamente la existencia de un poder matriarcal.  

Este supuesto matriarcado seria deducible de la comprobación de ciertos privilegios ostentados por las mujeres en sociedades específicas, relacionadas igualmente con la matrilinealidad y el matrilocalismo, aspectos que no han sido abordados en el estudio de la cultura de San Agustín.

Es cierto que en algunas sociedades matrilineales los hombres ejercen poca autoridad sobre sus esposas. Sin embargo, en dichas sociedades lo que acontece es que las mujeres y los niños y niñas están sometidos a la mayor o menor autoridad de sus parientes masculinos. En las sociedades matrilineales, donde la propiedad, el rango social, los cargos y la pertenencia al grupo se heredan por línea femenina, se observa que las mujeres disponen de mayor independencia que en las sociedades patrilineales. Esto es particularmente cierto para sociedades matrilineales en las que el estado no llegó a desarrollarse, y en especial en aquellas sociedades tribales de residencia matrilocal. No obstante, aún siendo esto cierto, en todas la sociedades matrilineales de las que poseemos descripciones, los cabezas de familia, de linajes, de grupos locales son siempre hombres (Gough, 1974:117).

Es por ello que sociedades que tengan estas características no pueden ser consideradas automáticamente como matriarcales, pues el concepto matriarcado:

“...equivale al reverso del patriarcado. Si el patriarcado se define por la subordinación de las mujeres al dominio masculino y el control del poder político, económico y social por parte de los hombres, [el matriarcado] debería conceptualizarse por lo mismo, pero en este caso las que ejercerían la coerción económica y extraeconómica serían las mujeres...” (Sanahuja, 2002:137)

Según la misma autora, dicho concepto goza de diversas acepciones, como la organización familiar o social donde el poder, trasmitido de madres a hijas, lo ostentan las mujeres, cualquier tipo de organización social donde las mujeres tengan poder sobre algún aspecto de la vida pública y puedan ostentar posiciones elevadas, sociedades matrilocales y/o matrilineales donde los hijos/as viven con las madres y los varones adultos no ejercen de padres.

Asumo con la autora, la insistencia en que solo debería hablarse de matriarcado cuando las mujeres explotan y dominan no solo a los hombres como colectivo y a su grupo de parentesco sino en todos los aspectos de “lo público", y no solamente porque puedan adquirir y ejercer poder al igual que ellos. Habría entonces que empezar a denominar de otro modo las sociedades no patriarcales: “…sociedades matristas, clan materno, sociedades con práctica de relación, sociedades sin poder coercitivo, sociedades con autoridad femenina…”. Hasta el momento no existe ninguna evidencia arqueológica ni etnológica para poder afirmar que las madres como grupo dominaron y explotaron a los padres.

“...no existe estado matriarcal aun cuando en las sociedades matrilineales las mujeres gocen de un estatuto muy elevado, correlativo al hecho de que su marido carece de derechos sobre sus hijos. Tampoco los sistemas matrilineales tienen necesariamente que preceder a los sistemas patrilineales por el hecho de que la identidad del padre fuera incierta en los tiempos primitivos. Si la identidad del padre no tiene la misma importancia social que en las sociedades patrilineales es porque la filiación es matrilineal” (Godelier; 1974:27).

“...de hecho, ni la realidad existente ni nuestros conocimientos literarios al respecto nos permiten hablar de verdaderas sociedades “matriarcales” a distinguir de “matrilineales”, y por el contrario todo parece indicar que aquellas nunca existieron. Esto no significa que entre hombres y mujeres nunca se hubieran dado relaciones que les dignificaran y desarrollaran mutuamente y fuesen apropiadas al nivel del conocimiento, destreza y tecnología de su tiempo. Ni significa tampoco que los sexos no puedan alcanzar un reconocimiento igualitario o que la división sexual del trabajo no pueda ser abolida...” (Gough, 1974:117-118).

En definitiva una arqueología que supere los sesgos androcéntricos y cuestione la invisibilidad de las mujeres, haría posible conocer las labores que los hombres y las mujeres desempeñaban en las distintas sociedades y hasta que punto, estos roles determinaban sus posiciones en la estructura social. El proceso de formación de las sociedades prehispánicas es un entramado de relaciones cambiantes en el tiempo y en el espacio, para el cual es imprescindible releer la historia y tratar de comprender como la interacción humana interviene en la estructuración de la organización social.  

Aunque encontremos evidencias, por ejemplo, de roles en el ámbito reproductivo similares a los nuestros no podemos darles el mismo valor social, éste se atribuye de manera distinta y depende del orden simbólico y cultural del que forma parte. En este sentido es indudable que las relaciones entre los géneros en la cultura de San Agustín correspondían a su particular forma de ser y estar en el mundo, en otras condiciones sociales, ambientales y culturales diferentes a las nuestras.

 

Masculino/Femenino: Expresión  del  “dualismo”

Permanentemente se puede encontrar en las especulaciones elaboradas sobre San Agustín referencias al “dualismo” como “característica de la ideología precolombina” “rasgo sobresaliente de la cultura”, que contiene “dos conceptos opuestos, antagónicos o contrarios”, como serian -bajo esta concepción- lo masculino y lo femenino:

“...una de las características más notables de la ideología precolombina y que consiste en representar en una misma imagen dos principios totalmente opuestos o antagónicos, como la vida y la muerte, cielo e inframundo, etc...” (Preuss, 1974 n. de PG:196)

“...el dualismo es un rasgo saliente en la cultura de San Agustín, pues en la estatuaria se ven, al lado de las representaciones femeninas, otras de sexo masculino, una y otras portadoras de un mensaje religioso...” (Duque, 1964:422)

“...el dualismo de las representaciones es uno de los aspectos más característicos, que encontramos en la escultura agustiniana, o sea la expresión de dos conceptos contrarios contenidos en la misma imagen. Esta característica se expresa también en figuras como la “deidad solar”, que contiene ambos sexos: el masculino en representación natural y el femenino simbolizado por la boca felina...” (Gamboa, 1982:115)

“...con este mismo sentido dualista de dirección, superior-inferior, tenemos las representaciones del águila y la serpiente que expresan cielo y tierra, lo racional y lo instintivo, la luz y las tinieblas...” (Gamboa, 1982:115)

“...sobre el aspecto dualista de las representaciones, Preuss anotó que al lado oriental del río Magdalena predominaron deidades femeninas y al occidental masculinas...” (Gamboa, 1982:138)

“...La oposición sur-norte corresponde a los pares de oposición femenino-masculino, abajo-arriba, verano e invierno...”  (Llanos, 1995:135)

“...la orientación norte y la sur, además de estar asociadas a los solsticios de junio y diciembre, generan una dinámica (par de oposiciones), masculino-femenino, arriba-abajo, y al frente (templete) y atrás (tumba), respectivamente duales. De esta manera se configura un modelo cósmico...” (Llanos, 1995:144) 

De la lectura de las citas precedentes se desprende claramente que los autores respectivos no definen a qué llaman exactamente “dualismo” [“...principios opuestos...”, “...conceptos contrarios...”, “...dinámica (par de oposiciones)...”, etc.]; ni por qué lo relacionan con la multiplicidad de atavíos y representaciones visibles en las esculturas.

En este sentido, podría pensarse en una analogía con las sociedades primitivas pues es conocido que sus sistemas de representación son binarios, pero esto no significa que sean duales; las concepciones indígenas más que contener nociones antagónicas, expresan diversas unidades de contrarios para ellos no antagónicos; los autores entonces no estarían pensando la relación sino la antinomia...

“...en San Agustín no hay una representación de un mundo segmentado en polaridades duales como el nuestro, donde el ser de uno de los términos excluye por contrariedad la posibilidad del otro término, donde la muerte excluye la vida, lo de arriba excluye lo de abajo o lo blanco hace irreductible lo negro. Esta esquizofrenia es tal vez una condición de nuestra sociedad, pero no la condición de las sociedades indígenas. No existe relación de necesariedad para deducir que los modelos mentales de estas sociedades están ajustados a la misma lógica de nuestro modelo...” (Velandia; 1994:101)

Desde la lógica de los investigadores, lo masculino entonces también sería antagónico y excluiría lo femenino y viceversa. Con todo, conocemos que la representación cultural de la diferencia sexual es múltiple, y aunque nuestra cultura posea un lenguaje que produce información a partir de la afirmación y/o negación de elementos mínimos, de la contraposición de opuestos: mujer/hombre, noche/día, frío/caliente, etc., pensamiento a partir del cual se elaboran nuestras representaciones, y como cada cultura realiza su propia simbolización de la diferencia entre los sexos, la oposición hombre/mujer masculino/femenino engendraría múltiples versiones, este hecho universal y constante en todas las sociedades entonces tomaría formas diferentes (Lamas, 1994:5-6); por qué denominarlo entonces como dual, opuesto o contrario necesariamente?.    

Así mismo, bajo esta lógica dual que caracteriza el pensamiento occidental, las diferencias de género se asumen como pares contrarios que expresan oposiciones: doméstico/público, naturaleza/cultura, fuerza/fragilidad, entre otras, las cuales no son naturales sino construcciones culturales, que en últimas solo representan estereotipos.

“…Se insiste en que todas las culturas crean, fijan y recrean el hecho de que la especie humana es sexuada y esta característica, según las culturas, presenta una gran variabilidad. Dicho espectrum ha sido generado sobre todo desde la visión masculina, creadora de estereotipos de género. El objetivo de dichos estereotipos es que aparezca como natural que los hombres estén dotados para determinados roles. A su vez, los estereotipos funcionan a modo de oposiciones que se excluyen, convirtiéndose en elemento delimitador con efecto normativo” (Sanahuja, 2002:32)

Sin embargo, este hecho -al parecer por lo constante- llega a someterse a interpretaciones, relaciones y valoraciones cuya justificación no es explícita:

“...la concepción de una pareja masculino-femenina constituye un elemento básico en las creencias del indígena [¿cuál?], dando origen a nociones divinas muy peculiares [¿cómo?]; a la idealización de seres celestiales como el sol y la luna, que actúan [¿por qué?] como marido y mujer...” (Carrión de Girard apud Duque, 1964:422) 

Estas afirmaciones parecen revelar lugares comunes y preconceptos difíciles de contrastar con los modelos cosmogónicos propios de las sociedades prehispánicas o indígenas -a partir de los cuales es más pertinente hacer alguna comparación-, pues no los documentan ni relacionan (lo que los hace parecer estar muy lejos); y es por ello que su correlato lo podríamos encontrar mas preciso en la ideología de género actual, que poco o nada nos puede decir sobre la cultura de San Agustín.

 

Los  “símbolos”  del  género

Así como las diversas sociedades interpretan la diferencia sexual construyendo las nociones de género, en ocasiones crean símbolos que remiten a estas concepciones, construidas de manera diferencial según los contextos y el tiempo; dicha simbolización se encuentra debidamente justificada y cumple claramente con su labor de ser una señal o un indicio de lo femenino o lo masculino, según cada cultura.

Particularmente llama la atención en los diversos estudios sobre la cultura de San Agustín las múltiples referencias a los “símbolos” o “lo que simboliza” en la estatuaria a mujeres y hombres:   

“...como ya había hallado otra estatua que también tenía cuernos como ésta, he llegado a pensar que éste era un símbolo de mujer...” (Preuss, 1974:60)

“...tiene en la cabeza una diadema de oro y, por consiguiente, simboliza a un varón...” (Preuss, 1974:86)

“...la cinta de la frente con signos romboides es signo de una indumentaria femenina...” (Preuss, 1974:91)

“...parece tener en la frente una cinta a manera de diadema, signo del sexo masculino...” (Preuss, 1974:96)

“...la estructura arqueada de la cinta frontal indica un adorno de oro, del cual pendían probablemente varias cintas cortas. Por consiguiente, la cabeza es de un hombre. Esta suposición la confirman dos cintas en la parte posterior de la cabeza, cogidas por medio de una faja...” (Preuss, 1974:109)

“...el adorno era probablemente de oro y por consiguiente la figura tiene que ser masculina...” (Preuss, 1974:109)

“…la frente está circundada por una especie de diadema y de esto puede deducirse que la figura es masculina...” (Preuss, 1974:120)

“...este tocado serpentiforme, es innegablemente femenino puesto que las equis o los rombos, reproducen el dibujo de la piel de la serpiente, animal que se relaciona con la fecundidad y lo femenino...” (Preuss, 1974 n. de PG Y EB:189)

“...encontramos en la mano de varias deidades, es un caracol alargado [...] no creemos que se relacione con la música debido al carácter general de la deidad que lo lleva, sino más bien como símbolo genético masculino, acorde con los demás atributos creadores que porta esta deidad...” (Preuss, 1974 n. de PG:191)

“...la “boca felina” asocia las deidades que la llevan, con el jaguar y la luna, ambos de carácter femenino...” (Preuss, 1974 n. de PG:192)

“...la nariguera en forma de media luna, indiscutiblemente tiene carácter femenino y lunar...” (Preuss, 1974 n. de PG:193)

“...caracol y cincel, corroboran el simbolismo masculino y creador de la deidad...” (Preuss, 1974 n. de PG:195)

“...si todos los monolitos que llevan la diadema con los símbolos incógnitos, fueran representaciones femeninas, como sería el caso de la estatua de mujer con piel de mono a las espaldas (cuyo género tampoco esta bien aclarado) [...], sería pertinente presentar la tesis de que aquellos elementos bicónicos serían cráneos estilizados, como suele ocurrir con ciertas divinidades femeninas aztecas...” (Barney, 1975:112)

“...no es raro encontrar personajes con la representación del sexo masculino o femenino, o con atributos simbólicos que ostenten uno de estos caracteres. Muchas veces estos no se representaron directamente, sino su acción se desdobló en otros seres o elementos...” (Gamboa, 1982:110)

“...también se asocia al ciclo vital humano y a la fecundidad, identificándose como el principio femenino: de esta manera se representa como mujer. También se manifiesta su carácter simbólico a través de atributos como la “boca felina”, la “garra del felino”, el “cráneo trofeo” o la “nariguera lunar”...” (Gamboa, 1982:118 -119)

“...en diferentes esculturas de esta época, encontramos caracterizado el culto solar o masculino a través de símbolos como: el triángulo, el caracol, el cincel alargado, o el tocado de plumas...” (Gamboa, 1982:119)

“…el rombo, que es un símbolo de lo femenino...” (Gamboa, 1982:160)

“... el número cuatro puede estar asociado a los puntos cardinales como dos pares de oposición (oriente-occidente, norte-sur) lo mismo que las cuatro fases de la luna (nueva, creciente, llena, menguante). Pensamos que estas asociaciones numéricas o símbolos del pensamiento chamánico de San Agustín, además de significaciones cosmológicas, pueden corresponder unas a lo masculino y otras a lo femenino, a la vida y a la muerte...” (Llanos;1995:79)

Previamente he mencionado que cuando se crean símbolos como señales de algún género existe un criterio para ello, lo que permite, por ejemplo, hallar la relación entre determinado objeto o forma con su género correspondiente.

En los casos que cito, además de que ninguno de los autores aclara a qué llaman símbolo, (“símbolo de”, “símbolos incógnitos”, “atributos simbólicos”, “carácter simbólico”, “indicio de”, etc.) tampoco se refieren al modelo debidamente comparable a partir del cual podrían afirmar que los objetos o atavíos que ostentan las esculturas sean femeninos o masculinos, independientemente de que lo afirmen.

Considero que encontrar otra escultura con un elemento similar, no debe ser el criterio principal a partir del cual se afirme contundentemente que se trata de un símbolo de mujer. Así mismo no se encuentra explicación alguna que permita afirmar que los rombos -como representaciones de serpientes-, el jaguar, la luna o los cráneos trofeo sean símbolos de lo femenino; es probable que exista alguna explicación mitopoética que permita hacer esta aseveración, sí es así pues debería estar debidamente referenciada ya que es el único criterio que nos permitiría entender la relación posible, en una determinada cosmogonía.

En el mismo sentido, no se explica por qué los atavíos elaborados en oro “simbolizan a un varón”; tampoco se aclara por qué se afirma la exclusividad para hombres o mujeres de ciertos atavíos, sí existía algún tipo de prohibición frente a sus usos (al punto de convertirse en símbolos de algún género), debería estar referenciado y debidamente documentado, pues la cultura material parece no confirmarlo.

La relación del oro (poder) y el cincel (creación) -que es mas posible que se trate de un palillo de poporo- como objetos que simbolizan lo masculino, corresponde a una valoración androcéntrica del “poder” de los hombres, que se pretende hacer parecer como natural y universal. En cuanto a las afirmaciones de Héctor Llanos tampoco queda claro, como propuesta de modelo cósmico, con cuál modelo cosmológico indígena o documentado etnográficamente ha sido comparado para poder establecer la relación de los puntos cardinales y las fases de la luna como correspondencias a lo masculino y a lo femenino.

Ubicar las representaciones de símbolos de género en la iconografía podría constituirse en un indicio que permitiría rastrear las nociones sobre lo femenino y lo masculino que están en la base de la estructura social; sin embargo ésta búsqueda debería hacerse, insisto, a partir de modelos realmente comparables y no desde visiones androcéntricas, para poder reconstruirlas y no simplemente hacer transliteraciones mecánicas que no constituyen ninguna explicación. 

 

¿Culto a los “dioses” y “diosas”?

Las investigaciones que se han realizado sobre la cultura arqueológica de San Agustín, coinciden en afirmar que San Agustín fue un “centro ceremonial” dedicado al “culto funerario”:

“...parece haber sido asiento preferido de un denso grupo que, además de sus habituales tareas cotidianas, se consagró a la práctica de un intenso culto religioso, íntimamente relacionado con el recuerdo piadoso de los muertos...” (Duque, 1964:11)

“...las excavaciones realizadas [...] demuestran la práctica de un desarrollado e intenso culto funerario entre los antiguos habitantes de San Agustín. Enterraban a sus muertos en tumbas cuya construcción variaba según la categoría social o jerarquía político-religiosa de los difuntos...” (Duque, 1964:217)

“...el arte escultórico fue aquí la resultante de un intenso culto religioso, estrechamente vinculado con los ritos necrolátricos...” (Duque, 1964:383)

“...San Agustín fue, ante todo, un centro ceremonial dedicado al culto a los dioses y al culto funerario...” (Franco, 1979:15)

Así mismo, aseveran que tanto las estructuras funerarias como las esculturas son el “reflejo” de un “culto a los dioses”:

“...la estatuaria agustiniana no representa al hombre por sí mismo, ni a la persona común y corriente, sino a personajes sobrenaturales deificados...” (Preuss, 1974 n. de PG:190)

“...nada puede saberse de cierto sobre el significado de las estatuas, que desde luego representan dioses de los que ignoramos el nombre, atributos y mitos...” (Perez de Barradas, 1943:137)

“...los pueblos antiguos de San Agustín eran politeístas y adoraban, por lo tanto, varios dioses, con atributos bien definidos, que representaban por medio de máscaras…” (Duque, 1964:422)

“...la casta de los guerreros con sus deidades protectoras, tales como el dios tigre y la serpiente crestada, parece que está representada en varios monolitos...” (Duque, 1964:380)

“...todo induce a pensar que en el periodo mesitas medio [...] la organización social estaba fuertemente influida por las castas militares y las formas religiosas, por las deidades solares y de la guerra...” (Duque, 1964:381)

“... como hemos anotado, las litoesculturas son el mensaje de su complejo mundo religioso y muchas de ellas fueron colocadas al lado de los despojos de sus muertos. Son deidades que representan el origen de la vida y los atributos de la muerte, las fuerzas de la naturaleza, los dioses protectores, los entes que pueblan el camino que recorren los muertos hasta llegar al sitio donde inician la vida ultraterrena...” (Duque,1964:393)

“... periodo en que las divinidades de la guerra parece que son objeto de un intenso culto. Así se desprende de las estatuas conmemorativas de guerreros, con representaciones de sus deidades tutelares...” (Duque, 1964:421)

“...es indudable que algunas de estas estatuas llamadas cariátides, figuran representaciones de guerreros famosos de la tribu, si es que no se trata de representaciones de deidades de la guerra...” (Duque, 1964:436)

“…la rana representó en San Agustín, a nuestro juicio, una deidad de la muerte, además de las vinculaciones que pueden atribuírsele con los dioses de la agricultura...” (Duque, 1964:444-445)

“...la estatuaria de dioses superiores es bimorfa. Solamente la de hombres, es decir la iconografía de guerreros o sacerdotes o altos jerarcas tiene valor retratístico antropomórfico. Las divinidades, en cambio, poseen los atributos de la bestia conjuntamente con los del hombre. Bocas cuadradas y felínicas con colmillos cuadrados los distinguen e individualizan. Los monolitos  que representan a seres humanos, hombres o mujeres, carecen de esos distintivos zoomorfos. Si caso, en ocasiones, pudiera darse el caso de figuras antropomorfas o de hombres que portan insignias de dioses como es el uso de las máscaras superpuestas. Pero como regla general, puede aceptarse el bimorfismo para las divinidades...” (Barney, 1975:6)

“...las figuras de guerreros que acompañan al dios solar...” (Gamboa, 1982:112)

Aunque Duque Gómez afirme que “...tales construcciones estaban consagradas por completo al culto de los antepasados y que no construían lugares abiertos al culto cotidiano, sino que estaban completamente cubiertos con la tierra que formaban las colinas artificiales...” (1964:223); inmediatamente él y los autores que lo siguen, parecen pasar de la idea de un “culto” a los muertos y antepasados a un “culto” a las supuestas “deidades” representadas en las esculturas que acompañan las estructuras funerarias, que igualmente pasan de ser tumbas a ser “templos” o, con un eufemismo, “templetes”.

Lo que no parecen tener en cuenta los autores es que los mitos, entendidos como  modelos cosmogónicos para una sociedad prehispánica -a partir de los cuales es más pertinente intentar explicaciones- no hablan jamás de dioses, aunque expresen un “pensamiento chamánico” (Llanos, 1995). Es por ello que llama la atención cómo incluso se llega a hablar también de diosas y a establecer relaciones con astros, animales, atributos y puntos cardinales:

“...la distribución extraña de las deidades masculinas y femeninas, limitada por cierto en su importancia por no estar siempre el sexo tan claramente definido que se pueda reconocer con seguridad absoluta. En todo el costado oriental de la región se encuentran casi exclusivamente figuras femeninas; en la parte occidental, en cambio, la mayoría de las estatuas representa figuras de sexo masculino [...] la distribución de las figuras masculinas y femeninas nos lleva a la conclusión de que los distintos clanes a los cuales pertenecían los lugares, no tenían todos las mismas divinidades, sino que algunos pocos veneraban casi únicamente deidades femeninas...” (Preuss, 1974:169)

“...está evidentemente representada la diosa de la luna como divinidad de los partos, a la cual se dirigían las mujeres con el fin de ser fecundadas, o bien para conseguir un parto fácil [...] Una figura con los dedos cruzados, nos muestra probablemente una mujer que reza a fin de tener un hijo...” (Preuss, 1974:172)

“...considerando estas deidades encinta, que en tal calidad pueden representar a la diosa de la luna que se renueva de continuo, y así mismo a la diosa de la tierra, perpetuamente fructífera, el cuerpo del jaguar, excepcionalmente redondo, representa quizá la acción fructífera de la tierra. Por otra parte a todas la diosas del parto, exceptuando la de Uyumbe, les falta la dentadura de gato con los colmillos salidos...” (Preuss, 1974:172)

“…el sepulcro C de Alto de los Ídolos contenía la figura de un roedor que quizá deba considerarse como animal que acompaña a la diosa de la muerte, [...] La figura muestra por ambos lados de las sienes protuberancias en forma de cuernos que están curvados hacia abajo [...] puede considerarse como representación de la diosa de la muerte y los “cuernos” como símbolo que le corresponde...” (Preuss, 1974:174)

“...la figura del pez tiene el mismo sentido que la del feto en el útero materno. Simbolizan el grano o el dios del maíz en el seno de la tierra...” (Preuss, 1974 n. de PG: 194)

“...el dios solar es al mismo tiempo la deidad suprema, así como la diosa luna se identifica con la diosa tierra. En la estatuaria de San Agustín parecen predominar en el periodo mesitas medio, las representaciones de deidades solares, asociadas al culto de la fertilidad y por lo tanto al cultivo de varias plantas, en especial el maíz...” (Duque, 1964:387)

“...a las deidades corresponden los siguientes atributos: Femeninas y lunares (asociadas al agua y a la noche): felino, rombo, serpiente, nariguera lunar. Masculinos y solares (asociados al sol y al día): cuenco, murciélago, águila, caracol, cincel o hacha, cordón fálico, pez, tocado de plumas, triángulo...” (Gamboa, 1982:137-138)

“...la “diosa lunar” se representa con menos atributos simbólicos, aunque se encuentra presente en casi todo el desarrollo de esta cultura...” (Gamboa, 1982:123)

“...estatuaria precolombina que, como la agustiniana, representan deidades -masculinas o femeninas-, que portan atributos de la fecundidad [...] deidades a las que se propicia, para tener beneficios sobre la comunidad...” (Gamboa, 1982: 131)

“...las deidades masculinas tienen el ojo oblicuo del felino, mientras que los ojos de los guerreros o las deidades femeninas se representaron con pupila y párpados” (Gamboa, 1982:135)

“…Dividido por el profundo cauce del río Magdalena, en dos provincias, este pueblo religioso destinó la del lado izquierdo, actual región de Isnos, a la devoción de la Luna, es decir a la manifestación matriarcal del mito y la religión; el valle de la derecha, el más inaccesible por cierto, el culto al sol, de principios y fuerzas masculinas, que corresponde a una organización patriarcal.” (Franco, 1979:17)

Una vez más los autores no manifiestan a partir de qué modelos establecen las relaciones que describen; aunque a veces se remiten a culturas bastante estudiadas que parecen justificar sus afirmaciones, pero siguen sin establecer qué es lo les permite hacer la comparación o constituirla en explicación válida, si tenemos en cuenta los contextos:

“...las tres representaciones del adoratorio se refieren por lo consiguiente a un solo ser, caracterizado quizá como diosa de la luna o de la tierra, por el dibujo de las tres medias lunas, grabadas en la parte superior de una piedra [...] Este concepto se nos reafirma especialmente si entramos en la mitología mexicana. Allí la diosa de la luna aparece como divinidad del cielo nocturno y simultáneamente como deidad terrestre o del regazo de la tierra, porque todo lo que brota en la tierra baja del cielo nocturno que es al mismo tiempo su cuna. El jaguar, animal de la oscuridad, es quizá, lo mismo que en México, una representación de la tierra...” (Preuss, 1974:170)

“...el hecho de que una de las dos figuras tenga dos cabezas puede ser significativo para la doble naturaleza de la luna. Sabemos que la luna oscura es considerada en México y América del Sur como causante del agua y de la alta marea y en los jeroglíficos mejicanos la encontramos representada como media luna, llena de líneas acuáticas horizontales. Por lo consiguiente en nuestro caso las ranuras deben considerarse también como líneas acuáticas. No es del todo imposible que estas representaciones hayan sido colocadas en los distintos puntos como deidades proveedoras del agua, tanto más que en el sitio se encuentran también otras deidades acuáticas...” (Preuss, 1974:174-175)

“...las demás figuras femeninas que se encuentran, pueden en su mayoría considerarse como diosas de la muerte, por analogía con las civilizaciones mejicanas, tienen una relación bastante íntima con la diosa de la luna y la diosa de la tierra. Es cierto que las estatuas no llevan ningún símbolo que nos muestre con evidencia su ser íntimo; por el contrario, todas tienen facciones humas como las diosas del parto, pero se encuentran en las vecindades de sepulcros o bien tienen algún nexo con las sepulturas, cosa que de ningún modo puede ser fortuita, porque en tales lugares podemos excluir por completo las figuras masculinas, o por lo menos hasta donde llegan nuestros conocimientos...” (Preuss, 1974:185-186)

“...entre los Aztecas y otros pueblos mesoamericanos las mujeres que morían en el parto ocupaba un lugar preeminente en el ultramundo, cuando bajaban a la tierra lo hacían de noche en forma de fantasmas espantables y de mal agüero especialmente para las mujeres y los niños. Eran las “mujeres diosas”, que llevaban por cabeza una clavera y provistas de garras en las manos y pies. Antes de transformarse en diosa, la mujer que ha muerto en parto tiene un gran poder mágico, puesto que su fortaleza ha derrotado a su enemigo. Por esta razón los jóvenes guerreros tratan de apoderarse de su brazo derecho, para ser invencibles en el combate. Tal parece haber sido el significado de la estatua principal de Quinchana...” (Duque, 1964:423)

“...el sol concebido como guerrero joven, “nace todas las mañanas del vientre de la vieja diosa tierra y muere todas las tardes para alumbrar con su luz apagada el mundo de los muertos”, como pensaban los mesoamericanos...” (Duque, 1964:432)

Como se puede observar en las citas aquí transcritas, los autores aseguran la existencia de un “panteón femenino” representado por la “diosa luna”, de “la tierra”, “los partos o la maternidad” y de “los muertos”, así como un “panteón masculino” presidido por el “dios sol”, “del maíz” y los “dioses de la guerra”. Quizá estas afirmaciones (que visiblemente conservan una filiación entre los autores) fueron las que llevaron a las señoras Franco y Uribe (1979:17-21) a hablar de un “matriarcado y religión lunar” así como de un “patriarcado y religión solar”:

“...posiblemente por permanecer más tiempo en un mismo lugar, la mujer va descubriendo el proceso de desarrollo de las plantas y con ello su control humano o sea la agricultura. La recolección de alimento va siendo suplantada, poco a poco, por este nuevo método. De la tarea se ocupa la mujer, su descubridora y símbolo de fertilidad, y ello le da el predominio económico y social en su comunidad. [...] a esta época matriarcal corresponde una religión lunar [...] La luna preside un panteón femenino en el que tiene cabida todo aquello que se relacione con ella y con la fertilidad: la madre tierra que da vida a todos los seres y el agua fecundante, la mujer, la muerte engendradora de una nueva vida [...] El antiguo culto lunar empezó a ser remplazado y en su lugar se fue imponiendo el culto solar. Seguramente el cambio religioso respondió a un cambio social. El pueblo, agricultor y pacífico, se convirtió en un pueblo guerrero [...] las nuevas funciones recayeron sobre la población masculina y el hombre paso así a ocupar el papel predominante en la sociedad [...] esta transición del matriarcado al patriarcado aparece representada varias veces en la estatuaria agustiniana. Una de las esculturas más representativas nos muestra un águila que con el pico y las garras coge una serpiente(5) [...] El águila, representante de la nueva religión, domina, somete a la serpiente, símbolo ya analizado del culto lunar [...] la autoridad política se favorece de los atributos solares [...] no son ya figuras maternales sino dioses bestiales, que poseen la fuerza la astucia, la agilidad, la sagacidad del felino(6)...”

Esta “interpretación total de la cultura agustiniana” que dicen realizar las autoras no cuenta con ningún referente bibliográfico, sin embargo no es difícil rastrear de donde vienen estos supuestos:

“...la relación con la luna se desprende de las tres medias lunas grabadas y una media luna que tiene en la mano derecha una estatua femenina y una nariguera...” (Preuss, 1974:171)

“...tomando en cuenta que las estatuas miraban probablemente todas hacia oriente, se trata quizás de deidades solares, de las cuales había una para cada punto cardinal. Los cuatro puntos cardinales están subordinados al dios sol...” (Preuss, 1974:178)

“...podría concluirse que la parte oriental tuvo una ocupación más antigua, con predominio del culto lunar. La zona occidental, con predominio de los masculino ligado al culto solar, sería más reciente...” (Preuss, 1974 p: 193)

“...pese a la multitud de imágenes sagradas y la variedad de símbolos, es difícil ahora poder hacer un esquema histórico de la religión Agustiniana. Parece ser que en los primeros tiempos hubo una religión lunar. La divinidad principal era una divinidad de triple aspecto: diosa luna, diosa de la tierra, y diosa de los muertos, la cual tenía como animales sagrados la serpiente, el lagarto y la rana [...] Tuvieron lugar cambios en la religión, ya que entonces aparece una religión perfectamente solar [...] Son con preferencia, por ser característicos de la mitología solar, el mono y el águila...” (Pérez de Barradas, 1943:148)

“...el sol y la luna presidieron el panteón de sus deidades...” (Duque, 1964:423)

“...el mito lunar alcanza una mayor persistencia a través de las esculturas y por este fenómeno podemos creer que es una de las deidades más importantes...” (Gamboa, 1982:118-119)

“...en el siglo V llega a ser sustituida [“principio femenino”] en parte por el predominio del culto solar [...] en diferentes esculturas de esta época, encontramos caracterizado el culto solar y lo masculino...” (Gamboa, 1982:118-119)

“...los personajes solares, que son las representaciones felínicas más características de la escultura agustiniana, son deidades creadoras no obstante alguna de ellas tengan cubierto el sexo con un faldellín escalonado...” (Gamboa, 1982:141)

“...boca felínica [...] atributo propio de las divinidades masculinas...” (Gamboa, 1982:154)

Concluir que la cultura de San Agustín era una sociedad matriarcal y patriarcal de religión lunar y solar, respectivamente, adjudicándole a las supuestas deidades características que componen las concepciones de feminidad y masculinidad en occidente, no cuenta con ningún sustento científico ni con la debida contrastación arqueológica, veamos por qué.

Cuando hice referencia a la función del género en la estructura social, argumenté por qué era inadecuado hablar del matriarcado, pues hasta el momento no existe ninguna evidencia arqueológica ni etnológica para poder afirmar que las mujeres como grupo dominaron alguna vez y en alguna parte.

Sin embargo, es posible explicar esta insistencia -además de una noción errónea de lo que es matriarcado-, en el contenido patriarcal casi de leyenda que hoy ostenta, pues “...precisamente muchas veces pueden ser [los mitos sobre el matriarcado] un conjunto de la pretensión del poder poniéndonos en el origen, una manera de decir: el poder ya lo tuviste, no lo mereciste y, precisamente por eso, nosotros tuvimos que tomarlo...” (Amorós, 1994:30); o lo que podría constituir el otro extremo:

“...decidían [las mujeres] autónomamente acerca de su comportamiento sexual, no eran objetos que se pudieran poseer, oprimir o manipular y explotar. Como productoras y procreadoras eran la cabeza reconocida de una sociedad matriarcal y eran tenidas en el más alto honor y respeto por los hombres. Sin embargo, cuando estos hechos fueron descubiertos por primera vez por los antropólogos del siglo pasado, estas versiones de las formas primitivas de organización social ofendieron y alarmaron a los guardianes del statu quo exactamente como sucede todavía en nuestro días...” (Reed; 1977:14)

El hecho de que el matriarcado -como forma compleja de organización social y no como simple distribución de tareas vitales a las mujeres, o la profusión de esculturas femeninas-, no haya existido, no significa tampoco la reafirmación de la universalidad de la subordinación femenina; indudablemente y debido a las diferencias culturales e históricas que caracterizan a las sociedades, las mujeres no siempre han estado relegadas, sino que han podido disfrutar de todas sus capacidades, participando en igualdad de condiciones en la construcción de sus culturas. 

Por otro lado, previamente he referido cómo los mitos no hablan ni de dioses ni de diosas; así mismo no se puede generalizar que la luna es a priori femenina y el sol masculino; basta con recurrir, entre otros, a los Yukunas de la selva amazónica, para quienes luna es hombre:

“...Luna es el hijo incestuoso del sol y de una de sus hijas púberes. “Es el único hombre que se interesa por las mujeres menstruantes, es un hombre inmortal que no se calienta con el contacto de esos tipos de polución, tiene el secreto de la inmortalidad que los hombres perdieron con la vida breve”...” (Reichel apud Cardona, 2003:212)  

Igualmente, la búsqueda por parte de los autores de una “Madre Ancestral” (Llanos, 1995:34) y en general de dioses y diosas primigenias, puede explicarse mediante una línea de pensamiento que en su momento acogieron algunos investigadores. Esta deviene de los trabajos de Marija Gimbutas, una mujer interesada específicamente en las representaciones de mujeres en el arte y en la misma sociedad y cuyas lecturas de análisis social enfatizan la centralidad de las mujeres en la religión y las diferentes manifestaciones culturales; para ello se remonta a los orígenes de la agricultura y sus perduraciones de diosas y ritos, a fin de encontrar cuerpos femeninos no oprimidos. Gimbutas intentó sentar las bases para que la arqueología pudiese establecer la existencia de una religión universal fundada en el culto a la Diosa Madre, cuyas raíces habría que buscar, según la investigadora, en el Paleolítico. Fue ella precisamente la que inspiró el hálito matriarcal en el estudio de las culturas europeas (Sanahuja, 2002:69).

Para Marija Gimbutas (Rudgley, 2000:33-36), las primeras comunidades agrícolas de Europa coexistieron unas con otras y con la naturaleza de manera, en general, pacífica, adorando a una gran Diosa.  Esta civilización se basaba en un orden social en el que hombres y mujeres poseían el mismo status, cuya vida religiosa se centraba en el culto a una Diosa, que adoptaba muchas formas; la tierra era reverenciada como encarnación de la Diosa, y se veía la muerte como un regreso al útero de la tierra/diosa. Muchos pre historiadores -principalmente hombres-  han atacado violentamente sus ideas, alegando que se basan en una visión romántica del pasado, y negando que la paz o la igualdad sexual hubieran sido alguna vez rasgos sociales generalizados en el paisaje cultural de la edad de piedra.

Por su parte, arqueólogas del género también han criticado los planteamientos de Gimbutas, sin desconocer los importantes aportes que hizo en arqueología sobre los indoeuropeos y sobre el este de Europa. En general, las críticas sobre el “culto a la Diosa Madre” plantean que el hecho de la profusión de imágenes femeninas (como las «Venus») no significa necesariamente que se hayan practicado religiones donde se rindiera culto a una diosa, pues resulta difícil confirmar que éstas representan a una o a varias de ellas, o simplemente a mujeres de las comunidades. 

Considero que las representaciones del cuerpo femenino no son simplemente una especie de ‘amuleto’ elaborado supersticiosamente para propiciar la fertilidad de la tierra. Los personajes representados en las esculturas, junto con las formas observables que “...son representaciones “naturales” y más exactamente figuras animales...” (Velandia, 1994:50) en vez de “seres sobrenaturales”; suponen más que la idea cristiana de dioses adorados, una significación cosmológica capaz de expresar los aspectos de las relaciones entre las mujeres y los hombres agustinianos y su entorno social y natural. 

Desde una perspectiva de género, llama la atención cómo las especulaciones sobre la sociedad que elaboró las esculturas representativas de San Agustín afirman, paradójicamente, la ausencia de las mujeres en unos casos, como la división del trabajo, y a la vez la preeminencia de las mismas en otros, como la religión; ambos aspectos definitivos en una sociedad. Lo que predomina entonces -como he argumentado en las páginas precedentes- es una mirada androcéntrica basada en los estereotipos de género de la cultura de los investigadores, así como los lugares comunes que la arqueología le ha dado a las relaciones de género, otorgándoles una apariencia ahistórica y universal. 

 

NOTAS

1. Ilustraciones, César Velandia

2. Referencias bibliográficas MA-012

Barney; 1964: 53; 1975a:70,109,118 ; 1975b:118

Duque; 1963: 25;1964: 372,375,376 (Lam. XV)

Duque y Cubillos; 1983: 19,31,32,35,37,39 (Dib.26); 1971: 23

Duque e Hidalgo; 1982: Foto 57,65,72-Texto

Foltyn; 1996: 89

Gamboa; 1971: 82,88,95,96,98 (Fig. 19); 1976: 12; 1982: Lám 68:121;Lám 69:123; Lám 80:146,205;38,62,

Llanos; 1995a: 140,153; 1995b: 55,59,63 (Lám. 12)

Pérez de Barradas; 1943: 42 (Lam. 32-39)

Preuss; 1974: 66 (Pl. 16-17)

Sotomayor y Uribe; 1987:32,33

3. Referencias bibliográficas AI-262

Barney; 1975a: 74,75

Drennan; 2000: 21

Duque; 1971: 89; 1983: 116

Duque y Cubillos; 1979: 47,48,49,51,53,55,57,59

Duque e Hidalgo; 1982: Foto 116-Texto

Foltyn; 1996:104

Gamboa; 1982: Lám. 12:63; Lám. 103:165; 65,95,165,181

Llanos; 1995a: 153; 1995b: 55,59,63,67,83 (Lám.20)

Sotomayor y Uribe; 1987: 73,155,156,303,304 Foto 17,18

4. “...lo que convierte al matrimonio en una necesidad fundamental en las sociedades tribales es la división sexual del trabajo. Como las formas familiares, la división sexual del trabajo es consecuencia de consideraciones sociales y culturales mas que de condiciones naturales...” (Lévi-Strauss, 1974:30-31).

5. Sin embargo, Preuss afirma “... un gran búho que lleva en el pico y en las garras una serpiente. Esta figura está muy de acuerdo con el carácter de la diosa de la tierra y de la luna...” (1974:171), “... la figura masculina de dos cabezas debe considerarse como deidad de la luna, pero el búho, en cuanto devora a la serpiente, no debe considerarse únicamente como animal lunar sino también como animal acuático...” (ib id.:177)

6. Previamente o en contradicción, las características felinas eran consideradas femeninas: “...no es aventurado concluir que el jaguar complementa la naturaleza de la diosa, cuyas facciones son humanas. El jaguar aparenta además un sexo femenino...” (Preuss;1974:170), “...la “boca felina” asocia las deidades que la llevan, con el jaguar y la luna, ambos de carácter femenino...” (ib.id.:192).

 

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Cómo citar este artículo:

Castro, Ana maría. Una lectura de género de la estatuaria de San Agustín, Huila, Colombia.
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/sanaguntin.html

2011

 

BIBLIOGRAFÍA

Teoría de género  

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ALBERTI, Benjamin 1998Los cuerpos en prehistoria: Más allá de la división sexo/género”; Ponencia presentada en la Primera Reunión Internacional de Teoría Arqueológica en América del Sur; abril 1998; Vitoria.

BUTLER, Judith 1996 “Variaciones sobre sexo y género: Beauvoir, Wittig y Foucault”; En, M. Lamas (comp.), El Género: La Construcción Cultural de la Diferencia Sexual, pp. 303-326; Programa universitario de estudios de género PUEG, UNAM; México.

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